Marcelo Morán: El televisor

572

La televisión fue inventada por John Logie Baird, un solitario físico de origen británico que hizo la primera demostración pública en 1926, pero no fue hasta 1950 cuando experimenta un repunte a escala mundial  de la que es parte Venezuela, y no fue hasta 1966 cuando llega a Las Parcelas de Mara, mi pueblo.

La electricidad

Antes de 1966 mi único pasatiempo era esperar las noches para acostarme sobre un tronco de dividive que había derribado mi madre siete años atrás para dar paso a la construcción de nuestra casa. Desde allí observaba el maravilloso espectáculo de las estrellas mientras los adultos se enfrascaban en conversaciones aburridas de tres y cuatro horas.

En una de esas expectativas apareció un cometa. Parecía un fantasma envuelto en una sábana blanca paseándose por el cielo, su presencia despertó un reguero de comentarios y las más extrañas interpretaciones. Una de ellas, provenía de mi abuela materna María Graciela Polanco —como toda buena wayuu— tenía una particular manera de descifrar las señales del cosmo. “El que mire esa cosa puede quedar ciego”, me había dicho para asustarme.

A pesar de ello no creí mucho en sus presagios. Esperé que todos se rindieran de sueño para verle el rostro al visitante sideral. Lo vi tantas veces en las madrugadas hasta que desapareció del cielo de Las Parcelas para lucirle quizás su cola incandescente a otros suburbios del espacio.

Siempre me acostaba sobre aquel  tronco hasta que el sueño obligaba a refugiarme en un chinchorro por instrucciones de mi madre.  Pero no todas las veces pude disfrutar del hermoso racimo de luceros al que regalé cariñosos nombres como “Mis metras” o “Mis cocuyos”, desaparecía del cielo en algunas épocas del año por la traslación de la Tierra y me quedaba sin recreo nocturno hasta que aparecía la bendita y  perezosa Luna para compensarlo. Nunca era igual.

En ese tiempo nos alumbramos con lamparas de kerosén, que todos llamaban “Chompín”. Eran azules y tenían un vidrio tubular (ajustable) que resguardaban las llamas del acoso del viento. Los chompines proyectaban una luz pobre y amarilla, pero con todo eso gozaban de la preferencia de la mayoría. Pues había otras conocidas como “Coleman”, que se abastecían de gasolina, tenían las bases plateadas y proyectaban una luz blanca e intensa. A pesar de esas propiedades, eran muy temidas por su volatividad al punto de conocerse varios casos que terminaron en devastadores incendios en otras comunidades.

Ese mismo año empecé a cursar el tercer grado de primaria y a lo largo de un kilometro que tenía que recorrer para llegar al colegio, escuchaba el pregonar unísono de la gente:

—!Viene la electricidad, viene la luz!

Se decia tantas cosas de este prodigio que encendía bombillas desde los tiempos de Edison y en poco tiempo no no solo iba a cambiar el aspecto nocturno de mi casa sino la conducta de un colectivo. Con la luz, y ese conjunto de innovaciones que la acompañaba se esfumarían los últimos vestigios de aquella Venezuela gomecista que aún sobrevivían como fantasmas en ese pueblito campesino del municipio Mara donde todo llegaba con retraso.

La gente continuaba vistiendo a la usanza de ese tiempo. Los hombres lucían pantalones caqui, almidonados, y camisas de color blanco como si fuera un uniforme. Usaban sombreros borsalinos o de cogollo, y las gorras de peloteros, casi no se veían. Calzaban cotizas y solo usaban zapatos cuando tenían que salir a Maracaibo o para  asistir a un acto solemne. Las mujeres usaban vestidos largos cuyas faldas rozaban los tobillos. Lo único que conectaba Las Parcelas con el siglo XX eran los vehículos y los radios transistores operados por baterías que no faltaban en cada hogar y constituía el principal pasatiempo.

El televisor

En mi familia hubo una decepción tan grande como la expectativa que nos habíamos creado con la llegada de la luz. Se había corrido el rumor de que el tendido eléctrico no pasaría por frente de nuestra casa porque había que derribar varios curarires, sobre todo, uno, colosal, aposentado como un gigante al otro lado de la carretera e  impedía la ejecución del añorado proyecto.

Fue entonces cuando mi padre y un vecino llamado Jesús Vilchez se pusieron de acuerdo y le cayeron en cayapa junto con otros voluntarios para poder cortar el descomunal árbol de treinta metros de altura.

Al poco tiempo se instalaron los postes plateados y en seguida: ¡Hágase la luz!

No volví a acostarme sobre el viejo tronco como lo hacía siempre. Las luces artificiales que alumbraban mi casa y aclaraban el patio, impedían ver las estrellas con aquella nitidez  con las que me acostumbré a mirarlas desde que tuve noción del mundo.

Mis compañeros de clase, junto con las maestras, conversaban con la pasión que podía trasmitir la ocurrencia de un milagro. Decían que, en casa de la señora Rosa Peña, y más tarde en la de Eva Bracho, se veían películas y muñequitos a través de un moderno aparato llamado televisor. Casi todos mis compañero hacían colas para ver por lapsos la nueva maravilla que tenía patas arriba al vecindario.

 Yo solo los observaba desde la carretera, pues mi madre me habia aleccionado a no meterme en casas ajenas sin su consentimiento.Y así, contuve mis ganas.

Durante ese mes recibimos la visita de una tía de mi madre llamada María Francisca Polanco, quien tres años antes había comprado una propiedad en el lindero oriental de nuestro terreno. Mamá Francisca vino acompañada de su nieta Anita para invitarnos a ver la televisión. Ella gozaba de este prodigio desde finales de los cincuenta, ya que ella vivía en el barrio Ziruma de Maracaibo desde 1941, cuando el general Isaías Medina Angarita (presidente de la República para ese entonces) lo fundara.

De mi casa nadie atendió la cortesía de Mámá Francisca. Ella tenía dos enormes pastores alemanes, uno amarillo llamado  Nevado y otro negro y muy feroz llamado Sucu sucu, que  había mordido a mi hermana Aura en una pierna.

Una mañana, mi padre se apareció en una camioneta blanca que  conducía un turco de 50 años; muy conocido en la comunidad —por su inmisericordia a la hora de cobrar— y como caso extraño en un sirio, tenía el cristiano nombre de Rafael.    

La entrada aparatosa del vehículo causó un polvorin tan grande que hizo espantar las gallinas en el patio y obligó a los perros a buscar refugio debajo de un fogón. Era la manera cómo el turco Rafael acostumbraba visitar  sus clientes  para ganar tiempo, pues  hasta eso escatimaba.  Detrás de ese inusual alboroto mi padre asomó su cabeza y manoteó con gritos por la ventana de la camioneta para que  en seguida nos apartáramos del trayecto.

Tan pronto paró el vehículo, saltó a la plataforma a descargar con Rafael una enorme caja que contenía el añorado televisor, marca Singer y de 19 pulgadas. A continuación comenzaron a armar la antena: objeto que me hizo recordar el esqueleto de un formidable bocachico. Ambos hicieron un ejercicio de fuerza para fijar la antena de diez metros de altura a unas de las paredes de nuestra casa, como precaución, ante una posible arremetida del viento. Mientras el turco Rafael daba las instrucciones por mímicas desde el techo, después de instalar la antena, él no hablaba bien el castellano, mi padre encendía el artefacto que… en instantes, haría aparecer la imagen zigzagueante de Popeye el marino con su ronca voz en ingles y a través del canal 8 CVTV, que gozaba de  gran audiencia.

Dos años de novela

Era tanta mi afición a la TV que llegué a olvidarme de mis estrellas. Deseaba que cayera un aguacero de un año para no ir al colegio o ansiaba que a la maestra se le torciera un tobillo y la suspendieran de por vida. Pero nada de eso ocurría, al contrario, mi buena maestra Luisa se mudó desde San Francisco, Maracaibo, donde vivía, para darnos las mejores atenciones, de modo que siempre me las ingeniaba para no perderme la programación de los canales CVTV, RCTV y Venevisión, que trasmitían por esa época en señal abierta:Popeye el marino, Super Raton, El gato Felix, El zorro, El llanero solitario, Jim de la selva, Meteoro, Jhonny Quest, Cool McCool y otros tantos muñequitos que se encuentran desperdigados en los laberintos de mi memoria.

Los adultos y mis hermanas veían en las tardes una novela que se trasmitió durante dos años: El derecho de nacer, protagonizada por Raul Amundaray y Conchita Obach. Cuando terminó el último capítulo de esta obra escrita en 1941 por el cubano Felix Caignet , hubo en Las Parcelas y en el resto de Venezuela una conmoción comparada con la muerte de un prócer de la patria. Durante meses no se hablaba nada distinto a las aventuras del Dr. Albertico Limonta.

También había un apego semejante con la lucha libre: Catch as can can que trasmitía el canal 8 CVTV los sábados en horario nocturno.

Después de pasar la barrera de los 60 años todavía no me resisto a ver una comiquita como tampoco he podido abandonar mi pasión por las estrellas. Cuando las veo titilar  desde mi casa, en el municipio Lagunillas, me transporto en  seguida al viejo tronco de dividive  que  me servía de butaca para  conectarme de nuevo con el maravilloso mundo estelar: único pasatiempo de aquellos lejanos días de mi infancia. 

@marcelomoran