Marcelo Morán: Mi amigo Willy

687

En octubre de 1973 mi padre recibió del Banco Obrero la llave que lo acreditaba como dueño de una vivienda en la urbanización La Marina, mejor conocida como San Jacinto, al norte de Maracaibo, después de vivir catorce años en Las Parcelas de Mara.

San Jacinto era el nombre de una granja de 160 hectáreas que había sido expropiada en el primer gobierno del Dr. Rafael Caldera para dar paso al proyecto urbanístico más grande de Venezuela en los últimos tiempos.

Un año antes, mi padre había alquilado una casa en el callejón Palmira de La Pomona a la espera de la añorada adjudicación del Banco Obrero.

La misma semana en que se vino de Mara acompañado de mis hermanos Pedro, Aura y Graciela, asesinaron en Puerto Rico al bolerista de América Felipe Pirela (2 julio de 1972). Recuerdo esa fecha, porque mi hermano menor, Pedro, quien tenía 13 años, e impulsado por esa terrible noticia que conmocionó Maracaibo durante mucho tiempo se escapó sin permiso al aeropuerto La Chinita para presenciar la llegada del féretro con los restos del infortunado cantante zuliano. Para tranquilidad de mi padre, Pedro se acompañaba de uno de nuestro nuevo vecino.

Después de instalarnos en la nueva morada de San Jacinto, a cinco casas de la nuestra, se estableció Willy con su familia. Era un muchacho delgado, moreno, de pelo crespo y muy alto para tener 15 años.

Al poco tiempo hicimos amistad y jugamos al beisbol con otros vecinos que poco a poco se fueron integrando en las desiertas calles de esa urbanización recién fundada.

Desde que lo conocí fue un pendenciero incorregible. Resolvía las desavenencias del juego a trompadas sin ninguna justificación. Era un pésimo alumno de bachillerato, en cambio, era el mejor estudioso de las revistas hípicas durante los fines de semanas que apoyaba con las trasmisiones radiales desde el Hipódromo La Rinconada. Cuando algunos de sus compañeros lo solicitaban con el objeto de armar una caimanera de béisbol, respondía inconmovible:

 —Busquen otro jonronero. En este momento estoy estudiando y tengo que concentrarme como Einstein o Aristóteles. Buena suerte: me cuentan el resultado del juego el lunes, en el liceo.

Willy era uno de esos extraños casos por el que se hubiese desvelado el ilustre Sigmund Freud para no hacer tan enrevesada su interpretación sobre la conducta humana. Cómo un joven, pendenciero, desaplicado, que nunca leyó un libro y terminara a duras penas el bachillerato, reparando todas las materias a destiempo, podía gestar planes dignos de un genio. Si al menos hubiese volcado esa creatividad hacia literatura, quizás tendríamos hoy un nuevo referente de las novelas negras en el mundo, al estilo de Agatha Christie. ¡Quién sabe! Pero nunca supo utilizar ese elevado intelecto para mejorar las condiciones de su depauperada familia.

Una tarde de 1976, cuando estudiábamos el último año de bachillerato, tropezamos en la placita del sector donde vivían mis padres. Claro, Willy estudiaba en el liceo Luis Beltrán Ramos de San Jacinto y yo en el Hugo Montiel Moreno de El Mojan, pero coincidíamos en algunos fines de semana.

—Cuando mis alas terminen de crecer, volaré hacia otro lugar. A otro mundo, donde reine la comprensión y, allí, que me quedaré para siempre.

—¿Dónde queda ese mundo, Willy?

—Lo vi en el único sueño bonito que he tenido en esta vida. Hace mucho tiempo, cuando yo tenía como diez años. Voy a buscar ese mundo y lo voy a encontrar, panita —aseguró como si estuviese delirando.

 En esa ocasión también me contó, sin pudor, una de sus bribonadas. Tenía una cita con una chica en el cine San Felipe, ubicado en la avenida Libertador del centro de Maracaibo, pero ese día no contaba  siquiera  con un bolívar para  pagar  el por puesto de la ruta San Jacinto. Ideó un plan, que ponía al descubierto su naturaleza de pillo y potenciaría sin remordimientos  en los años por venir.

 La treta, consistía en sentarse al lado del conductor y observar de esa manera fría las características de los billetes que iban cancelando los otros pasajeros al momento de abordar. Y así ocurrió.

El chofer iba entretenido y tamborileaba sobre el volante los compases de una gaita que reproducía a punta de golpes su viejo equipo de sonido.

Después que el humeante por puesto elegido por Willy hubo  recorrido un largo trayecto, el chofer le pidió el pasaje:

—Vos no me habéis pagao, muchacho.   

—¡Claro que le pagué, señor! —dijo Willy, fingiendo sorpresa por el reclamo del chofer —. Revise los billetes y va  a encontrar uno de veinte bolívares. Por cierto,  todavía huele a nuevo, y tiene un corazón dibujado al dorso. Ah, y de paso, el serial termina en 335. Ese es mi billete, ¿no lo voy a conocer? Si lo cargo desde hace una semana.

El conductor lo miró receloso e insistió con menos furor:

—Habláis muy bonito, pero no me habéis pagao.

Willy volvió a rebatir  con otro argumento más conciliador:

—Hagamos una cosa. Revise los billetes, y si encuentra uno con las características que acabo de describirle, me tiene que entregar todo lo que ha hecho hasta este momento. ¿Qué le parece?

—Claro que acepto de aquí a la luna. Porque estoy seguro de que no me habéis pagao —insistió el conductor, mostrando una sonrisa maliciosa, para no rabiar.   

—El muchacho tiene razón. Pero si usted no encuentra el billete, lo baja de inmediato de su carro, por mentiroso —dijo desde atrás uno de los pasajeros.

El chofer, sudoroso por el calor y la prueba  a que era sometido, disminuyó la marcha y se estacionó en un hombrillo de la avenida Las Delicias para contar los billetes con la disposición de un cajero bancario… hasta que, apareció uno, con las características  descritas por el joven pasajero.

—¡Ahí está, como le dije! No soy tan irresponsable como para montarme sin pasaje en un carro, sobre todo, de un hombre  trabajador como usted.

El chofer exhaló un suspiro de frustración tras perder la apuesta con el sagaz muchacho de San Jacinto. Tragó grueso y, azotado por un temblor que se fue apoderando de su cuerpo, entregó el fajo de billetes junto con un imán recubierto de monedas. “Me merezco esta vaina por dudar de la gente”, pensó, exhalando un aire de incendio.

Willy no contó el dinero. Solo dispuso de la cantidad que le permitiría ir al cine con su amiga y guardar los pasajes de retorno. El resto lo devolvió al conductor, que permanecía boquiabierto enjugando las gotas de sudor que inundaban su cuello y bajaban en torrentes por sus sienes. Mientras tanto, Willy para no hacer más largo el desconcierto del afanoso chofer, bajó del carro y se despidió a la manera de un buen ciudadano.

—Le deseo un buen día, señor. Cuídese mucho de este calor infernal. Ah, ustedes también —dijo, guiñando un ojo a los otros pasajeros que lo miraban con estupor mientras  caminaba rumbo  a la parada con un aire de beatitud  que ya quisieran para ellos algunos cardenales y arzobispos.

—Es un muchacho de buen corazón, porque ganando la apuesta, fue capaz de devolverle al chofer casi todo el efectivo —comentó uno de los pasajeros.

—Es verdad. Eso no lo hace nadie —dijo otro.

—Que me perdone Dios por dudar al principio. Pero ese muchacho es un caballero, pues ya nadie se acuerda de dar las cortesías en la calle  —terció una de las usuarias.

“¿Caballero? No sé cómo coño lo hizo, pero creo que no me pagó”, meditó el chofer, aún enjugando el sudor de su cuello.

Willy terminó al fin el bachillerato, luego sorprendió al vecindario al entrar en  las filas de la policía estadal en 1977. Todos celebramos ese logro como un incentivo en la conducta del inasible vecino, pero nuestra alegría iba a durar muy poco.

Al cabo de un año vi su fotografía en la sección de sucesos de los dos principales periódicos de Maracaibo. La imagen era sorprendente: sus compañeros estaban en formación, dándole la espalda. Willy yacía cabizbajo, usando su uniforme sin los emblemas que identifican a la institución policial después de ser arrancados a la fuerza de su camisa, como en las películas de guerra, donde un héroe era humillado antes de ser pasado por las armas. Pero Willy no era un héroe: había sido expulsado del cuerpo armado por casos puntuales de extorsión y otros delitos desgranados con pormenores en un abultado expediente penal.

 De allí no lo volví a ver  hasta los primeros días de enero de 1980 cuando mi vecino Carlos Zacarías me dejó en la avenida Bella Vista, frente al emblemático castillo de Lucas Rincón para abordar otro vehículo que me llevaría hasta la avenida 5 de Julio a cumplir un compromiso. Casi al frente, había un establecimiento en el que preparaban especialidades del mar y era muy concurrido. Tenía, como pórtico, un elevado arco de concreto que unía los dos extremos del local y lo identificaba desde lejos.

Aquel día me preparaba para una entrevista en el hoy extinto Banco de Maracaibo luego de culminar con éxito un largo y aburrido curso de computación, que también había terminado con honores mi apreciado pariente de Las Parcelas Rilio Torres.

Era casi mediodía cuando decidí entrar al restaurante para matar el tiempo y librarme un poco de los efectos del calor. A esa hora había más de diez mesas ocupadas y seguían entrando clientes y, para mi sorpresa, en una de ellas estaba Willy: se veía muy elegante, flanqueado por dos damas y otros dos caballeros de aspectos contemporáneos con él. Disfrutaban de un banquete digno de ejecutivos: había dos botellas de whisky de una de las marcas más caras. Una rueda de mariscos, tan hermosa que parecía un tapiz guajiro diseñado por el artista don Luis Montiel. También un reloj de impresionante brillo se mecía en su muñeca izquierda y llamaba la atención desde la entrada.

Cuando se dio cuenta de mi presencia, exclamó:

—¡Hermano mío!  Sentate. Conozcan a Marcelo. Echate un palo —decía emocionado.

Yo, más que alegre, estaba sorprendido por los signos de opulencia mostrados  por el inefable amigo Willy.  “¿En qué andará este?”, me decía, conociendo bien sus correrías.

A pesar de que era la hora del almuerzo no quise degustar ninguna pieza de los exquisitos mariscos. Le dije que no podía libar licor, pues en escasos minutos tendría que irme y no se iba a ver bien llegar oliendo a whisky a una entrevista de trabajo, así fuese la marca más famosa del mundo. De modo que se quedó tranquilo, rememorando algunos pasajes de nuestra adolescencia.

Me levanté con el pretexto de hacer  una  llamada telefónica y luego de varios minutos me despedí de todos con presteza, pues por nada me perdería esa anhelada cita de trabajo.

Era la hora del tráfico pesado y en la que el sol marabino se empeñaba en hacer sus acostumbrados estragos. Después de veinte minutos de calurosa espera paró al fin un por puesto y, justo cuando traté de abordarlo, vi a Willy salir a toda carrera por una puerta lateral del negocio junto con sus tres acompañantes. Detrás de ellos, un tumulto de gente trataba de librarse con desespero de un denso humo que empezaba a escaparse también a través de la misma salida.

El tráfico se detuvo, y un aluvión de curiosos nos quitó por segundos la visibilidad. 

—¡Explotó la cocina del restaurante. Llamen a los bomberos! —grito alguien ensimismado y agitando en alto las manos.

—¡Decime si te vais! —me conminó el conductor, con el ceño fruncido y lleno de sudor.

El carro reanudó la marcha y continué mirando hacia atrás, hasta que el escenario desapareció de mi vista. Y a pesar del embotellamiento de vehículos que se formó tras ese confuso incidente, pude llegar a mi compromiso con media hora de antelación.

El resultado de la entrevista me hizo olvidar el evento, pues al otro día me estrenaba como empleado de la “Entidad bancaria más sólida y antigua del país”, como era el eslogan del Banco de Maracaibo. Sin embargo, en el reposo del almuerzo visualicé un periódico que había dejado un cliente sobre unos de los sofás de la recepción y le  di una brusca ojeada. En la última página estaba el título a ocho columnas de la noticia que deseaba leer.

“Explotó bomba lacrimógena en restaurante de la ciudad”.

“Doce personas fueron atendidas de emergencia por presentar problemas respiratorios”, decía el sumario.

Después de aquel fugaz y aparatoso encuentro en el restaurante de Bella vista, no volví a saber de Willy. Desapareció de San Jacinto para siempre. Ni siquiera su madre y sus dos hermanos mayores fueron capaces de especular sobre un posible  paradero.

Quizás voló muy alto y alcanzó feliz,  los predios de  aquel el mundo fascinante que vislumbró en un ya lejano sueño de su infancia.

@moran.marcelo