Alexis Andarcia: Por aquí estamos bien!

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A man walks past Venezuelan bolivar notes hung to resemble a tree, in Caracas, Venezuela March 6, 2019. REUTERS/Carlos Garcia Rawlins

El día anterior había planificado que ese viernes me iría caminando hasta MERCASA, un centro comercial, si se quiere pequeño, que está ubicado entre la urbanización Los Olivos y la avenida La Limpia. Hasta ahora, esa travesía la había llevado a cabo para ir de compras al mercado periférico, unos trescientos metros más allá.

La idea era no solamente rendir el dinero, sino, también, salir de la postración y el encierro de la casa, tomar sol y sudar. Así me lo plantee. Por lo demás, los autos están dañados y no hay una ruta que cubra ese trayecto. Hay una modalidad de transporte surgida por la crisis que consiste en una bicicleta transformada que tiene delante una especie de cajón, algunos son techados con un tipo de lona o cartón y poseen un asiento donde caben una o dos personas sentadas, la cual pude haber tomado; pero, no me agrada. Un tanto porque me hacen plenamente conscientedel grado de retroceso al cual ha llegado nuestra forma de vida en Venezuela y otra, porque no quiero verme así. Lo asocio con un tipo de transporte tradicional, usado desde hace muchos años -quizás siglos- en China y otros países asiáticos, al que llaman “Rickshaw” y que son ya un producto cultural identitario; pero, no deja de ser un resabio de sistemas de explotación de la fuerza de tracción a sangre, en este caso humana; un trabajo con sello medieval, trastocado grotescamente en atracción turística. No pasará mucho tiempo que, una vez se entere de la proliferación de esa modalidad de trabajo, Nicolás Maduro salga a celebrarlo: “tenemos nuestros propios” Rickswaw” “No tenemos nada que envidiar a los chinos”.

En fin. Me coloqué mis gomas deportivas, mi gorra del Real Madrid, mis lentes, mi morral de tela y mi tapabocas. Desde el sector la Faria donde yo vivo, hasta MERCASA habrá unos tres kilómetros. Pero, a esa hora, 11:00am parecen seis. El sol estaba con todas las características de agosto en Maracaibo. Decidí irme por la calle 65, pasando por la alcantarilla, para llegar hasta la pasarela que lleva a los terrenos del núcleo humanístico, para desde allí seguir hacia mi destino.

Cuando llegué a los edificios de la Faria que se encuentran pasando la alcantarilla tuve deseos de regresar. Ya la salinidad del sudor me molestaba en los ojos. Me sobrepuse. Un hombre, se paseaba hablando con su celular dentro de uno de los edificios: “Dame doscientos dólares y te lo lleváis…doscientos ahorita, cuando cuelgue pueden ser más…vos veis…”

Una cuadra más adelante, otro hombre, borracho o loco (puede que ambas) agarrado de un portón, se orinaba los pantalones en plena acera. Una señora le sacó el cuerpo y me miró con un gesto de “las cosas que uno tiene que ver”. Continuo mi camino y por momentos pienso en las ventajas y la comodidad de tener un carro. Al observar los automóviles que pasan por la carretera me interrogo si esa es la misma manera con la que yo miraba a la gente cuando andaba en mi camioneta. Estar desde la otra mirada y con otras necesidades es un tema que siempre me ha motivado. Verme desde otro plano, evaluado desde otros cerebros, no ya como el hombre que algunos conocen, real o virtualmente, sino al que ven por primera vez, como todas esas personas que me ven venir, hasta cruzarse conmigo; aquella señora que bota agua en la carretera o la que riega sus matas: ¿Qué pensaran al verme? Uno por lo general cree que es conocido por mucha gente; tenemos la tendencia a considerar que el pequeño o gran número de individuos que conforman nuestro circulo, es vasto. Que somos personas prominentemente públicas y capaces de generar un inmediato reconocimiento facial por parte de los demás; confirmar que no es así, deja un sabor a desamparo. Por otro lado, observar que cada uno anda en lo suyo y que la vida continúa a pesar de la crisis, Maduro, Biden y Afganistán (que no es lo mismo, pero es igual) es un poco desconsolador; más todavía, si eres de aquellos que militan en una idea, una postura frente a lo que sucede y te mantienes informado, ocupado y angustiado por ello.

Llego hasta la esquina de la farmacia Los Olivos (antes Los Pinos) y, como siempre, hay un notorio movimiento de personas. Esa situación la conozco así, por lo menos desde que estudiaba. Una larga fila de personas esperaba para entrar a comprar en ella. Recordé que, ese día se cumplían los tres meses de haber padecido el Covid y que debía vacunarme. Al dejar de mirar hacia la farmacia, entonces, por primera vez, vi la parada de quienes hacen el transporte del cual les hablaba: de los “Rickshaw zulianos”.Unos cuatro o cinco de ellos estacionados en una esquina, diagonal a la farmacia. Un pequeño grupo de personas esperaba para abordarlos. Pensé en tomar una foto, pero, al evaluar el escenario preferí no hacerlo. Sin embargo, me detuve un momento para percibir el ambiente. Un hombre de unos cincuenta y tantos años, decía: “los chavistas se montaron en el carro del futuro, pero pisaron el acelerador en retroceso y destruyeron el país. Lo que no se les puede negar es que, en retroceso, son unos verdugos manejando, pues, llevan veinte años y no han tenido un accidente que ¡por vida del coño! los jodiera a todos dentro del carro”.

Una señora, con dos bolsas, una en cada mano, con una evidente dificultad para desplazarse, se aparta de la cola:

– ¡Hola! ¡Hija! ¿Cómo estás? ¡Sí, estoy en la calle! ¡Por aquí estamos bien!

Al parecer la persona con quien hablaba estaba en otro país, pues de seguida dijo:

– ¡Bueno mija! ¡Cuídate mucho por esas tierras! ¡Ve que allá no tienes familia!

Luego, ¡hizo un silencio, al que siguió repitiendo “¡Por aquí estamos bien!”. Regresó renqueando a su puesto en la fila para tomar el “Rickshaw” que se perdió entre el laberinto de callejuelas que forman ese sector.

Al proseguir mi camino, paso por el frente de la escuela “Ángel Álvarez Domínguez”. Una mujer wayuu, con manta y pañoleta me lleva a elaborar un paralelo con los talibanes y su interpretación del Corán. Dos culturas milenarias. No obstante, a diferencia de aquella, la wayuu estableció un matriarcado, donde la mujer ocupa un espacio de poder muy fuerte en los distintos clanes. La manta no se estableció por dogma,sino por estatus y rango de quien la porta. La mujer comparte con el tío materno la autoridad. De nuevo doy rienda suelta a esa manía de racionalizar y me interrogo cómo llega una cultura a establecer la esclavitud del ser que te trae a la vida.“¡Nojoda! -me inquiero- hay mucho sol para estar pensando en esa verga”.

Al pasar por la pasarela no puedo dejar de irme hacia mis días de estudiante universitario. Mi mirada, sin embargo, se va hacia la bomba universitaria. Está cerrada. Paso frente al negocio “Ruedas Darío”, donde escasos dos carros hacen servicio o colocación de nuevos cauchos. Ambos, son autos pequeños. “Ya casi no se ven carros grandes” -pienso-. Más adelante está “El Ciclista”; dentro del local algunas bicicletas y repuestos.Antaño se hacía imposible pasar y no ser atraído por su aviso de color amarillo y letras negras, hoy desvencijado, con la pintura desconchada y vencida por el sol y el olvido.

Llegando a la bomba Los Olivos” de la calle 70, una muchacha de unos catorce años está sentada en la acera.Me recuerda a Arelys, una amiga que conocí ya a la edad de 20 o 22 años, pero imaginé que así debió haberse visto cuando tenía esa edad. Es evidente que no hay gasolina. Tengo la sensación de esa estación de servicio lleva tiempo cerrada. Cruzo la calle y, una vez frente a las casas de la urbanización Los Olivos, tomo un respiro a la sombra de un roble. Me seco el sudor. Descanso del tapabocas. Luego de unos tres minutos, sigo mi camino con MERCASA ya a la vista. Me percato de que todas las calles internas de la urbanización han sido cerradas con portones. Algunas casas están vacías (de personas por lo menos). En otras, el cuido de las matas, la tierra húmeda y los pisos limpios, dan a entender que están habitadas o cuidadas. De nuevo, me llama el detalle de que los automóviles dentro de las pocas casas habitadas son pequeños. Pienso si no debería vender mi camioneta y comprarme uno de ese formato…Tal vez una moto.

Al fin, estoy en MERCASA. El aire acondicionado es un alivio. Me siento ganador de un maratón de resistencia, un sobreviviente del desierto que consigue un oasis. El retorno será la misma distancia, lo sé; incluso, podría ser peor porque llevaré el peso de la compra; pero, nunca el viaje de regreso suele ser tan recordado como el de ida; en especial, si el viaje de ida se ha hecho con objeto de alcanzar una meta que implica sacrificio. Puede que, también, el relajamiento del retorno se deba a que hemos vaciado un poco la carga de ansiedad, y hasta la misma expectativa.

Fue entonces que recordé a los muchos familiares y amigos que están fuera. Comprendí las razones de la señora al decirle a su hija que llamaba desde quién sabe dónde ¡Por aquí estamos bien!

Alexis Andarcia