Américo Martín: En busca de la coherencia perdida

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Mi cordial amigo Enrique Aristeguieta se pregunta por qué y hasta cuándo estaré cometiendo el error de llamar “adversario” al franco enemigo. Enrique me habla a título de amigo, razón por la cual no sugiere que mi supuesto error esconda alguna oculta perversión política. Se dirige a mí como amigo y como amigo le respondo.

El propio oficialismo, crea o no en la solución pacífico-electoral y, hasta hoy —en medio de contradicciones— no ha mostrado simpatía por esa fórmula, no deja de acusar a la oposición legítima de ser la causante del infinito retardo de las partes interesadas.

Volver a la coherencia perdida no le hace mal a los que la asuman. En cambio perjudica profundamente a los renuentes, porque a falta de fantasías guerreras podrían obtener mucho uniéndose al mundo en exigencia pacifico-electoral.

Verdad es, a quienes nadie puede jurar, que Maduro o mi propio amigo Enrique hayan dado claros indicios de abandono de su reiterada renuencia electoral.

Mientras más sólida, tenaz y universal sea la presión por el sufragio, Venezuela puede encontrar una salida a la tragedia que la oprime.

Nuestro país es hoy la nación más pobre de América del Sur, condición que por momentos empeora. Estallan sobre su superficie problemas inéditos y de consecuencias desastrosas que tienden a cambiar el perfil de la policrisis. Sin embargo, no mueven la sensibilidad del poder ni la feble argumentación de quienes juran por este puñado de cruces que ante el temor a una muy probable derrota, el oficialismo cerrará con piedra y lodo la ruta del voto libre.

El punto es que estas cerradas posiciones no admiten sino dos eventualidades: la primera, que se equivoquen porque la megacrisis no soporte más condimentos explosivos, se multipliquen las fracturas que menudean en el bloque oficialista, conforme al criterio de su jefe. La segunda, irse a una lucha caótica de resultados impensables.

Observo que para hablar de veras de salidas prácticas hay que recuperar la extraviada coherencia. Si en 1957 Venezuela amaba la unidad cívico-militar —de allí que alentara la unidad nacional, incluso con algunos “adversarios civiles y militares de la dictadura”—, sostener esa tesis y tomar la iniciativa de tales acercamientos por fuerza tenía que incidir en su estilo y su lenguaje. Es cosa de sentido común.

En 1957, estando yo aún en libertad, se me acercó un amigo adeco de atrabiliaria militancia, Enrique Chacón Mogollón, quien ya no está con nosotros. Sabía de mi militancia juvenil universitaria y sin pensarlo dos veces me soltó con urgencia:

—Hay una conspiración militar probablemente conducida por el comandante de la Fuerza Aérea. Han leído los documentos opositores y comparten la idea de una solución sin retaliaciones ni venganzas, con miras a las elecciones libres.

—¿Han leído los planteamientos de la oposición?

—Por eso vengo a hablarte. Confían en ustedes, los jóvenes, más que en los viejos líderes.

Le respondí que estaba listo para ese encuentro. Decidí correr el riesgo porque parecía confirmar la tesis de la Junta Patriótica y la importancia del lenguaje y el estilo. Por eso, amigo Enrique, mi asentimiento fue acompañado con un lenguaje amistoso, capaz de reforzar el inesperado contacto:

—Diles que ratifico los documentos que han leído y paso a considerarlos compañeros de causa.

No sé cuántos seguirían reprochándome por no calificarlos como enemigos del pueblo, traidores o asesinos. Solo sé que un desplante de esa índole hubiera roto la posibilidad que tenía a la vista.

Más que nunca me aferré a los inteligentes mensajes de la Resistencia y por sobre todo a la coherencia que más tarde muchos perdieron, pagando un precio alto y demasiado largo. Y, por cierto, el 1 de enero de 1958 estalló un alzamiento de la Aviación, tal como me lo había anticipado Chacón Mogollón.

¡Coherencia, coherencia, cuántos crímenes se cometen cuando te pierdes o extravías!

Américo Martín