Marcelo Morán: Noche de luz eterna

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El guía dictó la lista de los artículos  que nos llevaríamos con el rigor de un despachador de almacén. Al principio dudé del verdadero destino, pues creí que me conduciría directo a una sesión de espiritistas. Los suministros constaban de: una caja de tabaco, tres velones amarillos, un kilo de maíz y un litro de ron.

—Vos veis si lo compráis —dijo el marino llamado Rafael Urdaneta. 

Por accidente llegué a Bobures en febrero de 2001. Un Ford LTD rojo de los años setenta, que me transportaba de Maracaibo a Santa Bárbara del Zulia presentó un desperfecto justo al pasar por este pintoresco pueblo del municipio Sucre al que solo conocía a través de la gaita cantada por Bernardo Bracho: Bobures, tierra del santo bendito…/ Donde todos los negritos…/ Son buenos y sinceros…/ Porque tienen negro el cuero…/ Lo mismo que San Benito.

El conductor llamado Nelson era un sexagenario de buen carácter y amante del tango. Había llegado al Zulia en 1950 procedente de Trujillo. Además de cantarnos a capela Cambalache, dio una cátedra desde Gardel hasta Hugo del Carril y, aseguraba además, que los mejores intérpretes del tango en el mundo estaban en Buenos Aires y en Cabimas. “Ojalá ustedes pudieran escucharlos alguna vez”, dijo, orgulloso.

  En ese placentero ambiente nos hallábamos cuando de repente se vio en la necesidad de parar el vehículo por recalentamiento del motor.  Nelson era un hombre con un sentido de previsión elevado, pues llevaba dos garrafas con agua que permitió sofocar el vapor que salía como un geiser volcánico por la boca del radiador. Ese gesto concedió un halo de tranquilidad a los cinco pasajeros que veníamos ansiosos por llegar a destino. Deteniéndonos a cada rato para calmar la sed del viejo LTD rojo logramos arribar al centro de Bobures más allá de las cuatro de la tarde.

Ante ese contratiempo de camino no sentí molestia alguna, al contrario de los otros cuatro pasajeros, quienes quedaron recostados sobre el vehículo con las manos cruzadas y mirando lejos a la espera de un milagro del afanoso Nelson. Así que tomé mi morral, que contenía una muda de ropa y decidí estirar las piernas bajo el amparo de un cielo limpio y plomizo. Por instantes, creí hallarme en El Moján o en  San Carlos.

Mientras Nelson trataba de resolver la avería del radiador, caminé a través de una pasarela que se internaba  más de cien metros sobre el agua para buscar distracción.  Desde allí no solo capté el planeo solemne de los buchones, sino el retozo libertino de varios jóvenes que flotaban sobre cauchos y trataban de mantener el equilibrio entre los aparatosos vaivenes de las olas. Los colores primarios de las casas alineadas a la costa era todavía una suerte de luz ante el deslucido semblante del lago: pronto empezaría a caer la noche.

Al final de la pasarela observé a un hombre montado en un bote que oscilaba amarrado en un extremo del pequeño muelle de concreto. Era robusto de complexión y vestía una braga de tonalidad azul. Tenía calada hasta las orejas una gorra del mismo color, pero con la visera hacia atrás. En ese instante ponía un recipiente de gasolina de considerable capacidad a un lado del motor para llevarlo de reserva.  Antes, había equipado el tanque con una cantidad similar. El envase vacío lo colocó en otro compartimiento de la nave, mientras advertía mi presencia.

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—Buenas tardes, amigo ¿Cómo hago para ir a Congo Mirador? —dije por no dejar y a manera de saludo.  

—Eso queda un poco lejos de aquí. Si queréis te llevo, ¿quién dijo miedo?                       Por lo que veo tenéis  mucha suerte; soy el único que sale en este momento.

—Usted me dirá lo que debo hacer, ¿cuánto me va cobrar por el viaje…?

—No te preocupéis. Eso lo arreglamos ahorita. Primero vamos a comprar unas  cosas y nos vamos. ¿Habéis viajado en lancha?

—¡Claro! Soy de Mara y mi padre era de Isla de Toas. 

—Bien. Me llamo Rafael Urdaneta —dijo, quitándose la gorra que develó su cabeza calva y sudada. En seguida me extendió una mano para ayudarlo a subir.

El marino aparentaba un poco más de sesenta años. Mostraba una barba incipiente de tres días y su tez arrugada y rojiza estaba impregnada de pecas marrones, causadas tal vez por largas exposiciones al sol.

Compramos las provisiones y a las cinco y veinte de la tarde despegamos del muelle de Bobures como impulsados por la fuerza de un hidroavión. Rafael Urdaneta imprimió la máxima velocidad al bote Alejandra  rumbo a Congo Mirador. A partir de allí solo vi un paisaje monótono. Era igual si nos desplazábamos por el cielo o por el lago, porque el espacio visible era gris. En minutos el muelle de Bobures desapareció  del horizonte. De la misma forma había desaparecido también de mi mente la avería del carro que me trajo a esta inesperada aventura por las aguas del Sur del Lago de Maracaibo.  Más al norte se encuentra Gibraltar, uno de los puertos más importantes de Suramérica en tiempos de la Colonia. Fue saqueado en varias ocasiones por el pirata Henry Morgan, el Terrible. Al este, se halla El Batey, pueblo muy conocido por la producción de azúcar y por ser cuna de Teodoro Petkoff, uno de los venezolanos más ilustres del siglo XX.

A medida que nos acercábamos al suroeste del lago las aguas se volvían turbias: en ese punto confluyen los deltas de muchos ríos y pareciera la entrada a otra extensión del lago de Maracaibo.

A las seis y cuarenta y cinco de la tarde vi asomar entre manglares el rosario de palafitos que conforma la comunidad de Congo Mirador donde viven más de doscientas familias. Los palafitos están concentrados en una laguna cenagosa, y distribuidos en forma simétrica a lo largo de varios canales. En uno de ellos sobresale una hermosa iglesia donde se venera  la  imagen de la Virgen del Carmen. Tiene una torre de quince metros de altura y su estructura es de madera.  A un lado, se encuentra una placita con faroles en sus ángulos en la que resalta un busto pálido del Libertador, que mira profundo sin aburrirse del invariable paisaje de agua, cielo y manglar. Creo que esa plaza palafítica es única en su estilo en Venezuela y quizás en el mundo.

El aspecto del cielo en el ocaso, el verdor de los manglares y la vistosidad de las casitas de tablas sobre pilotes creaba una composición envidiable para una postal.

Urdaneta desplazó la chalana por diferentes canales para que yo pudiera palpar los detalles de esa incomparable arquitectura que hace cinco siglos inspiró el nombre de nuestro país…

Urdaneta hizo girar la Alejandra hacia la derecha para desembocar en un palafito pintado de azul. Amarró el bote a la plataforma que sustenta la pasarela y subimos de un tirón a la vivienda con el propósito de descansar. A pocos metros se incorporaba otra lancha, tripulada por dos muchachos. Un perro blanco saltó de ella y con el mismo impulso cayó sobre una pasarela que conectaba con otras viviendas.

El anfitrión me ofreció una silla de mimbre para reposar en el porche de la vivienda y disfrutar un poco del paisaje circundante. Otro hombre mayor, vestido de braga azul, desteñida, y con gorra de pelotero, se encargó de bajar la carga: recipientes de aceite, gasolina, una maleta y las provisiones que compré en el puerto de Bobures.

Quedé dormido quizás por media hora y cuando desperté ya la comunidad flotante estaba iluminada. Se escuchaba un bramar lejano y sostenido que parecía venir desde la iglesia. “Es una planta eléctrica”,  pensé.

Pero otro ruido: un toc, toc, similar a un continuo toque de puerta en el interior de la casa fue lo que disolvió en el acto mi sueño. El viejo que vestía  braga desteñida, y en ese instante se disponía colocar un nuevo mechurrio sobre la extensión metálica de proa, lo escuchó también. Luego de ejecutar varias maniobras para salir de la nave se detuvo con malicia en el umbral de la puerta:

—¿Qué es esa tirazón ahí dentro? —preguntó alarmado.

—Ninguna tirazón, mijito. Estoy tostando el maíz que se va a llevar el señor que anda con Ramón —contestó una mujer sin asomarse.

El viejo me miró con turbación y regresó  de nuevo al bote.

Al poco rato recibí de Urdaneta la cena: un plato lleno de patacones con huevos fritos. Esa ración aceleró mi letargo, producto de ocho horas de viaje, pero una oportuna taza de café, bien caliente, lo disipó.

Después de transcurrir media hora salió mi guía con nueva indumentaria: había rasurado su barba y llevaba un chaleco gris, de cuatro bolsillos, gorra del mismo tono; parecía un reportero de prensa.

—Bueno, doctor, estamos listos. Me imagino que ya preparaste tu cámara —dijo Urdaneta, portando un morral negro y dando saltos hacia el  bote.

—¿Cuál, cámara? —respondí todavía, soñoliento. 

—La cámara fotográfica. Turista que no traiga una  al Catatumbo; viene a perder el viaje —insistió.

—No. No traje.

Le expliqué que mi intención al principio no era llegar a Congo Mirador, sino a Santa Bárbara a visitar a mi primo José Antonio Larreal. La avería del carro de Nelson había trastocado mis planes.

 Salimos de Congo Mirador un poco más de las ocho. La penumbra era total. El mechurrio instalado sobre la proa permitía ver imágenes difusas, que Urdaneta distinguía como si llevara un aparato de visión nocturna.  Surcamos varios caños para desembocar una hora después en el cauce del río Catatumbo.

En el trayecto alcanzamos una romería de chalanas que parecía una peregrinación iluminada a un lugar muy sagrado. Ese sitio tan concurrido por los pescadores de Congo Mirador se  llama Punta Chamitas y se encuentra en la Ciénaga Juan Manuel, donde se halla la más variadas especies de cangrejos.

Un zumbido de mosquitos nos asaltó de repente. Llegaban por oleadas como los jejenes perturbadores de El Moján. Urdaneta encendió de emergencia dos tabacos para contenerlos. Me dio uno para que los aspirara. El efecto del pesado humo logró ahuyentarlos de inmediato, pero a mí me dejó un mareo terrible, que obligó a acostarme en la plataforma de la Alejandra.

Urdaneta aseguró que tenía que fumarme cinco para que los mosquitos no volvieran a molestar, al menos por esa noche. En la densa oscuridad perdí el sentido de orientación  a causa de los vahídos. No sé si nos dirigíamos otra vez  al lago o alguna parte del cielo. De pronto nos encontramos con una brisa helada que hizo erizar mi piel. En la lancha no encontré un edredón con qué cubrirme y fue entonces cuando vuelve entrar en escena mi redentor: Urdaneta destapó la botella de ron que formaba parte del kit de sobrevivencia y la agitó en el aire para descargarle un sorbo a los difuntos, luego me sirvió en una totuma el equivalente de cinco tragos. “Este es el mejor cobertor para el frío”, dijo, soltando una carcajada.  Después de probar el suyo, vino como un iluminado para darme una noticia: 

—¡Bienvenido al tour del Relámpago del Catatumbo!

  Sentí satisfacción al llegar  al sitio por el que había emprendido ese sorpresivo y fascinante viaje. Transcurrió pocos minutos para que el relámpago empezara a hacer su función y en seguida el panorama pareció adquirir el aspecto del más reluciente oro. Era la primera vez que presenciaba cómo la noche era desollada cuántas veces fuera posible por la aparición de ese portento luminoso. Siempre creí que esa condición solo podría darse en la metáfora de un poeta, pero era tan grande su manifestación en las alturas que por instantes creí hallarme en el núcleo de su refulgencia. Unos segundos antes, me sumía junto con mi guía en un espacio sin forma, hasta que el fulgor de este fenómeno, único en el planeta, empezaba a devolver al paisaje cada retazo arrebatado por la penumbra, como la aparición de un sol vacilante en lo más alto del cielo.

Tan pronto como el relámpago hacía pausa entre descarga y descarga, salían de otro punto del río infinidades de pequeñas chispas que apuntaban hacia arriba. Le pregunté a Urdaneta de qué se trataba: “Son flashes de cámaras que tratan de capturar una imagen ramificada del relámpago”. Cuando alguien alcanzaba la hazaña era celebrada con gritos y aplausos. Al principio creí que yo era el único  turista  interesado  en el relámpago. Al retornar el chispazo  y ubicarse justo sobre nuestras cabezas, todo el espacio se iluminaba y fue entonces cuando pude ver a decenas de chalanas repletas de turistas.

Urdaneta sacó de la mochila negra dos bolsas de cotufas. “Esto fue tostado con el maíz que compraste en Bobures”, dijo tocando mi hombro.

De modo que terminé comiendo cotufas como si estuviera en un cine. Pero ese escenario era mejor que un cine. Pareciera que estuviésemos dentro del relámpago, en un mundo donde solo fluye luz y más luz. Mundo en el que puede verse las distintas exhibiciones de este fenómeno, materializadas en impresionantes  columnas de rayos y chispazos que se extendían hasta el infinito para anular toda forma de penumbra.

En esa larga estancia fluvial  escuché de Urdaneta todo lo que necesitaba saber de este misterioso prodigio de la naturaleza como si lo hubiera conseguido a través de un buscador de la web. Escuché además, graznidos de aves, aullidos lejanos y chapoteos de animales desconocidos que rozaban con el casco de Alejandra y creaban interrupciones  en nuestra plática. 

Según testimonio de investigadores que han estudiado el fenómeno y muchos de ellos transportados por Rafael Urdaneta, el fogonazo se produce por la unión de los vientos alisios que vienen del noroeste con la corriente de aire que baja de las montañas andinas y las emanaciones de gas metano concentrados en ese inmenso cenagal de 250.000 hectáreas que  irriga  el río Catatumbo.

Cuando se da esa convergencia atmosférica se produce el chispazo sin ruido, que llega a durar hasta diez horas por noche a lo largo de trescientos días al año, iluminando el cielo hasta alcanzar entre siete y diez kilómetros de altura. Es tanto el trecho que recorre la descarga de luz en el cielo, que puede observarse en varias regiones de Colombia y parte de las Antillas neerlandesas en el mar Caribe. Así mismo, los expertos aseguran que el relámpago es responsable de producir el diez por ciento del ozono que protege el planeta y ha causado tanta alarma en los últimos años su deterioro Sin embargo, Rafael Urdaneta tiene su propia versión sobre el origen del relámpago: 

—Aquí ha venido gente de muchas partes del mundo a estudiarlo. Van y vienen  y siempre dicen lo mismo a pesar de traer telescopios, antenas y cuanto parapetos se les ocurre. Hace un mes transporté un pasajero guajiro que iba a El Chivo, un pueblo —que está por allá— por el rio Chama; famoso por la producción de plátano.  Pero ante la caída de la noche le dije que no podía llevarlo a su destino, y decidí  dejarlo en la finca de un wayuu centenario. Aquel hombre tenía como 70 años, llevaba pulseras de oro y vestía con un rico atuendo de dos piezas tejido en algodón. Era de porte mediano y fuerte contextura. Esos atavíos le daban la estampa de un hombre pudiente de otro mundo, de otro tiempo quizás…No sé. Aquel viejo me dijo, sin llevar un telescopio encima, que el relámpago del Catatumbo  era el alma de la Tierra, no del Sur del Lago, sino de todo el planeta. A partir de allí,  terminé creyendo en la idea de aquel viejo, que tenía algo de místico.

Ser tocayo de un prócer de la patria no siempre es un privilegio; algunas veces trae complicaciones como la experiencia vivida por mi guía en 1960, cuando prestó servicio militar en un cuartel de Barquisimeto. “Estábamos en formación para darle la bienvenida a un nuevo sargento. Era un moreno macizo como de dos metros de estatura. A medida que pasaba revista daba su nombre y también teníamos que dar el nuestro. Justo cuando llegó mi turno, el militar se inclinó ante mí para darme su mano: “Mucho gusto, sargento Simón Bolívar. En seguida contesté: “Soldado, Rafael Urdaneta, para servirle”. Ese hombre cambió de color y pareció crecer más por la furia causada por mi respuesta. Él creía que yo le había mamado gallo, como debes saber,  Rafael Urdaneta era el mejor amigo y más fiel general del Libertador.  Con sus ojos convertidos en  faros de candela y sus dientes relampagueantes de  rabia, me sacó a empujones de la formación para castigarme. “A los graciosos siempre les tengo un buen ejercicio”, me decía en el trayecto, pero en un descuido pude sacar de un bolsillo de mi pantalón, la cédula de identidad  y se la mostré, tembloroso.   

 —Maracucho tenías que ser, te salvaste de hacer doscientas flexiones de pecho y trescientos saltos de rana por el patio —me dijo, fingiendo una sonrisa. 

Después de cumplir con el servicio militar, Urdaneta estudió en la Escuela Técnica Industrial de Cabimas de donde  egresó como perito electricista en 1956. “Con mucho orgullo fui de La Primera Promoción. Trabajé nada más veinte años en esa especialidad. Me cansé de recibir corrientazos y desde entonces soy marino en el lago”, recordó, mostrando con una mueca de nostalgia los dedos nudosos de ambas manos.

En el pasado El relámpago del Catatumbo servía como faro para orientar embarcaciones de velas: goletas, bergantines, galeones,  que venían por el Caribe con destino a Maracaibo. Mi tío, el padre Alejandro, quien fue párroco de Encontrados (Sur del Lago entre 1963 y 1968) me dijo en una oportunidad, que el poeta madrileño del siglo XVII Lope de Vega, dedicó en “La Dragontea”(epopeya que narra las últimas correrías del pirata inglés Francis Drake por el Caribe) un pasaje en el que el bárbaro pretendía saquear Maracaibo, pero fue descubierto de manera oportuna por la luz del relámpago que puso sobre aviso a la guarnición española acantonada allí,  y tras un laborioso operativo logró ahuyentarlo a Panamá.

A las cinco de la madrugada fui despertado por Rafael Urdaneta: “Estamos en casa de nuevo”, dijo.

Me levanté de la plataforma de la Alejandra, desorientado. Dormí apenas una hora, lo que duró el viaje de retorno. Urdaneta me pasó un jarrón con agua para despabilarme, mientras tanto, en las alturas, el relámpago parecía aniquilar lo que quedaba del señorío de la noche. Luego trajo una taza rebosante de café.

A continuación me despedí de Rafael Urdaneta quien debía ir a Barranquitas —al norte del lago— para reanudar sus obligaciones en una contratista petrolera.  

—Ya sabéis. La próxima  vez  te venís por Puerto Concha, porque de Bobures no hay transporte para acá. Ayer solo tuviste suerte  —me dijo tras un apretón de manos.

Mi nuevo transporte, la rápida Zulianita, esperaba al otro lado de una pasarela de tablas cuando recordé de pronto la suerte de los tres velones amarillos.

—Aclárame ese misterio —exigí al volverme hacia Urdaneta. Ya conocí el propósito del ron, los tabacos y el maíz.

Urdaneta soltó una carcajada:

—Pensante que te iba a llevar a una sesión de brujos, ¿no?

—No. De ninguna manera —dije, tratando de negar lo que imaginé cuando me dio la lista de los insumos  que traeríamos a  Congo Mirador. “Creo que si tiene algo de brujo cuando pudo leer mi pensamiento”, añadí en silencio.

—Bueno, la planta eléctrica trabaja hasta medianoche y, después de allí, necesitamos alumbrarnos dentro, porque aquí fuera no nos hace falta, porque tenemos la luz del relámpago. ¿Me entendéis? —dijo Urdaneta, volviendo a sonreír y despidiéndose con un gesto militar.

Urdaneta hizo bramar un par de veces el motor de la Alejandra, y en seguida despegó hacia el norte dejando una estela blanca en las aguas teñidas aún de anochecer.

El alba  presagiaba para ese día  la llegada de un sol glorioso.

En la rápida Zulianita había nueve pasajeros soñolientos: cuatro mujeres de distintas edades, tres niños y dos hombres mayores con gorras de peloteros. En la travesía a Puerto Concha  —tratando de  superar  un poco los efectos de la resaca y el trasnocho—  cambié de puesto con uno de ellos para que la brisa generada por el desplazamiento refrescara mi rostro. De esa manera intercambié saludos con el capitán, que era un hombre cincuentón, alto, y llevaba una chaqueta marrón roída, sin abotonar. Encendió la radio, desde el tablero de mando, para escuchar las noticias del día, pero ninguna de las estaciones sintonizadas daba buena señal: “Para colmo, esta vaina no sirve”, dijo y la apagó. En seguida volteó, y buscó conversa conmigo: “¿Qué pasó, vos no eras pasajero de la otra lancha? “Sí. Pero ahora voy a Puerto Concha”, le respondí, y así comencé a hablarle de mi anfitrión: “Rafael Urdaneta es un formidable guía, algo misterioso pero muy hospitalario”. El capitán refiló su grueso bigote de pirata con una mano, luego arrugó el entrecejo y la boca, como si mis palabras hubiesen despertado en él viejos resentimientos. 

—Él no es de este pueblo; viene por temporadas. Algunos piensan que es de Los Puertos de Altagracia, porque lo han visto por allá contrabandear con whisky. Tampoco se llama Rafael Urdaneta.  En Los Puertos lo conocen como Efluvio Luzardo, y a lo mejor, ni ese será su nombre  —concluyó el marino, reanudando su mirada al monótono horizonte de aguas turbias.

No sé qué tan cierta pudo  ser la valoración del capitán sobre mi guía. A esa altura del tiempo ya no me importaba cuál era su verdadero nombre y origen. Si en el futuro la casualidad volviera a presentarse en forma de Rafael Urdaneta, le volvería a estrechar la mano y me montaría feliz en su vertiginosa nave de aluminio.

Mientras el sol comenzaba a descorrer el velo de la bruma y hacía asomar en la distancia la silueta costera de mi nuevo destino, atrás, dejaba con nostalgia el único lugar del mundo  donde un relámpago se trasnocha.

@marcelomoran