Hugo Delgado: El efecto de la flauta

933

La idiosincrasia del venezolano, se hace previsible ante los ojos del régimen chavista. Hugo Chávez (+) y Nicolás Maduro, fríamente asesorados por los hilos del poder de la dictadura cubana, solo fungen como marionetas, obedeciendo a unos asuntos foráneos divorciados de los intereses nacionales. Favorecidos por la herencia petrolera y la extrema dependencia de la población y sus diferentes actividades (educativa, económica, cultural, salud)  de la dádiva pública, la tarea del fracasado teniente coronel y su delfín se hizo más fácil.    

Esa predisposición social facilita la obediencia irracional al mandato del ilegítimo Maduro, en asuntos delicados como el resguardo ante el Covid chino y la vuelta a clases presenciales en momentos cuando hay repunte en los casos y muertes;  o cuando en alianza con el sector privado proyecta una imagen positiva en 2021 de una economía decreciente en los últimos siete años (-80% del Producto Interno Bruto), cuando es lógico deducir que cualquier “efecto revote” va a mostrar indicadores positivos en un contexto desastroso; o cuando pisoteando la legalidad ordena una elección regional y la opinión pública la acepta.  

Psicológicamente, dice Axel Capriles (17- junio-2009), la aceptación del discurso de Chávez y de Maduro forma parte de esa tendencia social de   integración entre votante y político, que se refuerza por una carencia paternal generalizada que hace al pueblo venezolano más vulnerable, por su marcada huella histórica a desobedecer las normas o reglas sociales, fenómeno acentuado en las última dos décadas. Ahí se fundamenta esa actitud de una sociedad  acostumbrada a violentar o aceptar el atropello al imperio de la ley, que genera condiciones anárquicas de comportamiento generalizado o de aprovechamiento de esas condiciones aberrantes para el lucro personal.

Esa empatía, dice la docente de la Universidad del Zulia (LUZ), psicóloga Yenny la Rotta, al analizar la actitud de los venezolanos: “Es desesperanza aprendida, un proceso  acuñado por Martin Seligman (impulsor de las teorías de la psicología positiva y del bienestar, y de la indefensión aprendida), en el que las personas perciben que hagan lo que hagan, no tiene escapatoria a  la situación. Al no encontrar salida, dejan de luchar y terminan por resignarse como medio de supervivencia. Por eso llevan la vida en Venezuela como si todo fuera normal… El régimen demostró que  a quien se oponga  le caerán consecuencias terribles… El venezolano aprendió que tiene dos opciones, huir saliendo del país a enfrentar un futuro incierto o quedarse  resignado aplicando mecanismos de supervivencia, negando la realidad, adaptándose  al  medio o aliándose con el régimen, delincuentes o grupos armados”.

La combinación de los planteamientos de la Rotta y Capriles aclara el comportamiento generalizado del venezolano que aún vive en el país, ante la actitud obediente ante el hecho irracional, proyectando una imagen de conformidad favorecida por un “economía negra”, como la califica el economista y profesor de LUZ, Edison Morales, y por las remesas provenientes del exterior que impulsan un consumo desenfrenado, distorsionador de la relación trabajo-productividad-remuneración. Ese estímulo económico, dice el catedrático, “favorece principalmente al sector privado, porque el público está prácticamente paralizado a pesar del repunte mundial de los precios del petróleo”. 

Otro factor destacable en Venezuela  es que a pesar de la inexistencia actual de la función del Estado como garante de la ley y la justicia, el régimen mantiene el control del poder, sin que exista una opción democrática para restituir el Estado de derecho. Esa situación le facilita al régimen controlar su estructura formal y tener el control sobre los recursos económicos, jurídicos, institucionales y físicos (infraestructura); además de manejar los cuerpos de seguridad,  a los militares y a los medios de comunicación, lo que propicia la divulgación de su visión a través de la propaganda oficial. Con este dominio, la sociedad acostumbrada a recibir la “dádiva petrolera” (bonos, ayudas, privilegios, financiamientos, Clap) queda a su merced.

Ante la amenaza a su control del poder, el chavismo -guiado por los expertos cubanos-, aprendió de las elecciones de diciembre de 2015, que el mismo no se debe compartir. Las conversaciones en México solo están sirviendo para reducir dos debilidades: la falta de reconocimiento al régimen de Maduro y luego de alcanzar ese objetivo con las elecciones regionales del venidero 21 de noviembre, buscar la eliminación de sanciones para aprovechar la segunda bonanza petrolera que ya proyecta un barril por encima de los US $100, producto del crecimiento de la demanda mundial post pandemia.

Logrados los dos objetivos se atornillarán al poder, expandirán su influencia en América y Europa como lo hizo Chávez, y volverán al esquema burocrático y clientelar heredado de la cultura petrolera, toda vez que la oposición desunida no será un  peligro real para sus intenciones.

Se reafirma así lo expuesto recientemente por el sociólogo de LUZ, Ender Arenas: En Venezuela, la corrupción ha actuado como una mediación organizadora del hecho estatal. El Estado y sus gobiernos han cementado su unidad porque su “legitimidad” se basa en el reparto de beneficios y dadivas. Con la nueva bonanza volverán los tiempos del derroche, de las comisiones, de los negocios enchufados y de los alacranes tarifados;  ahora se entienden las posiciones de Primero Justicia, de Fedecámaras y de otros grupos políticos que pretenden pescar en río revuelto.  Presagiaban una nueva torta que servirá para mantener el festín y la corrupción.

La melodía de la flauta del petróleo da para todo. Mueve conciencias. Seduce con experiencias desastrosas como el socialismo del siglo XXI que solo sirvió para financiar los  intrincados y oscuros negocios de la nomenclatura chavista y sus socios extranjeros, mientras los venezolanos mueren en las puertas de los hospitales y de desnutrición,  comen en los basureros, reciben clases en universidades y escuelas corroídas por la falta de inversión en infraestructura y tecnología, tienen servicios básicos ineficientes y huyen de la crisis dejando sus sueños atrás. Mientras el régimen “antifrágil”, como lo califica Laureano Márquez, sobrevive a su caos.

Esa cultura petrolera, impregnada de militarismo,  burocracia, clientelismo y corrupción forma parte de la esencia social de Venezuela. Algo que puede extrapolarse de la realidad expuesta por el historiador alemán, Karl Schlögel, en su libro El siglo soviético, “relacionada con la vida en la extinta Unión de República Socialistas Soviética (URSS), un mundo perdido que sigue influenciando con fuerza el tiempo presente, gracias a la historia y su manipulación. Ese “mundo soviético duró, desgraciadamente, un siglo.  Alrededor del terror y la falta de libertad, se creó una cultura o civilización ‘sui generis’. No solo fue un sistema político, sino también un modo de vida con su propio desarrollo, su madurez, su decadencia y disolución. Las costumbres cambiaron, los planes de vida, las fronteras, la guerra (también la guerra fría), se despoblaron zonas y se repoblaron otras, persecuciones-diásporas-exilios, el hambre como una forma barata de ejecución, la adaptación a las exigencias del régimen de artistas-escritores-músicos-arquitectos y demás creadores. Un siglo de vidas robadas, sin esperanza, perdidas y asesinadas en nombre de una de tantas revoluciones fracasadas” (Andrea Rizzi, El País 12-10-2021).

La flauta petrolera seguirá encantando a los venezolanos, incapaces de construir un modelo diferente al rentista que se niega a morir. Con un régimen que aprendió a sobrevivir como lo hace su gestor cubano, acostumbrado a lidiar y burlarse de los valores y principios de la democracia occidental. Seis décadas de dictadura castrista lo constatan, dos décadas en Venezuela avalan la experiencia histórica.

@hdelgado10