Marcelo Morán: Las andanzas de Lino Aguirre

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Desde que el gallo fue devorado por un depredador nocturno, Lino Aguirre despertaba muy tarde. Aquel día fue el primero en levantarse y, consciente del tiempo que había dormido,  se lanzó de la hamaca a toda carrera hacia a una mata de mamón donde dormía el viejo clarín mañanero. Grande fue su sorpresa cuando miró el suelo tapizado de plumas. Abatido por ese inesperado evento, recogió todas las que pudo y después, preso de una rabia incontenible, las tiró por el aire descargando blasfemias y prometiendo venganza. Para ello, acordó más tarde, con David y Rupilio —sus hermanos mayores—, darle caza al furtivo y exquisito comensal.  

Las dos primeras veladas transcurrieron tranquilas. Al tercer día, cerca de las once de la noche, sintieron un alboroto inusual de gallinas. Lino y sus hermanos estaban prevenidos. David encendió una pantalla de cobre, que se abastecía de carburo (usada para cazar conejos) e hizo un barrido a través de las confusas ramas de mamón, y allí, estaban los ojos encendidos del visitante nocturno: era un rabipelado. Tenía el cuerpo cebado por devorar sin restricción decenas de gallinas bien alimentadas con maíz. A medida que David lo seguía con el farol, se erizaba cada vez para defender con dentelladas el espacio de su próximo banquete, pero fue su último gesto: recibió un tiro de escopeta calibre 12, que lo hizo rodar por los enmarañados ramajes hasta caer con estrépito en el suelo.

Lino era bajo de estatura y delgado. Tenía cejas gruesas y ojos de carnero, que sobresalían, pese a las depresiones formadas por su descomunal nariz. El pelo era tupido y de color castaño por los estropicios del sol.  Su mayor anhelo: forjar y dirigir un gran negocio.

 El mismo año en que empezó la primaria (1964) tuvo que abandonarla, pues tenía que apoyar los trabajos de la casa. Desde la desaparición del gallo, Lino despertaba por los fuertes sacudones que el viejo Jesús le daba a la hamaca a partir de las cinco de la mañana. A esa hora debía encargarse del ordeño y la manutención de diez vacas parías que constituía el patrimonio de la familia Aguirre. Lino transportaba la leche en recipientes de lata, reciclados de aquella memorable campaña conocida como “Alianza para el progreso”, que emprendiera el gobierno de John F. Kennedy a comienzo de los sesenta como parte de una ayuda económica y social para los pueblos de Latinoamérica.

Después, en otra responsabilidad menos exigente Lino tenía que envasar la leche en botellas recuperadas de refrescos. Cada botella tenía la capacidad de un litro y no podía desparramarse una gota: un titubeo, podía merecerle una reprimenda de parte de su papá, quien examinaba el contenido con el rigor de un relojero.

La leche envasada por Lino era muy apreciada al punto de agotarse poco antes de las ocho de la mañana. Había usuarios que venían de pueblos aledaños a pie, en burro o en bicicleta para adquirirla y, los rezagados, los mandaba a madrugar al siguiente día.

Al concluir esa tarea, Lino tenía que ayudar a sus tres hermanos en la recolección de almidón luego de solidificarse en una piscina con los rayos del sol. Era una composición que se conseguía después de triturarse casi una cosecha de yuca por medio de una planta que funcionaba con gasoil. Después se colaba en un cedazo y se mezclaba con agua para extenderse sobre el pavimento del estanque.

 A través de ese monumental esfuerzo se obtenía apenas veinte kilos de este producto usado en la industria textil y papelera. En Campo Mara a mediados de los sesenta, se usaba como complemento del planchado cuando aún no había electricidad. Se remojaba la ropa con este preparado caliente y cuando secaba la tela adquiría la textura de una tabla. Entonces las amas de casa comenzaban a calentar con carbón varias planchas fabricadas con hierro macizo y la deslizaban después sobre la superficie arrugada, tantas veces, como fuera necesario, hasta hacer de las piezas de vestir una obra de arte.

Antes, Lino diseñaba volantines para la venta. Los volantines que en otra parte del país se conocen como papagayos, eran confeccionados con el papel recogido de bolsas de  harina o de carbón, que el viejo Jesús Aguirre desechaba después de vender su contenido en una tiendita a la entrada de su casa.

Lino vendía un promedio de cinco volantines a la semana y cada uno costaba tres bolívares, hasta que un día, sin darse cuenta, le salió competencia.

Un sábado, cerca de las nueve de la mañana, Lino vio venir a su mejor cliente: un próspero avicultor de cuarenta años, llamado Gregorio Sánchez, quien en años anteriores le había comprado la existencia de volantines para complacer los antojos de sus once hijos.

—Buenos días, amigo Goyo. Aquí tenéis, los primeros y mejores volantines de la temporada. Tienen los mismos precios del año pasado, tres bolívares.

Goyo ni siquiera los miró.

—José Miguel los vende más barato, pero en colores.

Lino empezó a balbucear. 

—Pero… pero… Goyo, te doy un buen precio; cada uno en un bolívar, casi regalado. ¿Te parece?

—No me convencéis, amigo. Los muchachos están encantados con los volantines de José Miguel Salas, incluso han recomendado a otros primos y vecinos comprárselos a él. Dicen que los tuyos son muy pesados, porque tienen rabos de lona y el papel es arrugado y viene además manchado con polvillo de carbón. En cambio los de José Miguel son limpios, y tienen más colores que el arcoíris.

“Qué vaina me echó ese malayo, después que le enseñé tanto”, pensó Lino perplejo aún  enfrente de Goyo.

El  padrastro de José Miguel trabajaba en Maracaibo en una fábrica de piñatas y traía los recortes de papel para que sus hijos pudieran sacarle provecho en las tareas de manualidades, pues era un utensilio muy escaso y difícil de adquirir en el vecindario.

Ante la caída de su negocio, Lino empleó la última estrategia salvadora: extendió a lo ancho del frontal de la tienda una cuerda y colgó los once volantines para que todo el que pasara por la carretera le dedicara una ojeada. Al cabo de una semana, tuvo que recogerlos; nadie los procuró. Al contrario, estaban rasgados y cubiertos de arena, mientras los volantines de José Miguel Salas continuaban llenando de policromía el cielo de Campo Mara

Lino no tuvo más alternativa que regalarles a sus sobrinos los once volantines rechazados después de invertir tiempo, destreza y pegamento. “Ahora tengo que pensar. No puedo quedarme sin ganar unos cobritos”, había dicho, rabioso.

Lino trataba de drenar su frustración ojeando las imágenes impresas en la revista Tricolor, que le obsequiaban sus sobrinos una vez que avanzaban a grados inmediatos;  él era analfabeto. En esa situación se debatía hasta que tuvo luces para inventar otro negocio. Con los restos del  almidón, adherido en las esquinas del estanque, podía conseguir una buena goma para capturar loros y pericos, que serían vendidos por su cuñado Rafael González en Maracaibo.

 El invento funcionó desde el primer día. Lino se cansó de atrapar pájaros untando los copos  de las matas de mango y mamón con el infalible pegamento obtenido con la mezcla de agua y almidón.

Para 1972 Lino obtenía diez bolívares por la venta de un par de pericos en el viejo Malecón de Maracaibo, pero su cuñado le advirtió, según recomendaciones de los compradores, que atrapara pichones, pues los pericos adultos eran muy temidos porque sus picos se volvían una tenaza sobre los dedos de un niño incauto. Esa sugerencia se tornó cuesta arriba para Lino, considerando que los pericos suelen anidar en árboles muy elevados y sobre una maraña de barro construida por comejenes. Recordó lo que le había pasado un año antes a su amigo el Chivato, cuando se desprendió de una mata de dividive al pretender alcanzar un nido de esos pericos glotones conocidos como “carasucias”. El Chivato sufrió fracturas en ambas piernas y después de un año apenas podía moverse por medio de  muletas. “Entonces no venderé más pericos”, pensó Lino.

Lino tenía que hallar otro modo de captar dinero, porque de las diez vacas que constituía el soporte de la familia apenas quedaban tres. Su padre vendió cinco, y dos murieron de vejez.

 El negocio del almidón no dio los frutos esperados. Había dejado de llover  en los últimos meses y la cosecha de yuca por la que apostaban tanto sus hermanos se perdió en su totalidad.

La madre de Lino se llamaba Altamira Aguirre, era de El Saladillo, Maracaibo, y confeccionaba hamacas con telas de lona que compraba en un negocio de Cuatro Bocas: un enclave comercial que se encuentra vente minutos de Campo Mara y setenta kilómetros al norte de Maracaibo.

La señora Aguirre se entregaba a la costura desde las ocho de la mañana hasta las dos de la tarde cuando hacía una pausa para la siesta. Lino atendía la bodeguita con el viejo Jesús. Una tarde, pasó muy cerca del taller de su mamá y vio las tiras de lonas que habían sobrado y se hallaban dispersas por un piso de cemento resplandeciente. Ya no le servirían para hacer rabos de volantines, porque eran muy pesadas, pero cuando observó las tijeras usadas por la vieja para cortar la lona, le vino una idea como si lo hubiese iluminado una deidad del Olimpo. Tomó la herramienta y probó los filos con un mechón de su pelo castaño.

—¡Corta bastante! —gritó emocionado. 

Esa misma tarde, mientras su madre seguía en un sueño mágico, Lino experimentaba bajo la sombra del mamón con su sobrino Audio Natera el oficio por la que se le conocería siempre en Campo Mara. Después vendrían otros familiares y vecinos que ayudarían en la rutina hasta convertirse en un gran barbero. Uno de aquellos clientes, privado de efectivos, ofreció pagar el corte de pelo con  un perro criollo de color amarillo. Lino aceptó complacido la propuesta porque necesitaba un perro para las rondas pastoriles, y como el can era aún cachorro y no tenía nombre, él  decidió llamarlo Demetrio.

La vida comenzaba a depararle a Lino  agradables sorpresas. Una de ellas, era la visita de una hermosa joven ataviada con manta guajira que traía su hermanito para requerir el servicio de barbería. Ese día, Lino quedó aturdido, como si fuera encandilado por el rayo de una epifanía. Era muy grande su impresión; un rubor diluvial envolvió su cuerpo desde la cabeza hasta los pies: se había enamorado a primera vista.

 La chica tenía 17 años, era rellena y bajita, de cabellos muy lacios, ojos pequeños y orlados con abundantes pestañas que envenenaban de amor a cualquier hombre que la mirase. Sin embargo, hasta ese momento, nadie la había pedido en matrimonio porque su padre era muy celoso y la reservaba solo para quien ofreciera una buena dote. Su nombre era Mireya.  Era hija de un granjero nativo de la Alta Guajira llamado Francisco García.

 Después de aquella inesperada visita, Lino creyó que volvería a ver a Mireya dentro un par de meses, cuando el niño ya requeriría  un nuevo corte de pelo. Pero no ocurrió así. La hermosa muchacha regresó al siguiente día con tres hermanitos para que Lino les realizara el mismo corte. Presencia, que él interpretó como una señal del cielo. Ideó un plan para seguir viendo a la muchacha por otros dos benditos días: le dijo a Mireya, que tenía en instantes un compromiso ineludible y, por tanto, solo podía cortarle el pelo a uno de ellos.

 —Puedes venir mañana, a esta misma hora te esperaré. ¿De acuerdo?

—Sí —dijo Mireya, sonriendo y se marchó con sus tres hermanitos. Lino la siguió con la mirada hasta que desapareció en un recodo del camino.

La chica regresó a la siguiente mañana con sus dos hermanitos tal como se lo habían pedido y conversó por primera vez durante tres horas con el neófito y, ahora, enamoradísimo barbero de Las Parcelas.

Lino visitaba todas las noches a su vecino Raimundo Polanco para ver la televisión. Los programas que más le fascinaban eran El Show de Joselo que trasmitía Venevisión los martes y Radio rochela en RCTV los lunes. Lino se identificaba mucho con el personaje del barbero que popularizó Joselo por esa década. Para 1974 Lino tenía 17 años y aún no contaba con ese tipo de aparatos en su casa.  A comienzo de noviembre de ese año, RCTV empezó a promocionar una novela histórica. Como adelanto, aparecían escenas de hombres a caballos en medio del fragor de cañonazos.

Lino le preguntó a su amigo Raimundo de qué se trataba. El radiotécnico, estresado, después de reparar varios equipos de sonidos, le respondió sin mirarlo:

—Creo que es una novela sobre Bolívar. La va a estrenar el canal 2  la otra semana. 

—No me la voy a perder por nada, Raimundo. Al fin veré cómo era la cara de Simón Bolívar —dijo Lino emocionado en medio de su candidez.

Lino había comprado dos kilos de carne para hacer bistec por solo trece bolívares en la tienda El último Tiro de Hugo Chacín.  Él y Raimundo habían acordado preparar la cena como antesala a la novela que trasmitiría RCTV el miércoles 5 de noviembre, a las siete de la noche.

Llegó la hora del estreno y Lino no parpadeaba frente a la pantalla del televisor en blanco y negro de 13 pulgadas, receptor de señal abierta. Solo movía sus dedos para tantear y llevar a su boca grandes trozos de carne  y yuca que devoraba de manera maquinal ante el asombro de su amigo Raimundo.

Al día siguiente, Lino seguía atendiendo clientes que a falta de la tradicional silla giratoria, sentaba sobre un cajón o guacal usado también para almacenar guayaba. Lino estaba muy callado hasta que su mamá se acercó para preguntarle:

—¿Al fin viste la novela de Bolívar?

—Sí, mamá. Pero fue un embarque.

—¿Y eso? —preguntó la señora Altamira, arrugando el entrecejo como gesto de sorpresa.

—Resultó que el héroe de la novela no era Simón Bolívar sino un bandido. ¿Qué le parece? Mejor me quedo con el Show de Joselo y Radio Rochela, esos si son palos de programa  —dijo, haciendo una mueca de enojo.

—La novela apenas está empezando, Lino. Hay que esperar. En este país nadie ha estado por encima de Bolívar, solo diosito, el Altísimo.

Lino había visto el primer capítulo de la novela Boves el Urogallo, protagonizada por Gustavo Rodríguez e inspirada en la obra del escritor venezolano Francisco Herrera Luque. Lino quedó decepcionado porque en ese estreno no pudo conocer a Simón Bolívar. Para tranquilizarlo, Raimundo le recordó que la próxima semana un mago muy famoso hipnotizaría un cocodrilo en el programa Sábado Sensacional. “Compraremos carne para preparar otro bistec”, pero el radiotécnico no pudo doblegar la firmeza del barbero.

Lino no podía sacar de su mente la imagen de Mireya García. En cada cosa que veía notaba su presencia. “Ya no puedo contener este huracán que llevo dentro y no me deja dormir. Tengo que sacarlo y declararle mi sentimiento a Mireya, de lo contrario moriré. ¿Y… si ya he muerto? Bueno, resucitaré de amor, como dice una vieja canción”.

Sin buscarlo, tuvo un fugaz encuentro con Mireya en la tienda El Último Tiro. Compartieron un refresco con galletas y apenas intercambiaron unas palabras. En una, Lino le aseguraba que iría a pedir su mano ante el inefable granjero wayuu. La muchacha apenas sonrió con la osada propuesta.

—Hoy, cambiará mi vida —dijo Lino al ponerse un pantalón azul de casimir. Luego una camisa blanca con juntas plateadas en las mangas que había usado el viejo Jesús en su matrimonio en 1934. Sus zapatos tenían las huellas de haber soportado con ahínco muchas cepilladas. Sin embargo, volvió a embadurnarlos con el betún de calzado más promocionado por la radio y volvieron a lucir como nuevos. Se miró al espejo del escaparate y trató de ajustar su copete con unciones de aceite de coco, pero el mechón rebelde volvía a caer por encima de las cejas. “No se puede”, se dijo. Hizo una mueca infantil y recordó que solo le faltaba un salpique de colonia. Buscó un frasco de loción Marazul que usaba para refrescarles el cuello a sus clientes y se dio varios toques por la cara. Para no estropear el brillo de sus zapatos a través de un camino polvoriento, le pidió prestado a su hermano Emiro una bicicleta destartalada, sin guardafangos.

Después de sortear un camino lleno de huecos, baches y acoso de una jauría de perros callejeros,  llegó exhausto al lugar de la cita. Recostó la bicicleta sobre el tallo de un árbol a la entrada de la casa, y luego de examinar con interés el refilado que llevaba su ropa, trató de recordar una plegaria.

Lino comenzó a sudar de repente. Sacó un pañuelo blanco, doblado en forma triangular y se enjugó el rostro. Después de reconfortarse, se ajustó el cinturón, exhaló profundo e improvisó unos pasos para disimular su terror rumbo a la morada guajira.

Aún asaltado por el nerviosismo se presentó sin formalidad ante Francisco García, padre de su dulcinea. El wayuu de 60 años, gordo de complexión y de rostro sereno, lo recibió sin emitir palabras. Estaba sentado sobre un taburete con el espaldar hacia adelante; como hacen los policías en un interrogatorio.

Lino se sentó en otra similar después de beber tres taparas de agua y una jarra rebosante de chicha de maíz. La esposa de Francisco estaba absorta: era la primera vez que veía una persona delgada consumir tanta cantidad de agua y chicha de maíz sin fatigarse.  Lino en seguida reaccionó con una determinación que no se le conocía antes, y sin vacilar fue al grano, desconcertando al anfitrión.

—Me…me quiero casar…casar con Mireya. Por eso…eso he…he venido…

El padre de Mireya, luego de escuchar la escueta exposición del enamorado y después de refilar su bigote varias veces con una mano en señal de desconcierto, preguntó como si fuera a desglosar un inventario:

—¿Cuántas vacas parías tenéis? ¿Cuántos rebaños de chivos? ¿Cuántos corrales de gallinas? ¿Cuántas hectáreas de siembra?

Lino quedó paralizado y mordió sus labios para disimular su terror:

—Soy barbero… y trabajo todo el año.

La respuesta de Lino no causó alteración en el rostro sereno del wayuu, quien solo hizo un ademán de negación con su cabeza. Luego se levantó de la silla, dio la espalda y se fue al patio, sin regresar. Lo que pedía el padre de Mireya era el pago de una dote que el denodado Lino no podía otorgar. Era la condición  para desposar a una mujer en la sociedad wayuu.

Lino interpretó la actitud de Francisco García como un rechazo inapelable, y regresó a su casa cabizbajo, esperando que el destino volviera a colocarlo en la ruta del amor.

—Qué vaina, Demetrio. Vos sois más sortario que yo. Porque al menos sin salir de aquí, tenéis un mollejero de hembras. Qué le vamos a hacer —le dijo al perro que estaba echado a sus pies.

Mireya siguió llevando por un tiempo sus hermanitos a la barbería descampada, pero Lino la veía diferente. Él nunca llegó a casarse. Continuó dedicándose a su negocio y más adelante adquirió nuevos equipos para cumplir con las exigencias de su clientela. En 1979 compró accesorios que no podían faltar en una barbería: navajas de afeitar, diferentes modelos de tijeras y máquinas con variadas cuchillas, pero nunca pudo cambiar el guacal que hacía las veces de silla giratoria en el patio de su casa.

Para 1980 Lino  tenía 23 años. Su amigo Raimundo le dijo que se acercara al colegio Blanca Rosa Urquiaga, que se encuentra a un kilómetro de allí, pues había llegado la información de que se promocionaría un método de alfabetización conocido como ACUDE. El barbero, animado por aquella anhelada información, hizo las gestiones y al poco tiempo adquirió el maletín de Sonoestudio, que contenía las lecciones grabadas en discos para que el estudiante interactuara solo y asimilara ese novedoso sistema de enseñanza impulsado por el primer gobierno de Carlos Andrés Pérez.

Lino quedó maravillado con el equipo de sonido que no solo le facilitaba los recursos para aprender a leer y escribir sino que los fines de semana, tras  concluir su apretada sesión de barbería, lo utilizaba para escuchar las canciones de los Ángeles Negros y Los Terrícolasque estaban de moda en esa época.

Al cabo de año y medio Lino ya podía leer aquellos ejemplares de la revista Tricolor, que una vez le obsequiaron sus sobrinos y mantenía guardados en un cajón. Raimundo también le regaló la novela Sobre la misma tierra, de Rómulo Gallegos, obra que leyó a lo largo de tres meses. Al concluir la última página, le comentó a Raimundo, con la satisfacción que siente un lector cuando termina un gran libro: “Esa Remota Montiel sí que era valiente.  Se trajo en una piragua a todos sus paisanos que estaban esclavizados en las fincas del Sur del Lago y habían sido vendidos por su padre, que a decir verdad, era un remardito”.

A comienzos de 2015 Lino empezó a notar con preocupación la ausencia de sus asiduos clientes. Al principio lo interpretó como normal, pero al llegar a junio la ausencia fue alarmante. Eso lo obligó a enviarles mensajes de textos a través de un potecito que tenía cámara y había comprado a un evangélico de manera reciente. A pesar de sus intentos no recibía respuestas. Fue entonces cuando decidió visitar a su hermano Cheo, quien vivía en el callejón “El cazador”,  medio kilómetro de allí, donde residen más de trescientas familias, wayuu en su mayoría.

 En su inquietante recorrido encontró una desolación comparada con un Jueves Santo. “¿A dónde habrá ido a parar esa gente?”, pensó.

Así llegó a casa de su hermano, quien se encontraba en el portón como si lo estuviera esperando. Aún sin bajarse de su bicicleta preguntó:

—¿Qué paso con la gente de aquí, Cheo?           

—Nada. Están todos bachaqueando en Maracaibo. El que trabaje ahora, se muere de hambre porque no podrá salir a comprar comida. Yo salí varias veces y tengo bastimento para dos semanas —dijo Cheo,  engreído.

Después de conocer la razón por la que se ausentaban sus clientes, Lino Aguirre regresó a su casa desconcertado. “¡Conque bachaqueando!”, pensó.

El sábado 18 de septiembre de 2015, a las nueve de la mañana, llegaron a casa de Lino tres hombres exigiendo servicio de barbería: tocaron la puerta con los nudillos y, como nadie acudió al llamado, optaron por lanzar piedras al techo, que era de zinc, siendo respondido a continuación por un estridente cacareo de gallinas. Al cabo de unos segundos, asomó desde atrás el fiel Demetrio, soñoliento y ladrando sin ganas. Raimundo Polanco, quien se encontraba en el borde contrario de la carretera, les gritó para advertirles:

—¡El barbero salió muy temprano! ¡A esta hora debe de estar en Maracaibo, bachaqueando! Los hombres dieron la vuelta y se retiraron vociferando lamentaciones. Mientras tanto, en el patio de enfrente, refrescado por las sombras de otro generoso mamón, Demetrio giró sobre su propio espinazo y se echó al suelo para  reanudar el sueño interrumpido.

@marcelo.moran