Marcelo Morán: El poeta cordobés

932

El sacerdote sintió alivio después de hacer reposar dos enormes maletas sobre una plataforma de tablas. Luego, miró absorto cómo habían quedado las plantas de sus  manos tras el laborioso esfuerzo ejecutado: tenían las marcas perfectas de las agarraderas a pesar del corto tiempo que le tomó cargarlas por el muelle de El Moján.  Las maletas aún no usaban ruedas. Saldrían al mercado cuatro años más tarde, en 1970. El padre estaba próximo a cumplir cincuenta y siete años.

Exhaló profundo y se quitó el sombrero para usarlo como abanico, pero la fuerza del viento proveniente del norte lo obligó a aferrarlo a su pecho; ahí estaba más seguro. Viento impetuoso con el que tendría que convivir a lo largo de tres décadas de trabajo pastoral y de constante lucha en favor de sus nuevos feligreses.

El cura movió las maletas y no le costó trabajo identificar el bongo en el que tendría que embarcar, pues era el único que hacía rugir su motor con estridencia.  Otro, cabeceaba silencioso a corta distancia del muelle a la espera de nuevas instrucciones. Las personas que estaban a su alrededor y esperaban la orden del capitán para zarpar, lo miraron con interés. Era la primera vez que lo veían. Ignoraban su nombre, pero todos sabían cuál era su destino. Pero una viejita rechoncha que ya se había instalado cerca de la proa para disfrutar del aire fresco, asomó su rostro pecoso por una ventanilla con una exhortación:

—¡Carajo, no sean desconsideraos. Ayuden al padre!

El asistente del capitán al fin dio la orden de abordaje y dos de los presentes de manera voluntaria cargaron por  el padre las dos pesadas maletas de color marrón, con refuerzos de metal en las esquinas y aseguradas con ceñidas correas del mismo tono.

 Los marinos del muelle soltaron las amarras y el motor del enorme bongo tóense, empezó a  levantar  desde el agua  violentas  estelas de espumas. Era una mañana de septiembre de 1966.

El cura de sotana negra y sombrero de la misma gama, se sentó en el último puesto, próximo al control de mando. Una ventana sin vidrio permitía la entrada de una brisa cálida que lo animó a ojear  un libro de poemas de su autoría. Pero  le prestó más atención al paisaje que iba corriendo en sentido contrario al que llevaba la barca atiborrada de niños, jóvenes y ancianos. Uno de ellos, manipulaba con premura un radio transistor a fin de captar una emisora de Maracaibo y así contener el tedio generado por la travesía. De repente lo consigue, y grita como poseído ante los aletargados pasajeros: 

—¡Es Víctor! ¡Es Víctor!

Todos voltearon ante el inusitado arrebato del operador de radios. En seguida los pasajeros —con excepción del clérigo— empezaron a corear la danza que decía: Grupo de varias veleras…/ Adornan las radas de mi Toas…/ Chalanas, piraguas y canoas…/ Y los verdes cocoteros, sus riberas…

El sacerdote pasó del desconcierto a la admiración, como no sabía la letra para seguir a los entusiastas coristas, se limitó a llevar los compases del pegajoso tema con las palmas de sus manos.

Había transcurrido un año del lanzamiento de la danza Canto a mi Toas a  través de la radio zuliana y aún se mantenía en la preferencia de los oyentes. Fue un huracán que recorrió el país en la voz de Víctor Alvarado. Ese tema abrió en 1965 las compuertas para que este trovador se convirtiera más adelante  en uno de los mejores del Zulia de todos los tiempos.  

 El Cantor de la Isla —como se le llamó— falleció en Maracaibo el 03 de enero de 2015 a los 76 años.

 Pero los entusiastas toenses, desde los más chicos hasta los octogenarios, no se detienen: siguen cantando orgullosos  las canciones que él popularizó y ha dejado como herencia para la posteridad.

Isla de Toas deriva su nombre del vocablo arawaco: Toü, que significa mis ojos, en alusión a los cerros más altos que servían de atalaya a sus primeros pobladores para identificar en la distancia alguna presencia extraña o enemiga.

Toas  conforma, junto con otras islas, una especie de archipiélago en pleno delta del Lago de Maracaibo, que a la vez, compone el municipio insular Almirante Padilla. Tiene una población cercana a los trece mil habitantes y una extensión de ciento cuarenta kilómetros cuadrados.

En mi infancia recreaba la fantasía de que su forma larga y ondulada se debía quizás a un dinosaurio que no pudo escapar al inexorable fin de su era, y quedó petrificado allí, a diferencia de su extinguida manada, que se convirtió en yacimientos de petróleo en otras partes del Zulia.

Viéndola desde El Moján, tierra firme, parecía una montaña azulina que flotaba en el Lago de Maracaibo con unos claros de tierra en su extremo occidental que reflejaban sin equívocos la devastación de sus cerros.

Así la encontró el padre Francisco Hilarión Sánchez Carracedo cuando vino a instalarse en septiembre de 1966 como párroco de la iglesia Nuestra Señora de Lourdes, luego de cumplir una meritoria labor pastoral y literaria por varias partes del mundo.

Este ilustre misionero perteneciente a la orden de los carmelitas nació en Hinojosa del Duque, Córdoba, España, el 4 de octubre de 1909 donde se hizo una celebridad, a juzgar por la vasta obra poética que dejo en libros como: La Azucena de Vich, La Aldea de la Virgen, Liras Hermanas, esta última publicada en 1957 en español y portugués. Así mismo formó parte de la Real Academia de Las Ciencias y de las Bellas Letras, Noble Arte de Córdoba.

Una vez  en Venezuela escribió en 1967, Una mujer esclava del hogar y otras que merecieron el reconocimiento del mundo literario. Escribió también el himno de Isla de Toas.

Desde su llegada en septiembre de 1966, emprendió una cruzada en defensa de la isla ante el cuadro de abandono en la que se hallaba, sobre todo, porque no se revertían los beneficios que le correspondía por la explotación de su principal recurso: la piedra caliza, cuando aún formaba parte del extinto Distrito Mara de la que formó parte por largas décadas.

Esto lo llevó a abanderar con el pueblo un movimiento de autonomía que se concretaría veintidós años más tarde, en 1988, cuando entró en vigor la Ley de División Político Territorial que concedió la creación del Municipio Insular Almirante Padilla.

Esta nueva realidad, al principio no llenó la expectativa que ansiaban los pacientes insulares y fue entonces cuando volvió a resonar desde el púlpito los reclamos airados del padre Hilarión, que ante la ausencia de recursos para acometer los trabajos requeridos por la comunidad, tomó la resolución de emplear sus propios ahorros y   reparar la casa parroquial de Nuestra Señora de Lourdes, así como el templo de la Isla de San Carlos, y otras obras que ayudaron a mejorar el rostro del casco urbano con apoyo ferviente de la comunidad. El padre también estimuló la creación de movimientos culturales en las diferentes islas que propició la formación de muchos jóvenes en varias disciplinas del arte

Al padre Hilarión lo conocí a mediados de 1972, cuando visitaba por temporadas a mis familiares, pues mi padre era nativo de El Carrizal, caserío ubicado en el extremo occidental de la isla.

Mi tío, el también sacerdote Alejandro Paz González, lo visitó en muchas ocasiones para celebrar juntos misas en el día de la Virgen de Lourdes y para los oficios religiosos de Semana Santa, fechas en que la isla colapsaba por la cantidad de turistas que llegaban buscando espacio para la recreación y reencuentros con los asuntos de la fe.

Mi tío Alejandro era un apasionado de la literatura, sobre todo del Siglo de Oro Español, del Modernismo y las creaciones de la Generación del 98.

Estos sacerdotes pasaban hasta ocho horas hablando sobre libros y corrientes literarias con una pasión desbordada. Tanto así que ni siquiera hablaban de la Iglesia ni del Papa. Hacían pausas para escurrir un termo de café que preparaba con fervor una vecina de la casa cural, quien era una mujer desgarbada, tímida  y solo se asomaba para  colocar  un nuevo termo.

 Todavía recuerdo con nitidez la fisonomía del padre Sánchez: siempre usaba un sombrero negro para contener el terrible sol en sus infatigables caminatas evangelizadoras por esa tierra pegregosa. Era de mediana estatura, cejas pobladas y una voz recia, que se volvía un gong cada vez que tenía que hacer un reclamo reivindicatorio en favor de los insulares. Así era este sacerdote español, que un día abandonó su tierra, la gloria de sus méritos académicos para venir a servirle a Dios en el remoto pueblo de Isla de Toas donde su gente amable y agradecida lo sigue venerando con el mismo cariño que él les profesó.

En enero de 1997 mi hermano Pedro acompañó al padre Alejandro a la residencia del poeta cordobés en el sector El Toro. Ya no hablarían de libros como otras veces. Para esa fecha el padre Hilarión se encontraba muy delicado de salud. En esa visita coincidieron con monseñor Domingo Roa Pérez, quien era para la época Arzobispo de Maracaibo. Monseñor fue a proponerle al padre Hilarión la posibilidad de enviarlo a Córdoba para que pasara los últimos días de su existencia con sus familiares. La Arquidiócesis marabina se encargaría de hacer los trámites que tuvieren lugar, pero la respuesta del sacerdote español fue tajante y dejó sin palabras al arzobispo zuliano: 

—¡Monseñor, me quedo en Isla de Toas; entiérrenme aquí! ¡Esta es mi patria!

El padre Hilarión murió  el 9 de marzo de 1997 a los 87  años de edad. Su última voluntad se cumplió y sus restos reposan en un mausoleo construido por la alcaldía y la comunidad al lado de la iglesia de Nuestra Señora de Lourdes, donde yace un cuadro pedestre con su imagen pastoral, pintado al óleo por el artista toense Hugo Espina Morán.

@marcelomoran