Edinson Martínez: El pezón de América

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A veces, cuando tengo algo pendiente por escribir, suelo tener en mi cuarto sobre una mesita de noche a mi derecha, una pequeña libreta con un lápiz o bolígrafo a mano, siempre a tiro, como haría, supongo, un celador nocturno con su arma de reglamento. Esta costumbre tiene el propósito de atrapar en el acto, casi en medio del sueño que se altera de repente, alguna idea llegando azarosa desde las hondas escarpaduras del inconsciente para dar luz al manuscrito en ciernes.

Así, aún dormido y bajo los efectos sedantes de un sueño que intentaba dominarme, fui a tientas extendiendo mi mano en la penumbra de la madrugada hasta el borde de la mesita, ahí, bien sabía que estaba el arma cargada esperando por su uso. Me fui despertando apremiado por mi voz interior: «voy a escribir esto para que no se me olvide, voy a escribir esto para que no se me olvide, voy a escribir esto para que no se me olvide…». Eso repetía, sabiendo que corría el riesgo de levantarme y en seguida, como en otros momentos, toda la idea contenida en ese instante fugaz se borraría o confundiría con otras.

Me hablaba a mí mismo desde una intimidad que no responde a la voluntad consciente, sino a las profundidades indescifrables del mundo de los sueños que tiene cada persona. Mientras reiteraba esa determinación, todavía dormido, le hablaba a un grupo de muchachos que se encontraban a orillas del lago de Maracaibo, me contemplaba desde la somnolencia como un espectador de mi propia película. Eran varios adolescentes que jugaban a no sé qué cosa teniendo como paisaje la costa lacustre; una porción de playa de arena negruzca, de aspecto baboso y embarrialado sobre la que caían las olas apaciguadas del estuario. A una distancia discreta, una línea de mangles enmarañados se divisaba como vigías misteriosos, tenían un aspecto tan lóbrego que parecían sembrados como escenografía para uno de esos filmes en los que acecha un animal dispuesto a acabar con todo ser viviente. «Aquí en estas aguas descarga la mierda mía tanto como la de ustedes». Le explicaba al grupo –como recordando mis tiempos de profesor– con tal solemnidad y de un modo tan pedagógico, que mis palabras, pese a su contenido escatológico, salían espontáneas y naturales causando asombro al otro yo que intentaba apuntar la idea contenida en la disertación.

A las dos de la mañana, religiosamente, se interrumpe el servicio eléctrico, se cumplen las horas reglamentarias en las que se dispone de electricidad y, entonces, a partir de este lapso, comienza el ciclo del tormento. Un silencio repentino se apropia de la ciudad, los únicos puntos de luz que se aprecian en la oquedad son los del firmamento; esa vastedad alucinante atestada de una infinita cantidad de puntitos luminosos titilando junto a la luna plenilunar en su puntual fase de la estación. Es también, con su cronología a veces perturbada, el comienzo impetuoso de las lluvias después de resistir los seis meses de sequía polvorienta.

Dando vueltas sobre la cama, con los ojos metidos en la espesa negrura de la hora, el calor comienza a abrazarme inclemente; el sudor corriéndome por el cuello y detrás de las orejas, se apropia de mi cuerpo mientras la sensación pegajosa de la humedad me impulsa a extender los brazos buscando el socorro del ambiente calmo. El canto de un gallo se escucha lejano, seguido del ladrido ronco de un perro que nunca se sabe de dónde sale, pero siempre puntualmente se anuncia. El rumor de unas voces como un cosquilleo sobre el viento, se percibe pausado en una atmósfera en que ahora da paso a los sonidos ordinariamente imperceptibles, esas palabras son como ráfagas viajando indefensas en el sopor nocturno. Se oyen a retazos, columpiándose entre un hombre y una mujer desde uno de los pisos contiguos. Se sienten en tono de lamento, quizás sería mejor decir, de inflexión enojada, de queja noctámbula que, tal vez a otras horas, pasarían desapercibidas.

La primera vez que fui a la playa, las aguas del lago eran de una gradación más o menos indefinida de entre los verdes, mutando entre aquellos matices tan sutilmente que parecían los tonos de una canica rodando presurosa. En la arena, como en un manto suave, pequeñitos cangrejos corrían desprevenidamente arrastrados por las olas que los arrojaban indefensos sobre los granos amarillentos de la orilla. Una y otra vez se reponían de la furia del agua, y como tercos, o desobedientes criaturas, regresaban con igual coraje buscando de nuevo el marullo que los expulsaba reiteradas veces a la costa.

En el paisaje diáfano de la costa, una gran cantidad de cocoteros se alzaba por el aire con su aspecto distinguido y elegante a lo largo de toda esa ribera estrujada por el sol. Se mecían festivos con sus estilizados tallos sembrados en la arena, mientras sus largas palmeras, como coronas caóticas, bailaban al compás frenético del viento. Nunca aprendí a nadar, cuando mis pies no alcanzaban a tocar estables el suelo lacustre, en seguida retrocedía buscando la seguridad que me daba tener mis extremidades sobre terreno sólido. Era también el instinto, el mismo de los cangrejos buscando su protección. Pocas veces –poquísimas–, me arriesgaba a más allá en la altura de las aguas; respetaba la profundidad del remanso acuoso porque conocía mis limitaciones; pivote inconsciente de una personalidad que elude el riesgo de buenas a primeras sin tener garantías tangibles para tomarlo. Sin embargo, siempre fueron ocasiones felices, de travesuras inocentes que le sacaban entretenimiento a cualquier instante. Nada recuerdo con mayor gusto de esos lejanos tiempos de la infancia, que aquellos días de playas junto a mis primos. Si algún reclamo tendrían que hacerle los zulianos del presente –estos quienes ahora han perdido la fortuna de disfrutar de aquellas maravillosas playas de mis días– a mi generación y sobre todo a varias antes que a la mía –especialmente a esas– es haber dejado convertir el lago de Maracaibo en ese descomunal pozo séptico que hoy representa.

Mirando las cosas en perspectiva, dudo que exista otra región de Venezuela en donde se haya cometido tanta injusticia; una tan desigual desproporción en el reparto de la extraordinaria riqueza petrolera, como en la Costa Oriental del lago de Maracaibo: el pezón de América, como en cierta ocasión refiriera Eduardo Galeano.  

Este conglomerado urbano e industrial del estado Zulia integra a siete municipios, posee una población cercana al millón de habitantes en una superficie de 8251 km², y es la cuna de la explotación petrolera con fines comerciales a gran escala en el país.

Al observar el tiempo transcurrido, es preciso registrar cómo esta porción de la región zuliana consiguió convertirse en una importante referencia industrial y de servicios a la industria petrolera, con una población, al mismo tiempo, de muy limitados accesos al progreso y desarrollo. Y, que, por otra parte, víctima de la cultura centralista en el país, logró destacar económicamente en un entorno que jamás alcanzó los niveles de prosperidad que en contraparte ha debido tener. 

Ciudades y poblaciones enteras crecieron y se consolidaron al amparo del efecto multiplicador de la principal actividad económica de la nación. Para lo cual hubo de apilarse voluntades locales sintiendo que, al modelo de desarrollo económico en ejecución, poco le importaba el destino de la región que producía lo que el sistema repartía a manos llenas conforme a sus intereses. Todo lo consolidado, absolutamente todo, fue el resultado de una conquista arrancada a dentelladas a todos los gobiernos de Venezuela, desde Juan Vicente Gómez hasta el último período del siglo pasado, luego del cual, el atraso, la desmovilización y la destrucción terminaron por imponerse aviesamente.

La Costa Oriental del lago de Maracaibo ha tenido un recorrido histórico muy interesante, digamos que, mientras la nación –sus elites y fuerzas dominantes–, configuraba las nuevas relaciones de poder en un modelo que dejaba atrás el esquema agroexportador, paralelamente, país adentro, de manera dramática, en las regiones de donde se extraía la riqueza que financiaba el nuevo modo de producción, las asimetrías en inversión pública con el resto del país eran francamente odiosas, generándose así una deuda social que fue haciendo de estas ciudades ingenios petroleros rodeados de miseria y atraso. 

Entre las décadas de los años cuarenta, cincuenta y sesenta del siglo pasado, se mudaron a esta parte del país gentes de todos los lugares de Venezuela, principalmente orientales y andinos que consolidaron con su permanencia las ciudades prepetroleras y las nuevas que, como Ciudad Ojeda, se fundaron en el contexto petrolero. Del resto del mundo, al calor de la febril actividad económica de la zona, vinieron italianos, españoles, portugueses y antillanos que sembraron para siempre en esta tierra su cultura, su manera de ser y costumbres.

La literatura venezolana de estos años estuvo fuertemente influida por la aparición del petróleo en estos linderos, de ese entorno histórico surgen, por ejemplo, la extraordinaria obra de Ramón Días Sánchez conocida como Mene (1936), y la novela de Rómulo Gallegos Sobre la misma tierra (1944).

Aquel Roseliano Figueras

Hardman la había invitado a conocer la zona petrolera.

–Para asentar sobre la tierra misma  –habíale dicho– una agradable conversación  que hemos dejado en el aire.

E intencionadamente, en seguida:

–Mientras yo le muestro a usted un país mío que está pasándose una bonita temporada en el país de usted.

–¿Una temporada solamente? –habíale objetado ella.

Y Hardman había concluido:

–Yo espero que sí. Pero será una temporada larga todavía y creo que tendremos tiempo suficiente para hacer un bonito paseo hasta Lagunillas, por lo menos.

Ya comenzaba a recorrer la zona –guiando Hardman su automóvil y ella junto a él– por la carretera petrolizada que iba bordeando el lago sembrado de torres de acero, donde antes apenas cabecearían de cuando en cuando los mástiles de alguna piragua anclada cerca de los cocales de la ribera. Y ya se abandonaba ella al influjo optimista de aquel poderoso esfuerzo industrial que estaba desarrollándose sobre una tierra cuyo porvenir próspero tenía que interesarle, cuando, antes de llegar a Cabimas Hardman detuvo el auto a la puerta de una casita humilde.

 –Yo quiero que usted conozca una de las víctimas del petróleo…”

                                                         Sobre la misma tierra. Rómulo Gallegos.  (1944).

Alejo Carpentier, por su parte, dejó registrado en su Diario (2013) un breve comentario sobre su visita a esta zona en mayo de 1954, ahí escribió:

“Recuerdos de camino: los chivos desollados, puestos a secar al sol, en aparejos de madera, como crucificados… Los caballos bañándose en el lago, cerca de Lagunillas. Este último pueblo, con el aspecto de boom-town, ya conocido en El Tigre. (Casas de dos pisos desafiando la estabilidad).”

Y hasta Gabriel García Márquez, en su obra Cuando era feliz e indocumentado (1973), dedicó unas líneas al fenómeno migratorio que se manifestaba entonces hacía las regiones petroleras de Venezuela.   

“A pesar de que cuando llegaban a Venezuela los inmigrantes se encontraban con que las condiciones de trabajo no eran las que se les había hecho ver en una campaña engañosa, ellos contribuyeron con su trabajo, en los últimos 10 años, al progreso del país. Han impulsado el comercio y la industria privada. Ciudad Ojeda, la más nueva y también una de las más modernas ciudades venezolanas, está constituida en su mayoría por familiares italianos, cuyos hijos son venezolanos…”

Así podríamos decir que la historia de esta región, conocida inicialmente como Zona Petrolera y posteriormente identificada, como Subregión Costa Oriental del lago de Maracaibo, durante el gobierno de Luis Herrera Campins, es una pieza clave en la conformación socioeconómica y cultural del país en el siglo pasado, por ello asombra, la desproporción en los niveles de progreso que fueron gestándose casi en cámara lenta en esta porción de la geografía nacional. Y resultaba inadmisible que, siendo un área donde podían encontrarse empresas nacionales y transnacionales de las más variadas especializaciones, con tecnología de punta como en ninguna otra parte de Venezuela, la infraestructura en servicios básicos y equipamiento urbano para ofrecer una calidad de vida digna a su población, fuese tan absolutamente precaria y de tan lerda ejecución.  Era, sin duda, el modelo nacional de distribución de la riqueza el que condenaba a estos 8251 km² de la geografía regional a semejante atraso. 

Ahora bien, sin embargo, debe apuntarse que, en el curso del último tercio del siglo pasado, hubo mejoras muy lentas, y a media término, pero, en efecto, las hubo, debido particularmente a la presión social y gremial que cobró fuerzas como nunca antes, sobre todo, la de sectores económicos demandando inversiones en infraestructura para poder apuntalar sus servicios.

A propósito de lo citado, precisamente en 1970, se desarrolló en Cabimas un acontecimiento que muy probablemente obligó a la ejecución de importantes obras de infraestructura en el futuro mediato. Se trató del Congreso Cultural Cabimas 70 que congregó a intelectuales y activistas de todo el país, incluso de fuera de Venezuela, como el caso de Eduardo Galeano, quien para 1971 publicó su célebre libro Las venas abiertas de América Latina, donde incluye referencias muy concretas sobre Cabimas y la Costa Oriental del lago de Maracaibo. 

“…Como consecuencia de la desocupación creciente, se agudizó la crisis de los campamentos petroleros del lago de Maracaibo. El lago es un bosque de torres. Dentro de las armazones de hierros cruzados, el implacable cabeceo de los balancines genera, desde hace medio siglo, toda la opulencia y la miseria de Venezuela.”

“…Salvador Garmendia, el novelista que reinventó el infierno prefabricado de toda esta cultura de conquista, la cultura del petróleo, me escribía en una carta, a mediados del 69: “¿Has visto un balancín, el aparato que extrae el petróleo crudo? Tiene la forma de un gran pájaro negro cuya cabeza puntiaguda sube y baja pesadamente, día y noche, sin detenerse un segundo: es el único buitre que no come mierda.”

“[…] Hace poco hice un recorrido por ahí y sentí una garra en el estómago. El olor a muerto y a chatarra es más fuerte que el del aceite. Los pueblos están semidesiertos, carcomidos, todos ulcerados por la ruina, las calles enlodadas, las tiendas en escombros…”.

Este movimiento produjo un impacto certero en los más altos niveles gubernamentales de la época.  En efecto, resultaban inadmisibles los indicadores de miseria de la principal región petrolera de la nación. Por lo que no sería aventurado señalar que, de sus resultas, se gestó el primer esfuerzo orgánico de un gobierno nacional destinado a transitar los caminos de una reparación que aún está pendiente.

Así fue como en 1971, la administración presidida por Rafael Caldera, presentó a consideración del Congreso Nacional el denominado Plan Cabimas, para que mediante una ley especial se acordara un programa de inversiones para el lapso comprendido entre 1971-1975. Su exposición de motivos, entre otros aspectos, indicó lo siguiente:

“Satisfacer necesidades perentorias de un conjunto de comunidades que nacidas bajo el estímulo de la explotación petrolera han venido creciendo en forma anárquica en su estructura física y en forma hipertrofiada en su estructura humana, haciéndose por ello más agudos y más críticos los problemas que naturalmente se presentan en la vida de los pueblos…”.

El Plan incluía obras principalmente de orden sanitario, equipamiento e infraestructura para servicios públicos. En razón de ello, el presidente Caldera visitó la Costa Oriental del Lago en dos ocasiones. Estuvo en marzo de 1972 y en septiembre del mismo año. Posteriormente, con cada periodo gubernamental, dentro de la oferta programática para la región zuliana, el ejecutivo nacional siempre tuvo presente un aparte o separata de propuestas que de modo especifico se presentaba para esta ribera lacustre. El proceso de descentralización política y administrativa iniciado en 1989 contribuyó mucho con este nuevo enfoque. Pero, desafortunadamente, desde 1998 en adelante, un marcado retroceso ha sido la conducta predominante.       

A medida que los pueblos y ciudades de la Costa Oriental del lago de Maracaibo fueron creciendo y consolidándose, dos aspectos han llegado a convertirse en un serio dolor de cabezas. El primero de ellos, el fenómeno conocido como subsidencia o hundimiento progresivo de las áreas geográficas donde se extrae petróleo. Debido a ello una porción importante de la superficie de los municipios Lagunillas, Simón Bolívar (Tía Juana) y Valmore Rodríguez (Bachaquero), se encuentra por debajo del nivel de las aguas del lago. Estas poblaciones están protegidas por un dique de contención de 48 km de longitud conocido como Muro de Lagunillas.  

El otro asunto es el atinente a la liquidación progresiva del lago de Maracaibo. Luego de más de 100 años de explotación petrolera, el lecho lacustre se ha convertido en un descomunal amasijo –muchos dicen que el fondo es como un plato de espaguetis– de tuberías e instalaciones, conformadas en lo sustancial por gasoductos, oleoductos, cables, y cualquier otra inimaginable cantidad de dispositivos necesarios para la extracción de crudo en una proporción estimada en más de 24000 kilómetros. No habría que forzar mucho la imaginación para tener una idea más o menos precisa sobre la magnitud de la contaminación por derrames de crudo, combustible, sustancias tóxicas y químicos usados en labores de perforación petrolera.

Por otra parte, todas las aguas servidas, que como ríos desbocados de inmundicia llegan de las ciudades ribereñas y de más allá, descargan impunes su contenido en el lago. El estado venezolano, por décadas y décadas, ha sido extremadamente negligente en esta materia. Ni siquiera ha sido capaz de cumplir con los imperativos de las leyes de saneamiento que él mismo promulgara años atrás. 

Para los meses finales de dos mil seis el entonces presidente Hugo Chávez, agendó en su programa de inauguraciones previas a la celebración de las elecciones presidenciales, la puesta en servicio de la planta de tratamiento de aguas servidas de la ciudad, fue la penúltima visita a Ciudad Ojeda, regresaría tres años después para anunciar las expropiaciones de 77 empresas locales, golpe de gracia con el que se despidió arruinando a esta tierra.

Bien entrada la mañana del día previsto, el equipo técnico a cargo de la obra realizó las primeras pruebas, aguardando, como suele ocurrir en este tipo de eventos, por el visto bueno del protocolo presidencial para aquel toque oportuno, noticioso, en que el primer mandatario con sólo oprimir un botón en medio de atronadores aplausos, encendiera el sistema que acabaría con esa vergüenza de recitar panegíricos sobre el lago al mismo tiempo que le lanzamos nuestros excrementos.

El comandante, es decir, el presidente, llegó a última hora. Atareado entre el gentío que le esperaba y su séquito habitual, apenas se atuvo al protocolo. Con su muy particular estilo, en medio de sonrisas, algarabías, gritos de seguidores y desesperados intentos por tocarle, el programa se desarrolló como atropelladamente sólo podía resultar.

Cuando se encendió el dispositivo de energía que alimentaba el sistema, un ruido atronador indicó la puesta en servicio de la flamante estructura que acabaría con la descarga de aguas turbulentas al lago. Risas y alegrías colmaron el importante logro, sentimientos de labor cumplida y satisfacción animaron a los responsables de semejante obra pública. ¡El presidente cumplió! Destacaría la nota periodística del siguiente día.

Inflamando sus pulmones en muestra plena de regocijo, escogió su amplia sonrisa para despedirse. Entonces, un remolino de seguidores, acosados por el sol y la larga espera, se desmelenaron intentando acercársele para susurrarle en segundos sus penas; para tocarlo aun cuando fuere por causa de algún empujón, y así forzar, como en un golpe de suerte, su vista empírea para hablarle en la intimidad que quizás sólo sería posible durante esa única oportunidad de sus vidas. Gritaban su nombre con las manos en alto, y entre ellas, un papel arrugado para entregárselo por virtud de la suerte que a cada quien le asistiera.

Posteriormente a un lapso no mayor al de un par de horas, en otro lugar, la sección de una de las vías de la ciudad, se hundiría inexplicablemente, un boquete grande, inmenso como un cráter, se abriría en el asfalto, y obligaría a los vehículos a tomar una calle alterna. En otra parte, en un perímetro cercano, también ocurriría lo mismo. La red de tuberías de aguas residuales recién culminada para integrar el sistema que se inauguraba, colapsa abrupta e imprevisiblemente. Su flujo se detiene y embrolla de tal modo que el novedoso ingenio de saneamiento ambiental, se desmorona súbitamente en decepcionante propósito. Nunca más el gobierno se ocupó del caso. Ese mismo día, el presidente se marchó de Ciudad Ojeda con las atribuladas correspondencias que sus asistentes pudieron recoger de entre el gentío, mientras la flamante apuesta de ingeniería ambiental inaugurada, se apagó casi al mismo tiempo en que el comandante tomaba vuelo con destino a la siguiente parada de su periplo proselitista.

En toda la Costa Oriental del lago de Maracaibo no hay una sola planta de tratamiento de aguas servidas que funcione.  

Con dificultad tomé el lápiz, hice tres o cuatro garabatos encima de la libretica, adivinando la superficie sobre la que anotaba esos jeroglíficos que ahora estaba seguro no olvidaría. La expresión que recordaba luchando contra el olvido, me ayudaría a situarme en la idea, en el propósito de la narrativa, y por ello mi interés apresurado en registrarla.

Despierto, ya no pude conciliar más el sueño sino hasta después de un buen rato, mientras tanto, socorrido por la tenue luz natural que entraba por la ventana de la habitación, me dirigí a ella para abrirla. Un olor a gasoil me pegó de súbito en la cara, se respiraba flotando sobre aquella parte de la ciudad que divisaba a media luz.  Cuando la electricidad se suspende, las plantas eléctricas se encienden automáticamente, de ellas se desprende, entonces, el humo del combustible que queman para mantenerse funcionando, esa era la causa del saturado olor en el ambiente.

Como el sonar de los murciélagos, me dejé llevar por el oído, y con relativa facilidad, logré determinar la ubicación de varias de ellas en el paisaje oscuro de la madrugada. Todo estaba como suspendido y el tiempo parecía que no iba a ninguna parte. Una lluvia imprevista hizo elevar un vapor lerdo de las calles calientes hasta la altura media de la ciudad, como imagino sería el efecto de una lluvia ácida de esas de las que tanto se habla en la literatura ecológica cuando cae sobre la tierra.

A ras del asfalto, seguramente a una distancia discreta de este, se fue alzando una bruma débil e informe, liberándose despacio desde el suelo de modo gaseoso y etéreo, para que la ciudad adquiriera el toque espectral de un pueblo abandonado al que sólo le faltarían los rollos de paja dando vueltas en las calles como en los viejos western de nuestra infancia.

Nota: El título del presente escrito lo tomé de una expresión de Eduardo Galeano refiriéndose a Cabimas durante una entrevista con la revista Una Città en 2005.

@emartz1