Marcelo Morán: El coronel y la reina

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Un  imponderable de ruta  trastocó mi deseo de llegar aquella mañana al castillo de San Carlos y recrear su imagen en un cuaderno de dibujo. En ese tiempo, no contaba con una cámara fotográfica y optaba por este recurso poco —convencional— como una manera de hacer turismo y dejar un registro de mi visita. 

 El 30 de julio de 1973 culminé el tercer año de bachillerato en el liceo Hugo Montiel Moreno de El Moján y, como era ya costumbre, viajé a la Isla Maraca  a pasar mis vacaciones adonde siempre esperaba solícito mi tío Ángel Eduardo Morán, Anguito, junto a su cordial esposa Hilda.

Tío Anguito llegó allí en 1950 para dedicarse a la pesquería; actividad que compartió con sus hijos hasta 1999, cuando decidió retirarse por motivos de salud. Este islote, que parece haber salido de la mente de un alucinado cuentista, tiene una extensión de ciento veinte m de largo por sesenta de ancho. Para esa época contaba  con  un puñado de palmeras y unas veinte casitas. Se encuentra ubicado en el extremo noroeste de Isla de Toas, en el municipio insular Almirante Padilla del estado Zulia en el occidente de Venezuela.

La casa de tío Anguito está construida en la orilla norte de la islita y tiene una enramada que se apoya  sobre cuatro pilotes de concreto. Cada vez que regresaba de una jornada de pesca, reposaba bajo ese palafito descubierto pulsando con su guitarra danzas de Víctor Alvarado o de don Armando Molero. Luego se unían sus hijos: Ángel y Elías, quienes lo acompañaban de manera alternativa con el cuatro.

En ese largo período vacacional acompañé a mi tío por diferentes zonas de la desembocadura del Lago de Maracaibo en busca del preciado camarón.                                          Anguito era el único hermano varón de mi padre, y a diferencia de él, era más cariñoso conmigo.

Una mañana, se empeñó en que debía acompañarlo a hacer unas compras al istmo de San Carlos, que se encuentra a media hora en bote rápido desde Maraca, pero en su lancha Panchita, movida con los recursos de una pequeña planta de gasoil, conocidas también como “Pacapaca” (onomatopeya del ruido de su motor), nos demoramos casi un siglo. Todos los botes nos rebasaban como exhalaciones, dejando a nuestro alrededor anchas estelas de espumas.

Ese imprevisto viaje era la oportunidad para conocer el castillo de San Carlos y plasmarlo en mi cuaderno de dibujo que llevaba a todas partes en busca de un motivo digno de resaltar. La fortaleza que me despertaba tanto interés fue construida por los españoles en el siglo XVII para contener el paso de piratas y otros enemigos de la corona.

 A medida que nos acercábamos a la desembocadura del lago las olas provenientes del mar flagelaban la proa de Panchita y salpicaban en mi rostro como continuas bofetadas. Un sol bochornoso advertía que en un par de horas comenzaría a repartir sus estragos por el cielo de Maraca y más allá. Para contenerlo,  me colocaba como visera el cuaderno de dibujo. Pero  en ese inolvidable viaje no pude trazar siquiera una línea, tampoco conocí  el castillo, pues mi tío encontró en la primera parada las provisiones que buscaba  y no fue necesario llegar hasta San Carlos. 

Mi tío fondeó Panchita al lado de un cayuco que yacía amarrado desde un puntal de mangle y sobre el que ondeaba una raída franela blanca. «Parece una bandera”, le dije en la marcha. Él la miró sin comentar y después subimos por el sendero arenoso que absorbió por completo nuestros pies. El calor era insoportable, pese a que aún faltaban dos horas para  mediodía.

La postura adoptada durante el fatigoso recorrido produjo severos calambres en mis piernas que impidió caminar con soltura por ese ambiente salobre donde mi tío era un formidable guía. No quise acompañarlo a hacer sus diligencias, pues me sentía mareado y preferí quedarme bajo las frondas de los manglares que circundan el caño San Agustín y en la que se hallaban cinco laboriosos  pescadores. Todos  pelaban troncos de mangle con cuchillos y machetes. En un extremo, había una columna de troncos ya desconchados, que serían usados como pilotes en la construcción de edificios en Maracaibo. 

Los mangleros, —como también son apodados los pescadores que practican este oficio— conversaban muy animados a pesar del sudor que transpiraban por sus torsos descubiertos.  Aparentaban tener más de 30 años, con excepción de otro, que permanecía ajeno a la tertulia y estaba entretenido tallando un canalete en el lado contrario de la fronda. Era un viejo.

Mi tío los saludó sin mucha formalidad y con la misma actitud se perdió de vista en un recodo para hacer sus diligencias. Mientras tanto, me quedé sentado; pasando el agarrotamiento en mis piernas hasta que tuve la idea de acercarme al tallador más viejo, y quien parecía el más sosegado de todos. La demora de mi tío me llevó a buscar conversación con el anciano a fin de pasar el aburrimiento. Pero no contestó mi saludo; estaba  inconmovible como si fuera  una estatua  de palo. Así que sin más demora, me atreví a romper aquel hechizo glacial con una pregunta pertinente:

—¿Qué tan lejos queda el castillo de San Carlos, señor?   

—No queda muy lejos, está por allá a la vuelta de este caño —dijo, señalando hacia el este con el instrumento de labrar aún en su mano derecha, sin mirarme. Pero estaba pendiente del cuaderno que yo empuñaba.

—¿Venís a hacer una tarea sobre el castillo? —preguntó. 

—Sí. Vine a dibujarlo.  

—Ah, eres pintor. Pintar es muy bonito. Fue el único oficio que no pude aprender en la vida —recordó el viejo con nostalgia.

—Me dijeron que el castillo de San Carlos fue atacado por el pirata Morgan, ¿es cierto? —pregunté.

—Sí, por el pirata Morgan y otros como el Panther

—¿Ese era otro pirata, señor? —insistí, fervoroso.    

—No. Nadita de eso.  Era un barco de guerra alemán. A vos como que  te gustan  las historias  —dijo volviendo por primera vez su mirada hacia mí—. Ya te voy a contar cómo fue, pero primero te sentáis —señaló de manera cordial a un montículo de hojas aplastadas que tenía la forma dejada por otro interlocutor.

            El viejo se levantó tambaleante para sacudir las virutas de madera esparcidas por su pecho desnudo y sudado. Era bajo de estatura; tenía abundante pelo canoso sobre la frente, pero era calvo en la coronilla. Llevaba un pantalón caqui con remiendos en las rodillas y ceñido a su cintura por medio de un mecate blanco; al estilo del cordón usado en las túnicas de los franciscanos. Estaba descalzo. Caminó con las piernas abiertas hasta la orilla, igual que si estuviese imitando los pasos pendulares de Charles Chaplin. Allí descolgó la franela blanca, que ondeaba como pendón de tregua sobre el pilote de mangle y comenzó a tantear las mangas en busca de los orificios.

—No se ve bien, muchacho, que un viejo como yo, dé una clase de historia estando sin camisa. Eso da pena —gritó desde la orilla, con los ojos cerrados por efectos de la insolación.                                                            

Tenía dificultad para ponerse la prenda de vestir, pues sus manos agarrotadas no hallaban las salidas de las mangas, ni su cabeza la abertura por dónde asomarse. Al conseguirlo, regresó con pasos torpes observando los pliegues oscilantes que moldeaba la franela blanca sobre su considerable barriga. Una vez en el sitio de labrar, echó un vistazo malicioso a su alrededor y sacó una botella de anís, que estaba oculta bajo una tabla —quizás para no compartirla — y la destapó con ansiedad. Los pescadores, que aún seguían desconchando troncos de mangle a pocos metros de él, se desternillaron de risa  después de descubrirle esa ingeniosa forma de esconder frascos, pero él los ignoró. Entonces usando el pico de la botella, cual si fuera un micrófono de radio, se volvió hacia mí tratando de imitar con su voz ronca el estilo de un locutor de melodrama. Carraspeó un par de veces.

 —Ahora si me voy a presentar. Mucho gusto, me llamo Mingo —dijo, sosteniendo el frasco con ambas manos—.  Vos no bebéis todavía, ¿verdad? Estáis muy pichón. 

Yo asentí. Los mangleros, atentos a su alrededor, soltaron otra carcajada y Mingo se hizo el desentendido.  Una vez sentado, sorbió  un largo trago que le provocó hondos suspiros y acomodó el frasco de anís entre sus piernas.

—Señor, supongo que Mingo es el diminutivo de Domingo, ¿no?

—De ninguna manera. Ese es mi nombre  —declaró sin dar más detalles sobre su identidad.

 La cadencia de su voz ronca, áspera, iba cambiando hasta que un dios de la palabra se instaló dentro de él para sumergirme en la atmósfera de esta historia que jamás pensé escuchar aquel  remoto día de mi adolescencia.

El coronel

Mingo tenía 7 años cuando recibió sin regalos el 24 de diciembre de 1902.  No era un día para celebrar la Navidad, pues con ella  había llegado la alarma de que barcos de guerra se aproximaban  al castillo de San Carlos con la intención de tomar por asalto  Maracaibo. El bloqueo se había consumado a lo largo de las costas de Venezuela por buques de la armada inglesa, alemana e italiana, como reclamo al pago de  deudas contraídas desde los años de la Guerra de Independencia y luego en sucesivas revoluciones delirantes. Esa inusual amenaza a la soberanía nacional obligó al general Cipriano Castro, presidente de la República para ese momento, a pronunciar la célebre frase: “La Planta insolente del extranjero ha profanado el sagrado suelo de la patria”. 

El  padre de Mingo se llamaba Gerónimo Ortega.  Era pescador,  y fue reclutado aquel confuso día con otros hombres a la orden del coronel Juan Emanuel Arismendi para reforzar el castillo.


—Mi  madre preparó a mí dos hermanos más pequeños y huimos en cayuco a Sabaneta de Montiel, al oeste del islote Maraca, luego de escucharse los rumores de que un barco  alemán se acercaba a  bombardear San Carlos.

 Veintitrés días después, Mingo escuchaba los rugidos de los cañones como si estuviera dentro del castillo, pese a hallarse a casi diez kilómetros al oeste del conflicto: “Fue una pesadilla que nos marcó para siempre. Tanto así que mis hermanos mucho tiempo después, seguían despertando con sobresaltos causados por aquel inesperado terror”.

Allí permanecieron ocultos con otros pobladores hasta finales de febrero, cuando llegó la noticia de que el bloqueo había terminado. “Supimos que nuestro padre no había muerto hasta marzo de 1903, cuando se le permitió visitarnos por escasas horas. Ese día nos llevó un saco de plátanos y un barrilito con leche fresca, regalo del general Jorge Bello, jefe del castillo: un gocho mandón, pero buena gente. Era cuñado de Cipriano Castro”, recordó Mingo, sonriendo.  “Mi padre se veía muy gracioso vestido con un uniforme de color caqui, que le bailaba en el cuerpo. Sobre todo con las botas, porque era la primera vez que se ponía unos zapatos”.

 En 1908, al fin se le dio de baja y tuvieron ocasión de tenerlo otra vez en casa. El mismo año en que el general Gómez mandaba de paseo  a su compadre Cipriano y asumía la presidencia de Venezuela”.

El Panther, que era un buque de guerra enorme y poseía artillería moderna, dejó en seguida los estragos de su poder en las murallas del castillo al pretender entrar  por la  al canal.  Pero tuvo que retroceder ante el temor de quedarse varado en las arenas de la barra; situación que aprovecharon los defensores del castillo para lanzar fuego y causarle una rotura considerable a nivel de la línea de flotación. Según Mingo, aquella brillante reacción patriota  podía interpretarse como un milagro: solo hubo doce heridos entre ellos los coroneles Ismael Ontiveros, Manuel Quevedo (jefe de artillería) y el general Martin Romay. El castillo era un hormiguero alborotado y el ambiente alrededor de los artilleros se volvía opresivo: lluvia de piedra sobrevenida del bombardeo contra las murallas, humo de pólvora, detonaciones estremecedoras hicieron que algunos soldados se desesperaran, pero eran confortados a gritos por los superiores, como la actuación del coronel Juan Emanuel, que según el padre de Mingo, tenía nervios de hierro y una serenidad sobrenatural.  “Mi padre  lo vio en todos los frentes alentando al equipo de artilleros y ayudando como otro soldado a que los cañones no descansaran a pesar de que ardían  a temperaturas insoportables. Mi padre sufrió quemaduras en las dos manos, aún así, no dejó de equipar el viejo cañón que disparó el coronel Manuel Quevedo y alcanzara al Panther por la línea de agua. Por casualidad, era de fabricación alemana. Es decir, el intruso recibió un poco de su propia medicina. Casi todos los cañones  estaban comidos por el salitre y no roncaban tan seguidos desde los últimos días de la Guerra Federal”, declaró Mingo, aguzando los ojos como si se hallara dentro de la escena vivida por su padre siete décadas atrás.

Aquella tarde del 17 de enero de 1903, no solo se abrió una grieta en un costado del buque Panther, sino una gloriosa puerta para que los valientes defensores del castillo de  San Carlos entraran expedito  a la galería de los héroes de la patria.

El terror

—Aseguraste que ibas a dibujar el castillo, pero estáis escribiendo. ¿Qué clase de pintor sois vos?  —observó Mingo, guiñando un ojo después de ver cómo yo pasaba a una nueva hoja del cuaderno. 

—Escribo para recordarlo siempre, señor  —le dije.  

—Me parece bien, muchacho. Eso me contenta… porque es la primera vez que alguien le pone atención a mis locuras —dijo el viejo, empinándose de nuevo la botella con otro trago de anís.

No sé qué motivo me incitó  a  tomar nota de esta historia o locura como la llamó Mingo: era una motivación maravillosa que me llevaba de la mano para  presentarme un mundo distinto del que ya conocía y diferente al ancladero de mis sueños.  Aquel día entré en él y no volví a salir. Antes de ese encuentro, fortuito, no me interesaba

Al cabo de siete años, en 1910, volvió el terror a San Carlos. Ya no era por la llegada de nuevos barcos de guerra, sino por la aparición en el cielo de un enorme cometa.  El pueblo insular tenía  la convicción de que ese día se acabaría el mundo. “Los viejos decían que el que mirase aquella vaina moriría en el acto. Yo lo vi durante varias noches —ante los descuidos de mi madre— hasta que desapareció. Era como una palma inmensa que ardía en el cielo y no podía apagarse. Y como veis, no me morí. Al contrario, espero verlo otra vez en 1986, si  Dios me da vida hasta allá, para volverme inmortal. El que tenga la dicha de verlo dos veces no muere nunca; es lo que dice la gente”, me dijo Mingo, soltando una carcajada.

Con el tiempo el padre de Mingo encontró trabajo como capitán en una goleta  que zarpaba desde Castilletes a Maracaibo, y en una de esas travesías volvió a encontrarse con su amigo y antiguo comandante.

Aquellas gratas conversaciones las recordaría el capitán de goletas en tertulias familiares para que más tarde su hijo las contara en auditorios orilleros con la pasión de un rapsoda  griego. En ese estilo juglaresco me contó retazos de la vida del coronel Juan Emanuel Arismendi, y así, pude enterarme de que había egresado de West Point: la academia de formación militar más famosa del mundo.

 Al final del año noventa del siglo XIX, regresa a Venezuela y es asignado por instrucciones de Cipriano Castro a trabajar a la orden del general José Antonio Dávila, para apoyar las correrías del general colombiano Rafael Uribe Uribe que pasaba apuros en la Guerra de los Mil días. Cipriano Castro por su parte, anhelaba que Uribe derrocara al presidente conservador José Manuel Marroquín y, contando con el liberal José Eloy Alfaro en Ecuador, reeditaría el viejo sueño de la Gran Colombia, encarnando en su persona la figura de un  nuevo Simón Bolívar. Pero no era más que un delirio de ese dictador megalómano y ávido de gloria. La tropa venezolana que había llegado a pie a las proximidades  de Riohacha no recibió la logística ni los refuerzos prometidos por sus pares liberales y se encontraba en las peores condiciones para apoyar al contingente venido por vía marítima. Azotados por las duras condiciones del desierto guajiro los soldados habían bebido agua contaminada de un jagüey con restos humanos y de animales, provocando a la vuelta de pocos días, un terrible brote de disentería que dejó en el camino una estela considerable de muertos sin haber recibido de los enemigos ni siquiera un disparo. En cambio, los refuerzos de los conservadores se habían adelantado y, una vez pertrechados, esperaron el arribo del ejército invasor en tres buques procedentes de Venezuela para derrotarlos el  13 de septiembre de 1901 en Kalashua (Carazua). Una localidad ubicada entre Riohacha y Maicao.  

Aquella absurda batalla dejó más de un millar entre bajas y prisioneros en el ejército venezolano y, los sobrevivientes, cercanos también al millar, buscaron la frontera  en penosas condiciones y,  una semana después, presas del hambre y la sed, se vieron en la necesidad de sacrificar parte del ganado del cacique José Dolores Aapshana, Wunúpata, quien se encargó con sus guerreros de aniquilarlos, quedando apenas un grupo próximo a los doscientos, entre ellos, el jefe, general José Antonio Dávila, que en la marcha forzada  iba dejando caer de un morral rasgado centenares de morocotas, que por fortuna, pudo distraer el acoso  de los  fieros guerreros wayuu.

 Esta trágica experiencia fue contada tres lustros después por el mismo general Dávila a un viejo amigo que lo visitaba desde Maracaibo acompañado de su hijo de diez años llamado Manuel Matos Romero, que más tarde se convertiría en abogado y escritor. Para ese momento, Dávila se desempeñaba como gobernador del estado Mérida.

—Casi un mes antes de la batalla, a comienzos de agosto de 1901, mi padre vio pasar por Sinamaica una procesión de soldados andrajosos y calzados con alpargatas  rumbo a Colombia. Eran muchos, quizás más de mil. Iban armados con machetes y fusiles Máuser. En cambio los oficiales iban uniformados y usaban botas buenas. La tropa descansó durante tres días en Los Filúos, donde improvisó un enorme campamento que cubrió más de tres hectáreas. Ya todos llevaban en la mirada  el sello doloroso de la derrota —recordó Mingo, acariciando el gollete de la botella.

Una vez a salvos en territorio venezolano los soldados  fueron recibidos por sus compañeros, que en vez de reanimarlos con un buen descanso, los llevaron como refuerzos al castillo de San Carlos de la Barra que  ya se preparaba  para enfrentar una amenaza extranjera.

El padre del coronel se llamaba Nicolás Emanuel era un inmigrante nativo de Córcega y había llegado con otro grupo de coterráneos en la segunda mitad del siglo XIX para dedicarse al comercio de curtiduría en el estado Sucre. Allí contrajo matrimonio con Isabel Carlota Arismendi, nieta de la pareja más heroica de la Guerra de Independencia: los esposos Juan Bautista Arismendi y doña Luisa Cáceres, de cuya unión nacería Juan Fernando.

En uno de esos viajes en goleta el coronel conoció en 1920 a la que sería más tarde su esposa. Una hermosa joven guajira de mucho arraigo en la península llamada Clenticia González, del clan Aapshana, y nieta del general guzmancista Rudesindo González, el Cachimbo, fundador de Paraguaipoa.

—En ese tiempo un viaje desde Castilletes (zarpando del embarcadero de la laguna de Cocinetas) hasta Maracaibo podía durar hasta tres días. Varias veces acompañé a mi padre. En uno de ellos conocí al coronel: era alto  y de abundante pelo canoso. Durante la travesía hablaba solo con mi padre como si ellos dos fueran los únicos que viajaran en la goleta.  De esa manera recordaba a los compañeros que pelearon en la resistencia de 1903 y habían adoptado luego la pesca o la carpintería como oficio en otros lugares. El coronel Juan Emanuel Arismendi  no irradiaba por ninguna parte la arrogancia de un militar de ese tiempo, sino el porte de un caballero culto y respetuoso.  Aunque su acento era muy criollo, su cara era todo lo contrario: era un propio gringo —me contó Mingo aquella calurosa mañana de 1973.

El coronel era políglota. Fue gobernador del Distrito Mara y Páez y trabajó en relaciones públicas de la Creole Petroleum  Corporation.

 La reina

Del matrimonio con doña Clenticia nació Flor Emanuel González Aapshana: primera zuliana en ganar un concurso nacional de belleza. Eso ocurrió en el Nuevo Circo de Caracas en 1943 cuando se eligió por primera vez la Reina Nacional de la Agricultura, donde esta joven de rasgos autóctonos y europeos de un 1,80 m de estatura, ataviada con manta guajira, deslumbrara al jurado, compuesto entre otros por el poeta Andrés Eloy Blanco y el pintor don Tito Salas; recordado por plasmar los episodios más notables de la gesta independentista y quien más tarde le dedicaría un retrato al óleo. La decisión que ellos tomaron para coronarla, fue unánime, junto con la aclamación entusiasta  de las nueve mil personas que desbordó aquel día el popular coso caraqueño.

El triunfo de Flor Emanuel se convirtió en una apoteosis jamás vivida en Maracaibo en mucho tiempo. Las calles por donde pasaba su carroza se volvían hervideros de gentes que deseaban  felicitarla, abrazarla, fotografiarla. Tanto así que el gobierrno del Zulia, presidido por Benito Roncajolo —contagiado por ese júbilo sin precedentes— mandó erigirle una estatua pedestre en la avenida 5 de Julio, donde yace majestuosa al lado del cacique Mara. A pesar de la notoriedad  que le dio la prensa de la época, aquel evento por el que deberíamos sentirnos orgullosos toda la eternidad, desapareció de nuestra memoria de manera inexplicable. Hasta el presente, no hay una escuela, calle, plaza, ni de la propia Guajira, que honre el nombre de Flor Emanuel González Aapshana: primera Miss Venezuela, aunque el certamen en la que participó aún no tenía esa denominación, no deja de ser sin lugar a dudas su predecesora. Y qué decir de su padre, un héroe de la patria, que defendió la soberanía nacional en 1902-1903 junto con un puñado de hombres valientes; ni siquiera es mencionado en los textos escolares. Su biografía no puede encontrarse ni con recursos del infalible Google. Gracias a personas como el memorioso Mingo y miembros de la familia González Aapshana, he podido rescatar retazos de esa historia como si fueran hojas sueltas de un cuento perdido.

A principio de 1980 tuve la dicha de conocer a doña Flor Emanuel en las exequias de un familiar en la población de Guarero. Su madre, doña Clenticia González Aapshana era prima de mi abuela materna María Graciela Polanco. A pesar de contar para ese momento con casi 60 años, doña Flor irradiaba todavía la belleza y elegancia que le mereció un día ser la primera y última Reina Nacional de la Agricultura.

El retorno

En enero de 2003 regresé a San Carlos. No pasé por la isla Maraca como en mis tiempos de bachillerato: vine directo desde Maracaibo en una lancha cuyo dueño organizaba  paquetes turísticos  cada fin de mes. Tío Anguito había fallecido dos años antes y entonces dejé para otro momento la visita a mis primos.

Con el deseo de regresar  al sitio en que conocí al viejo Mingo en 1973, contraté a  un lanchero. La playa del caño San Agustín había cambiado tanto  que por instantes creí  llegar  a otro paraje. Era evidente la deforestación en aquel cinturón de manglares que un día inspiró al artista Hugo Espina a plasmar uno de sus mejores lienzos. Ahora hay nuevas construcciones: pequeños negocios de comida, casas de abastos, kioscos, donde se alquilan teléfonos y otros recursos para atender la avalancha de turistas  que llegan durante los fines de semana y días de asueto.

Allí conversé un rato con un pescador llamado Arturo: un hombre cincuentón, de rostro pálido y amable. Estaba descalzo y vestía una franela azul, un pantalón jean, corto, roído, y como la mayoría de los pescadores usaba gorra de pelotero. Al desgranarle  mi propósito aseguró que conocía a un viejo manglero y pescador que cantaba décimas y también era apodado Mingo, pero después de describirlo, supe que no se trataba del narrador que yo buscaba. Le di las gracias y  caminé hacia un sitio en el que se concentraban  otros lugareños.  Libaban  licor, pero no pelaban varas de mangle —como aquella primera visita—, sino que permanecían entretenidos intercambiando mensajes de textos por medio de sus móviles inteligentes. No obstante, me dirigí a uno de ellos para  comentarle  que, en ese mismo sitio, hacía tres décadas, conocí un viejo llamado Mingo, quien me contó detalles de la incursión del buque Panther y retazos de la vida del coronel Juan Emanuel Arismendi. El lugareño desestimó mi comentario con una mueca de aprensión, y aseguró  que, esa historia era tan común, que su hijo de 7 años la recitaba de memoria. “Aquí todos nos conocemos y nunca he oído hablar de ese… tal Mingo”, agregó, manteniendo la misma expresión arrogante.

—Un hombre como Mingo, no puede ser ignorado en un pueblo tan pequeño, como San Carlos —refuté para terminar.

Después del almuerzo me reuní con mis compañeros de viaje. Cuando ya se acercaba la hora de regresar al muelle para abordar la lancha que nos llevaría de regreso, apareció Arturo  (el pescador con el que había conversado al comienzo) montado en la parrilla de una moto.

—Ulises te va a presentar uno, que si sabe del viejo —dijo, señalando con una  mano al conductor de la moto, quien era un muchacho delgado, de rostro tostado y no pasaba de 20 años.  

—Así es, señor. Mi abuelo lo conoció y le agradará mucho conversar con usted. Siempre está aburrido —indicó Ulises, invitándome con un gesto de mano a montarme en la parrilla.

 Ese vuelco inesperado no solo hizo olvidarme del viaje de retorno a Maracaibo, sino de la dotación o recursos para quedarme: ese día no llevaba más ropa que la que llevaba puesta.

 En un caserío conocido como Punta Manglar al oeste de San Carlos, rodeado por dunas y azotado por un viento perenne, vivía un anciano llamado Odiseo Rodríguez que trabajó con  Mingo durante un tiempo.

Punta Manglar estaba en mi  memoria porque era el pueblo donde vivía mi tía Mercedita Morán. Ella nos visitaba en Campo Mara a comienzos de los setenta y a cada momento nos describía los parajes de San Carlos donde vientos feroces plantaban y mudaban  montañas de arena  sin que los lugareños pudieran notarlo. Cuando murió, su propiedad pasó a manos de su nieto Marcos, quien era conocido por mi ahora espontáneo guía Ulises Rodríguez.

El anfitrión, quién aseguró nacer en 1923, era macizo y bajo de estatura.  Había perdido el ojo izquierdo en una cacería de conejos cuando tenía veinte años. El ojo derecho, era azul claro, y se veía cansado, tal vez de tanto mirar por décadas la hostilidad del paisaje desértico. El viejo llevaba una gorra negra con la insignia de Las Águilas del Zulia  que se acomodaba cada vez que exigía a su memoria para despertar un lejano recuerdo.  “Abandoné la pesca en 1953 y me fui a Turén, estado Portuguesa, a un centro de capacitación agropecuaria de donde salí dos años más tarde como perito. Aprendí mucho sobre ganado y desde entonces me  dediqué a criar aquí, chivos. Es buen negocio porque se le gana todo: vendo  su leche, el queso, la carne y hasta el cuero, porque lo buscan mucho los gaiteros para hacer tamboras”, dijo, soltando una sonrisa de orgullo.

Aunque al principio pareció parco en palabras, fue cambiando a medida que abordamos el tema del viejo Mingo. Al preguntarle por qué era tocayo del héroe del Caballo de Troya, aseguró que, su padre, se había hecho devoto de la literatura homérica después de que un capitán de un barco español le canjeara ejemplares de La Ilíada y La Odisea por un kilo de queso de cabra. “Cuando yo iba a nacer, mi padre recorrió en cayuco las casas de las tres comadronas para que atendieran a mi madre, que ya estaba acosada por los dolores de parto, pero no encontró a ninguna. Hizo el viaje en sentido contrario y el resultado fue igual. Se encomendó a Dios y la asistió él mismo. Nací sin dificultad, y después él me bautizó como Odiseo. Claro, con el tiempo leí los dos libros y me agradó ser tocayo de un gran héroe”, dijo orgulloso.

Rodríguez  contaba las anécdotas del narrador de San Carlos como si se trataran hazañas de un personaje de Homero.  Cuando apenas era adolescente, Mingo lo contrató como ayudante en  actividades que iban desde la pesca de camarón, corte de mangle hasta  entrega de  serenatas. “Mingo tocaba la guitarra como ‘Los Panchos’ sin que nadie le enseñara alguna vez un acorde. Iba más allá: había canciones en que se entregaba tanto, que llegaba a puntearla con los dedos de sus pies, tal como sonaban en los discos”. “Mingo ganó varias competencias de natación, una de ellas desde la isla Zapara hasta El Moján, en un recorrido de casi veinte kilómetros; era una locura. También podía parrandear y beber ron durante una semana sin emborracharse. Tuvo muchas mujeres, pero como cosa rara no llegó a cuajar hijos”, dijo Odiseo, aguzando los ojos en unas cuencas oscuras y palpitantes. “En ese tiempo recorríamos todo  lo que hoy es municipio Insular Padilla, para cantarle a cuantas muchachas veíamos. Eran otros tiempos”.

El anfitrión no  pudiendo contener más sus recuerdos, se levantó de su asiento de mimbre y entró luego  a  una pequeña habitación ubicada al lado de su casa. Era una suerte de depósito sin puerta, con  paredes casi  desintegradas por efectos del salitre. En seguida salió volando una gallina, que dejo un plumero blanco en el ambiente y continuó cacareando más allá del patio. Después de cinco minutos apareció de nuevo don Odiseo. Portaba un cuatro rústico, con clavijas de madera y sin barnizar.

—Me disculpa, era que esa vieja gallina montó su nido sobre el cuatro, ¿qué le parece? Lo fabriqué el año pasado. Sin pintura suena mejor —dijo el viejo, sacando restos de plumas desde la caja de resonancia. Él mismo lo afinó y después lo entregó a su nieto, quien comenzó a rasguearlo para ejecutar la introducción de una décima en Sol mayor.  El abuelo exhibió una voz grave, como de bajo, para interpretar Los héroes de San Carlos. En cada estrofa, imprimía un sentimiento muy propio de los cantores “orilleros”, como califica él a los pescadores de esos contornos: cerraba el ojo y gesticulaba con sus manos. Por momentos tuve la impresión de quien cantaba no era Rodríguez sino Mingo. Era el mismo relato que escuché treinta años atrás en otro lugar de San Carlos, con la diferencia de que ahora se cantaba en cuatro estrofas de versos octosílabos.

Al termino de la décima ya no era necesario que Odiseo Rodríguez revelara quién era el autor: era inconfundible el sello de Mingo en esa composición poetica que recogía el acto heroico de 1903.

La noche cayó acompañada de una tormenta de arena. Desde la pequeña enramada, hecha de tablas y facilitara don Odiseo Rodríguez para mi descanso, pude escuchar los aullidos del viento y tintineos lejanos de varios objetos arrastrados. La hamaca en la que yo dormía parecía un columpio y el chirriar de los mecates junto con la fricción de la arena sobre un endeble techo de zinc perturbaron mi sueño por un rato hasta que me rendí.

Un balido  de  cabras me despertó como a las seis de la mañana.  Un olor a café anunciaba también el nuevo día. La esposa de Odiseo se había esmerado en  atenderme con las consideraciones de un familiar. Era una mujer rechoncha, de piel blanca, pero muy tostada por los estragos del sol. Escondía su timidez con una constante sonrisa. Aparentaba tener veinte años menos que Rodríguez, se llamaba Casilda María.

Después de degustar una taza con avena caliente y después de reiterarle las gracias por las atenciones me despedí de la familia Rodríguez con la promesa de regresar el próximo año. Pero Odiseo me aclaró con nostalgia que, dentro de un mes, estarían abandonando Punta Manglar para establecerse de manera definitiva en los llanos occidentales, en Casanare, Colombia.

 —Casilda es de allá y nuestro hijo Pedro es agrónomo y vive en una propiedad de ella desde hace cinco años. Aquí, ya no se puede vivir. Los ladrones acaban con mis cabras y nos estamos enfermando de ansiedad. 

Ulises, quien me había traído el día anterior en su mototaxi descolorida por el tropel de la arena, me llevaba ahora inventando caminos a través de un médano plantado en la noche por  caprichos  del viento.

La suerte de Mingo

Según Odiseo Rodríguez, Mingo nació en la isla Zapara en 1896 y su nombre de pila era Mingo Antonio Morales Junives.  Aprendió  a leer  y escribir observando cómo llevaban sus cuentas los comerciantes que venían cada semana desde Maracaibo a comprar pescado. “Él los orientaba por los caños  y otros atajos de San Carlos, contando siempre la historia de cómo fue  cañoneado  el buque invasor Panther, y las anécdotas de su padre con el coronel Juan Emanuel Arismendi. Así era Mingo”.

Como la mayoría de los pescadores era trotamundos y no tenía residencia estable. Odiseo Rodríguez aseguró que Mingo buscó refugio muy enfermo en casa de un sobrino llamado Guillermo Ortega en la ciudad de  Maracaibo. “La diabetes lo acabó sin remedio y fue internado en el Hospital Central”. 

Mingo murió a mediados de 1986 a la edad de 90 años, el mismo año en que esperaba ver por segunda vez sobre el cielo de San Carlos, la palma incandescente del errabundo  cometa Halley.

@marcelomoran