Marcelo Morán: El mago de mi infancia

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Lo vi por primera vez  a mediados de los  sesenta cuando yo iba a Maracaibo de manos de mi madre después de madrugar desde Las Parcelas en un colmado bus de Campo Mara. En ese tiempo era casi un ritual ir de compras los sábados al Malecón. Caminábamos entre el rebullicio de la gente por el mercado a cielo abierto, a orillas del lago, donde sobrevivían algunas piraguas y quedaban todavía rastros de aquella pintura que nos cantaba Rafael Rincón González en Los pregones zulianos.

En aquella inolvidable caminata de mi infancia por otro sector de este colorido paisaje llegamos al casco urbano. A la calle Comercio, donde aún resaltan sobre el pavimento los rieles del fragoroso tranvía que circuló por la ciudad a comienzos del siglo XX y representan hoy, para el que no haya conocido la historia, en simples ornatos  del piso.

Por esa bulliciosa calle que desemboca en la Plaza Baralt, se extiende una cadena de edificios comerciales en cuyos pórticos se posaba un largo cinturón de buhoneros.  En ese pintoresco trayecto recuerdo a un grupo de personas —sobre todo mujeres wayuu— que se congregaba con interés en torno de un desconocido. Alguien comentó entre las murmuraciones que se trataba de un mago. En seguida me solté del brazo de mi madre para buscar en la barrera humana un resquicio por donde ver al prodigioso hombre, que tal vez, pudiera sacar conejos de un sombrero o partir una persona por la mitad. Después de un desesperado esfuerzo, conseguí ubicarme frente al personaje que suscitaba aquel inusual alboroto. Lo miré con extraña fascinación y al cabo de unos segundos me di cuenta de que no era un mago. Era más que eso.

Estaba sentado y tenía más de 30 años. Usaba anteojos oscuros y escribía en una maquina portátil el dictado que le daba en wayuunaiki una sosegada mujer.

 El hombre transcribía con tanta seguridad, que no advertía la orientación de sus manos. Era como si una fuerza sobrenatural guiara sus dedos sobre la maraña de teclas que hacía resonar en consonancia con la voz que le dictaba. Su cabeza permanecía rígida, como si solo me estuviera mirando. Su oído y su memoria eran un prodigio. No olvidaba ni una palabra de la retahíla expresada por la mujer para esa carta que él transcribía  —y al mismo tiempo traducía al castellano— y debía ser enviada en piragua a Santa Bárbara del Zulia adonde debía ser recogida por el destinatario. 

En esa época muchos wayuu trabajaban en las haciendas del Sur del Lago de Maracaibo y usaban  todavía  este medio de transporte fluvial para comunicarse con sus familiares.

El copista cobraba un real por cada transcripción. “Ese tipo no puede ser ciego. No peló  ni una tecla”, dijo alguien en la concentración. 

 Así lo vi aquel día de mi infancia  y así quedó para siempre en mi memoria.

Veinte años después lo volví a ver. Casi nada había cambiado en su fisonomía, salvo algunas canas que empezaban a brotar de su pelo cortado al  ras. Ese día me lo presentó el periodista Bernardo Fernández, quien conducía en Radio Selecta el programa Putchipú: Nuestra cultura y arte indígena que se trasmitía los sábados  en horario de 10 a 12 del mediodía. En ese momento supe por primera vez su nombre. Se llamaba Miguel Ángel Jusayú: escritor y gramático nativo de la Alta Guajira. En ese casual encuentro recordé la anécdota de mi niñez, de asociarlo con un mago. Él esbozó una sonrisa como si  aquella vez me hubiera visto con la visión de su alma:

—Tú también eres un mago —respondió.

Para el tiempo en que lo vi por primera vez en la calle Comercio ya conocía el sistema Braille; el método de lectura y escritura inventado por el francés Lois Braille a mediados del siglo XIX para personas invidentes. Lo había asimilado a finales de los cincuenta en la Asociación Zuliana de Ciegos donde terminó como instructor.

Jusayú había perdido la visión en su adolescencia producto de una conjuntivitis que no pudo tratarse a tiempo. Por los años cuarenta la Guajira aún no contaba con centros asistenciales y la figura de un médico era desconocida. El único consuelo que le quedó  luego de ser marcado por aquella terrible enfermedad, fue haber distinguido el arcoíris después de  una lluvia excepcional, el majestuoso arco de la Vía Láctea en las noches despejadas y cargadas de leyendas, la estela de polvo que dejaban los carneros tras su pastoreo por caminos infinitos, la forma espectral que adquiría la sabana con el paso de la luna llena, y la dramática estampa de sus coterráneos para resistir en una tierra desolada los embates del hambre y la miseria.

Miguel Ángel perdió la vista, pero la noción del mundo que palpó en su infancia sobrevivió para siempre en su memoria. También escuchó de los ancianos y practicantes de los sueños relatos fabulosos que aguzaron su imaginación y propiciaron  el campo para sus futuras creaciones literarias.

Para 1984, cuando lo conocí, ya había escrito toda la gramática del idioma wayuunaiki con la asesoría de lingüistas de la Universidad Andrés Bello de Caracas. También había publicado una serie de cuentos siendo el más conocido: No era vaca ni era caballo, que recoge su experiencia cuando vio por primera vez un automotor que hollaba con estrepito el reseco suelo guajirero. Esta obra además de merecerle reconocimientos en países como Suecia, Dinamarca y Noruega, fue traducida a otros siete idiomas.

Aquel reencuentro con el mago de mi infancia me obligó a incluirlo en una gaita que rondaba en mi cabeza desde hacía tiempo para homenajear a los cultores de mi tierra. Pensaba que La Guajira no era tema de interés  para los compositores alíjunas (extraños), aunque en el pasado hubo excepciones como Linda Guajirita del pintor Rafael Rincón González, la monumental Paraguaipoa de don Saúl Sulbarán y Tachekuinpiá del poeta Lenín Pugar.

A  partir de allí  nadie le había dedicado otra gaita. Fue entonces cuando se grabó mi primera composición en 1987. Personajes guajiros, gracias al apoyo de mi hermano Nemesio Montiel Fernández, quien hizo las gestiones para que la montara el grupo Birimbao que dirigía Jerry Sánchez e interpretara un joven llamado Alfredo Ferrer.

Aunque no era el tema promocional, los mismos paisanos en solidaridad con esos valores que merecían ser resaltados en una canción lo solicitaban a las emisoras, siendo la locutora Betty Alvarado una de las que más apoyó la iniciativa. 

Tan pronto como escuchó el tema me invitó a su programa para que le hablara acerca de esos personajes —que según ella— yo exaltaba con desbordado orgullo.

El espacio era trasmitido todos los días en Radio Selecta en horario matutino.

Una vez que me encontraba en la emisora, Betty, quien poseía una voz adorable y un estilo enciclopédico para conducir el  programa hizo la presentación con unas palabras que me hizo titubear. Era apenas la segunda vez que me ponía frente a un micrófono. La presentadora dijo que era un caso inusual en Maracaibo, que un wayuu tomara la determinación de homenajear en una gaita a los personajes más representativos de su tierra. Y así los fue nombrando: El Chino Julio, fundador del barrio Ziruma, a quien conoció en la Plaza Baralt como vendedor de cordones de zapatos. Luis Montiel, célebre en el mundo por sus coloridos tapices, pero no tenía la menor idea de quién era Miguel Ángel Jusayú. Entonces, me tocó en la marcha improvisar el currículum de mi paisano, quedando la gaitera fascinada con lo que pude aportar al punto de que pidió llevarlo para dedicarle un especial  esa misma semana.

Esa petición se volvió un reto para mí, considerando que apenas conocía a Miguel Ángel y habíamos conversado de manera fugaz en dos ocasiones junto con Bernardo Fernández en la misma emisora. De modo que el periodista, también identificado con la promoción de la gaita, y conociendo mi apremio, facilitó la dirección del gramático y así pude llevarle la convocatoria al día siguiente.

Era una calurosa mañana de noviembre cuando atiné con su residencia emplazada en el barrio San José, en el extremo oeste de Maracaibo. Fue una sorpresa para Miguel Ángel mi llegada. Como buen wayuu me dio la bienvenida. Me hizo pasar al interior de su vivienda a través de unos cortos escalones y luego me ofreció un asiento. Después con pasos seguros se dirigió a la nevera y me trajo un vaso con agua. Se sentó a mi lado como si observara cada palmo de su residencia. Me mostró con ayuda de una de sus hijas —que para ese tiempo era una adolescente—  parte de su publicación como lingüista y narrador. Entre los libros estaban las ediciones en español, sueco y danés que publicó la editorial Ékare de su cuento más conocido Ni era vaca ni era caballo con cubiertas duras e ilustradas, que él describía con un sentido pedagógico. En ese ambiente de fraternidad le expliqué el motivo de mi visita y quedó complacido, pues Betty Alvarado había fijado una fecha para ese anhelado encuentro. “Anoten ese nombre”, ordenó a una de las muchachas.

La trasmisión se llevó en víspera del día de la Chinita. Miguel Ángel había llegado temprano a la cita acompañado por otra de sus hijas. La locutora se sorprendió al conocerlo; ella no entendía cómo un hombre de apariencia sencilla, invidente y capaz de escribir libros con reconocimientos en Europa, era ignorado en Maracaibo donde residía desde hacía décadas.

 Miguel Ángel interactuó con la locutora teniendo como fondo musical Personajes guajiros. En ese lapso respondió preguntas, contó parte de su infancia en La Guajira, su experiencia como gramático y narrador ante una audiencia que hacía reventar  los  teléfonos de Radio Selecta para saludarlo.

La presentadora estaba feliz por la elevada participación del público al punto de colocar tres veces la gaita en honor  de su entrevistado. En los sesenta minutos que duró el programa quería  explorar  todo acerca de este Grande de mi tierra, y así con el mismo interés llegó a la última pregunta: “Profesor Jusayú, ¿cuál es su impresión sobre el tema que le ha dedicado su paisano?”. Él reaccionó sin vacilar, como están acostumbrado a responder los auténticos poetas: “Esta gaita la llevaré en mi corazón como se guarda un recuerdo en una fotografía”.

Era un poco más del mediodía cuando abandonamos la emisora rumbo al centro de Maracaibo. Le di las gracias por asistir al programa de Betty Alvarado y por la solidaridad que mostró conmigo en ese afán  que me movía en el mundo de la gaita zuliana: gesto que nunca olvidaré. Después de un apretón de manos, nos despedimos. Fue la última vez que lo vi.

Al siguiente año me vine para Ciudad Ojeda pero siempre estuve pendiente en la prensa de sus logros, que fueron fecundos y luminosos. En 1991 fue  contratado por la Universidad del Zulia para impartir en la Escuela de Letras la cátedra Lenguas Indígenas. Once años más tarde la misma institución le otorga el reconocimiento Doctor Honoris Causa por su denodado esfuerzo en favor de su cultura ancestral.  En 2006 recibe el Premio Nacional de Literatura, siendo el primer indígena venezolano en conseguirlo.
La cineasta zuliana  Patricia Ortega produjo el documental El niño Shuá, basado en la vida de este Miguel Ángel, que fue capaz de cincelar con la luz de su ceguera y para el mármol de la historia las más hermosas letras del imaginario wayuu.

@marcelomoran