Ibsen Martínez: Del odio a Colombia

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Siempre será bueno recordar que la prédica contra Colombia fue, también durante todo nuestro siglo XX, el pan y la mantequilla de grandes medios de prensa venezolanos.

Hace más de 60 años llegó a Caracas un desastrado circo colombiano que alzó sus lonas parchadas en un baldío al lado de mi casa, en Prado de María.

Los cirqueros los pasaron pésimo porque aquel 1958 comenzó con el derrocamiento de una aborrecida dictadura militar que dejó por completo vacías las arcas públicas.

Los perezjimenistas se habían robado hasta los cortineros y entre los pobres de Venezuela cundía el hambre. A mí no me pueden contar nada los panegiritas de la dictadura de Pérez Jiménez porque mi barrio natal, Prado de Maria, linda estrechamente con las favelas de sintechos que comenzaban a escalar las laderas de los cerros caraqueños hasta llegar a ser marca de fábrica del petroestado populista.

El “auge de masas” – disculpen la parla marxista— que siguió al derrocamiento de Pérez Jiménez en enero de aquel año iba a desembocar en las elecciones generales que dieron la presidencia de la república a don Rómulo Betancourt. La agitación política de aquel año, el clima permanente de grandes movilizaciones callejeras contra las conspiraciones y asonadas militares que buscaban restaurar la dictadura, perduran entre lo más vivo de mis recuerdos de infancia.

A esa ciudad, agitada, hambrienta y calurosa que García Márquez pinta en sus crónicas caraqueñas de aquel tiempo, llegó el circo en diciembre del 57, pensando quizá en aprovechar la temporada navideña. Pero no les fue en Caracas tan bien como al autor de La hojarasca. Nadie fue a verlos.

Los cirqueros instalaron un sistema de altavoces por el que todo el día difundían porros, vallenatos, cumbias y paseos y voceaban sus grandes atracciones. Fue gracias a ellos que conocí a el Salsipuedes de Matilde Díaz y al inmortal Alex Tobar, autor del Pachito Eché.

Esa proximidad me hizo caer en cuenta de que gran parte del repertorio bailable que Venezuela atribuía a la Billo’s Caracas Boys, y luego a la afamada Los Melódicos, era ni más ni menos que música colombiana, sones y “paseos” de Pacho Galán, de Leandro Díaz o de Lucho Bermúdez.

Ciertamente, aquel no era un circo de tres pistas como el .T. Barnum & Bailey, sino uno más de los misérrimos circos de la legua latinoamericanos, circos de león esmirriado, carpa con remiendos y payaso viejo. Las entradas no han debido ser caras. ¿Por qué nadie se animaba a entrar?

La respuesta es la xenofobia venezolana, señores, xenofobia orientada desde siempre contra Colombia, algo de lo que a muchos políticos y analistas venezolanos de hoy rehúsan hablar. Me apresuro, en esta sazón, a condenar la calculada xenofobia electorera de la alcaldesa de Bogotá enfilada contra los desplazados venezolanos.

Sin embargo, siempre será bueno recordar que la prédica contra Colombia fue, también durante todo nuestro siglo XX, el pan y la mantequilla de grandes medios de prensa venezolanos, como la Cadena Capriles. De políticos y periodistas oportunistas de mucho predicamento en el pasado, y no hablo solo del infausto José Vicente Rangel.

La xenofobia venezolana anduvo siempre de la mano de nuestro militarismo y de su patriotera concepción cartográfica de la soberanía, más atenta al diferendo de “áreas marinas y submarinas del Golfo de Venezuela” como anhelado casus belli que a la seguridad ciudadana.

El pernicioso culto a Bolívar y todas sus mixtificaciones historicistas aderezaron todo esto con alusiones a la “traición de Santander” y la proverbial perversidad de la oligarquía bogotana. Con infame desprecio por los refugiados de la violencia colombiana que llegaban a Venezuela desde la La Guajira y el Magdalena Medio. “Ojo: vienen del país del puñal y la trampa”, llegué a escuchar.

Elocuentemente, es la misma retórica de Hugo Chávez y de la dictadura narco-militar de Nicolás Maduro la que comenta escandalizada los cruentos choques armados entre bandas criminales desprendidas de las antiguas FARC, del ELN y el Ejército venezolano.

Las declaraciones oficiales de Caracas sobre la sangrienta pugna territorial de los carteles que operan en nuestra frontera con Colombia, uno de los cuales y no el más pequeño, es el de los generales venezolanos, no difieren absolutamente en nada de las acusaciones que lanzaban en los años 70 y 80 del siglo pasado la Cadena Capriles y José Vicente Rangel.

Según ellas, tras las andanzas de Iván Márquez, John 40, Jesús Santrich y el idisoincrásico Gentil Duarte están la Casa de Nariño y el Club El Nogal. Tal cual alertaban hace cincuenta años Radio Rumbos, la Cadena Capriles y respetados senadores de COPEI, nuestra democracia cristiana.

Tienen el agravante de insultar la inteligencia universal al pretender enmascarar su probada asociación funcional de años con las hoy llamadas disidencias de las FARC y con el ELN.

¿Que qué pasó con el circo barranquillero?

Un día, los cirqueros, hartos de pasar hambre con música de fondo de Emiliano Zuleta, se dispusieron a sacrificar y beneficiar al más famélico de sus caballos. Mi mamá, maestra municipal, se horrorizó al saberlo y se impuso evitarlo.

Mi vieja se presentó con sus alumnas de quinto grado en el campamento y juntas rogaron a los cirqueros que no matasen al animal. Llevaron luego la alarma a la escuela normal modelo que aún está a tiro de piedra del solar ocupado por los cirqueros. Se llama, ¿podrán creerlo?, Grupo Escolar “Gran Colombia”.

Padres y maestros organizaron una tanda de funciones de fin de semana en las vastas áreas verdes de la escuela de normalistas. Todas la escuelas del Municipio Libertador y la Parroquia Santa Rosalía entraron en campaña.

La batida cubrió combustible y bastimento para la caravana de cirqueros –menos el caballo salvado por mamá y sus alumnas—que en sus destartalados camioncitos regresaron a Cúcuta.

El caballo se las arregló para hacerse el loco y quedarse pastando en los prados del grupo Gran Colombia donde lo adoptaron unos muchachos de la favela Primero de Mayo. En las cruditas, todos somos colombovenezolanos, decimos el caballo y yo.

No en vano Colombia es el país del mundo que todos los días confundo varias veces con el mío.