Hugo Delgado: La lucha de los ilusos

481

Eescribió George Orwell: “En una época de engaño universal, decir la verdad es un acto revolucionario”. La frase citada por Wolfang Gil Lugo, (Prodavinci, 11 de octubre de 2018), responde a un contexto con tendencias totalitarias, autócratas y populistas de izquierda y de derecha, en la que la humanidad tiende a rechazar la búsqueda de la verdad objetiva, como fundamento de la razón. Esa relación entre ambas, es “fundamental para la salud de la democracia”, dice el ex presidente de Estados Unidos, Al Gore, en su obra “El ataque contra la razón”, por eso ella está enferma.

Ese rechazo al que alude Gil Lugo y la importancia que le da Gore a la razón para llegar a la verdad, contraviene a ese postmodernismo que da cabida a teorías sin argumentos sólidos, cuya intención es buscar una justicia distorsionada para superar las desigualdades en una sociedad que arrastra males históricos, y que muestra la poca efectividad reivindicativa y de respuesta de quienes, bajo ese concepto, han desempeñado liderazgos sociales y políticos. En esto Latinoamérica es rica en ejemplos.

Venezuela con su afán reivindicativo y con sus recursos petroleros, asumió esa “nueva búsqueda del tesoro revolucionario perdido”, y con una dirigencia mediocre y corrupta, cerró dos décadas de gestión con números rojos. Los objetivos desestabilizadores sí se lograron a nivel nacional y de Latinoamérica, gracias a su vinculación con la red de naciones asociadas al Foro de Sao Pablo, liderados por el corrupto ex presidente de Brasil, Ignacio Lula da Silva, y el dictador cubano, Fidel Castro.

Los números en rojo solo reflejan un fracaso anunciado. Ya lo escribía el historiador de la Universidad del Zulia, Ángel Lombardi Boscán (Tal Cual digital, 21-01-2021), al hacer referencia al origen de las distorsiones sociales y económicas de Venezuela: “De la noche a la mañana y sin ningún mérito social propio de verdad, nos creímos una nación predestinada por Dios”. “Esto fue potenciado aún más por la propaganda oficial que había alimentado el mito Bolívar desde el año 1842, asumiendo al caraqueño mantuano como el adalid histórico de la liberación continental… Venezuela, la grande; Venezuela, la apoteósica; Venezuela, la saudita; Venezuela, la mayamera. Todas nuestras malas artes quedaron disimuladas: pocos se atrevieron a atentar contra la irresponsabilidad como modo de vida social”.

Esa distorsión la acentuó la cultura petrolera que se niega a morir, pero que indudablemente cerrará su ciclo, obligando a la sociedad a mirar hacia el trabajo, el estudio, la responsabilidad ciudadana y el respeto al imperio de la ley, aún negadas por los hijos que viven en el exterior y aún aquí, cuyas luchas se han atrincherado en sus “silos informativos”, desde los cuales critican y proponen salidas ilusas contra un régimen que no habla su mismo idioma, ahogado entre sus miserias y repartiéndose el país, tal como lo hizo el general Juan Vicente Gómez a principios del siglo XX, un festín corrupto aceptado por las mayorías e incluso admirados por algunos.

Desde la llegada del petróleo, Venezuela quedó a merced de sus ingresos y sus gobernantes. La vida nacional fue permeada y el poder decisorio del ciudadano desapareció. Empresarios esperaban los presupuestos para ver que pedazo da la torta se iba a comer. Ya lo decía el extinto catedrático del Iesa, Asdrúbal Baptista: “Esa renta no era el fruto del esfuerzo, pero sí engendró un sistema de incentivos y una economía política muy fuerte alrededor de su apropiación, que configuraron nuestras actitudes hacia la riqueza y el hecho productivo”. En ese gran pecado cayó su dirigencia política, la sociedad civil y el sector empresarial. Contra esa cultura se lucha y solo con acción política se alcanzará ese ciudadano que exija sus derechos y cumpla con las leyes.

El escritor gales, Ken Follet en su obra Los Pilares de la Tierra narra cómo los seres humanos se alzan sobre la adversidad, cómo incluso, aunque sus vidas sean duras y miserables, pueden crear cosas como las catedrales europeas. Cuando hay creencias supremas, el hombre demuestra que puede hacer cosas, la cuestión es creer y hacer, decía Rómulo Betancourt.

El galés afirma que actualmente las sociedades no viven en democracia y libertad, son muy difíciles de conseguir, la mayoría vive en algún tipo de autocracia, lo que –a su vez- es difícil de vencer. Al revisar la inexistencia de la justicia en la Edad Media (de la cual es especialista) destaca sus difíciles formas de vida, pero con la llegada del imperio de la ley el camino no ha sido fácil. “…Construir una democracia y una sociedad más justa es como hacer una catedral: requiere tiempo, esfuerzo conjunto y que todos estamos implicados en una obra que tal vez no veremos… y entender que cuando los nuevos autócratas derrotan a la democracia, que tanto se ha tardado en construir y que todavía es tan frágil y joven, la humanidad da un paso de regreso hacia la Edad Oscura.

En la aberrante realidad nacional la mentira y las pasiones políticas reemplazaron a la verdad, advierte Gil Lugo, obligando a “rastrear el desarrollo del fenómeno posterior a la verdad, el cual va desde la negación de la ciencia hasta el surgimiento de fake news, “noticias falsas”, desde nuestros puntos ciegos psicológicos hasta las patologías de la comunicación, como el enclaustramiento del público en “silos de información”… La posverdad se convirtió en la afirmación de la supremacía ideológica mediante la cual sus practicantes intentan obligar a alguien a creer en algo.

Esos silos de información se ha convertido en el refugió de la lucha de los ilusos que utilizan las redes y los medios digitales para entablar confrontaciones contra quijotescos molinos de viento y no con los adversarios reales, moviéndose en forma circular sobre paradigmas de vieja data que les impide responder acertadamente ante los verdaderos retos, como el “yo merezco esto porque el petróleo es de los venezolanos”, aceptando el humillante Clap o los bonos regalados.

Mientras sus hijos están dispersos por el mundo que demuestran en esas latitudes sus verdaderas capacidades y responsabilidades, el país se debate en un sin sentido de identidad, no sabe ni quiénes somos, hacia dónde y con quién vamos, y mucho menos qué queremos, el eterno dilema expuesto por el historiador Ramón J. Velásquez; solo a través de las redes expresan sus grandezas y deficiencias psicológicas mostrando sus éxitos con una gran fiesta, la compra de un carro, un teléfono o abarrotando una mesa con comida, mientras sus familiares y amigos mueren azotados por la desnutrición y los deficientes servicios de salud, en una perversa relación que muestra hacia donde los venezolanos condujeron a su patria.

@hdelgado10