Marcelo Morán: El destierro de Jeremías

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Desde el sector Tamare, en el municipio Lagunillas, reportaban por la radio el arrollamiento de un caballo. El sol apenas empezaba a encumbrarse y el tráfico se tornaba fluido por la carretera Intercomunal aquel miércoles 10 de enero de 2015. No era un caso por el que tendría que alarmarse las decenas de radioyentes que a esa hora nos desplazábamos en una buseta rumbo a Maracaibo, era natural la embestida de un semoviente por un vehículo, sobre todo, en una autopista cruzada por varios tramos rurales.

 Pero lo que no era normal, fue la reacción desmesurada de un puñado de vecinos de la zona que cayeron como marabuntas sobre los restos del infortunado animal para descuartizarlo como respuesta a la carencia y sombra de hambre que empezaba a generalizarse en todo el país en las últimas semanas. La mayoría de los pasajeros comentaba, que haría lo mismo en caso de presentarse una ocasión similar, pues el precio de la carne había alcanzado ya  niveles de escándalo.

Una vez arribado al terminal de pasajeros en Maracaibo, tomé el autobús de la ruta Campo Mara a fin de visitar a mis hermanos en la comunidad de Las Parcelas, a dos horas de la capital zuliana. Al llegar a una parada en el sector Las Playitas, abordaron más de cincuenta pasajeros y la unidad de transporte arrancó: algunos se conformaron con apoyarse en las barras aéreas para no sufrir un traspié. A mi lado se sentó un paisano wayuu de avanzada edad y de pálido semblante; estaba exhausto. Lucía una guayabera blanca y llevaba un sombrero de dos tonos (rojo y verde) tejido con fibras de moriche. Hizo reposar sobre sus piernas una bolsa negra que contenía varios manojos del material usado para la confección de sombreros y otros géneros artesanales. Se quitó el sombrero y se presentó con los modales de un gran caballero:

—Me  llamo Jeremías Ipuana, estoy  a la orden en Cerro Cochino.

—Es un placer, hermano — contesté  admirado por la sorpresiva  reacción de mi paisano, quien presentaba además, los ojos vidriosos en unas cuencas oscuras y profundas.

En el caluroso trayecto hizo aparición un joven que tenía la cabeza rapada. Se apoyó sobre la barra vertical ubicada detrás del asiento del chofer para mantener el equilibrio y, sin titubear, sacó de un bolso negro, tipo colegial, un manojo de chupetas que iba repartiendo a ambos lados hasta llegar al último puesto. Con la misma disposición retornó  al lado del chofer para improvisar un discurso, en el que se identificaba como estudiante y exigía a los usuarios colaboración para adquirir las chucherías a precios asequibles. Apenas tres, compraron, otros como mi compañero la devolvieron, sin entender de qué se trataba aquella efímera entrega precedida de una entusiasta perorata.

No trascurrió dos minutos cuando le tocó el turno a un predicador evangélico. De nuevo, mostrando un discurso, quizás repetido y escenificado en cientos de autobuses, leyó varias citas bíblicas que no despertó el interés de los pasajeros, que a esa hora cabeceaban por  efecto del sopor  y las interminables paradas. Al darse cuenta de que hablaba solo, dio un giro a su prédica y deseó que en los próximos días, con ayuda de la intercesión divina, se revirtiera la crisis alimentaria y, el país, se encaminara por la ruta de la añorada bonanza. Con ese gesto, el tenaz predicador consiguió al fin del aletargado auditorio andante un rumoroso ¡Amén!

El chofer a través del retrovisor reflejaba su impaciencia, pero en seguida recobró el ánimo cuando el  religioso señaló el sitio en que deseaba bajarse.

 Tan pronto se puso de nuevo en marcha el autobús, el chofer llevó a su máxima capacidad el moderno equipo de sonidos, reproduciendo a esa hora un vallenato que hizo despabilar a todos los pasajeros. Fue en ese momento en que mi compañero dejó su parquedad y empezó a interactuar estimulado por el volumen de la música: “Allí está Silvestre Dangong con La gringa. Bebí mucho ron, oyéndolo allá en Uribia”, señaló, como si el cantante viajara también en el autobús.

Mi contertulio tenía un hematoma morado en la mitad de su antebrazo izquierdo. Al preguntarle de qué se trataba, sonrió y su rostro famélico adquirió un nuevo matiz:

—Es una larga historia, hermano.

Acomodó la bolsa negra para cerciorarse de que su contenido estaba intacto y comenzó a narrar su historia.

—Mi tierra siempre ha sido azotada por la sequía, pero después que se implantó el Estado de Excepción el año pasado, aquí en Venezuela, se aceleró la hambruna como nadie puede imaginarlo. Cuando la prensa se hizo eco de ello, ya había muerto mucha  gente, sobre todo niños y viejos como yo. En mi caso particular sufrí mucho. Yo tenía un rebaño de cincuenta chivos al que  dedicaba  todo mi tiempo: cada lunes vendía la leche y el queso y una que otra piel en el mercado de  Los Filúos. De allí traía algunos víveres que revendía en mi ranchería y alcanzaba al menos para comer y comprar algunas pipas de agua con las que mantenía a medias mis animales. También confeccioné sombreros que vendía allá. Eso se acabó de un día para otro: no pude pasar la frontera por orden del presidente Maduro, porque comerciantes como yo, estábamos arruinando la economía de Venezuela, por Dios.

 Jeremías Ipuana carraspeó para hacer una pausa.

Aunque sin pretender emular a su tocayo del Antiguo Testamento, Jeremías Ipuana desglosa sin reservas su propia visión sobre un tema del cual se abstiene mucha gente: hablar acerca del  fin del mundo.

—A finales de los años 40 se podía sembrar en algunas partes de La Guajira. A comienzo de los 60 lo poco que quedaba de fertilidad se convirtió en polvo y no se pudo cultivar nada. También en Mara, que siempre ha sido una tierra de grandes cosechas  el suelo se ha vuelto estéril. Pareciera que la tierra se está quemando de norte a sur y así con el tiempo todo se convertirá en un gran desierto, que solo servirá para que los burros puedan revolcarse a sus anchas. De esa tragedia sobrevivirán las montañas, pero más adelante serán arrasadas y nada más quedará el mar. El mar eterno… Así lo soñé en aquellas horas de mi agonía. Fue horrible; jamás tuve experiencia igual.

Jeremías nació en Uribia (municipio de la Guajira colombiana) el 1 de mayo de 1949 y pertenece al clan Ipuana, que tiene como tótem el ave caricare. Con el tiempo sus padres se mudaron más al este; a orillas del mar en un pueblo llamado Puerto Estrella. Jeremías tiene tres hijos, uno fue reclutado por la guerrilla colombiana, otro es pescador en Manaure y el menor vive en Valencia, Venezuela. No ha sabido nada de ellos en los últimos cinco años. Su mujer murió en 1996 a causa de un brote de encefalitis equina (aleyajawaa). Desde entonces permanece soltero.

—La situación se puso tan dura,  que muchos de mis vecinos dejaron sus casas para buscar alivio en el lado de Venezuela. Yo preferí quedarme para lidiar con mi rebaño. Pensé que el cierre de la frontera iba a ser pasajero y, así en esa equivocada espera, se fueron muriendo los chivos; no tuve cómo mantenerlos. Los perros hambrientos que abandonaron mis vecinos y luego el acecho de cazadores furtivos de la zona, se encargaron del resto. Intenté en muchas ocasiones pasar la frontera, pero los militares de Venezuela, jóvenes en su mayoría, nos apuntaban con sus armas como si el wayuu  fuera un enemigo muy peligroso y a quien debía ser tratado  como bestia, de modo que sin más demora retorné a mi rancho a morirme de resignación.

Jeremías no es un nombre muy común en los wayuu y al recordárselo se quita su sombrero, lo abanica un  par de veces  y se lo vuelve a poner.

—Así es. Un padre capuchino amigo de mis padres me bautizó con ese nombre porque nací el 1 de mayo, día de San Jeremías. De lo contrario me hubiera llamado Jesús, José, Rafael o Antonio, los nombres preferidos por las madres wayuu después de ser impuestos por la religión católica. Antes, a un wayuu le importaba poco el nombre que podían ponerle: le daba igual si lo llamaban Viento, Descalzo o Hambriento. Ah… y volviendo a la conversación, me quedé solo a la buena de Dios, a morirme como habían muerto mis vecinos; de hambre sed y resignación en una tierra pelada y hostil. Pero una fuerza interior me dio aliento para mantenerme vivo; comía platanitos de cují y chupaba cardones para extraerle las últimas gotas de agua.  Así permanecí hasta perder la noción de las cosas. Fue entonces cuando apareció en mi auxilio un caritativo alíjuna (extraño), y en medio de su terrible asombro me dijo: “Amigo ¿qué puedo hacer por usted?”. Creyendo que se trataba de un delirio de agonía, le respondí que buscara en una libreta la dirección de mi sobrina Raisa González, quien vive en Cerro Cochino de Mara, y así hizo el buen hombre. En la libreta que estaba en una mochila no solo encontró donde vivía mi sobrina sino el número de celular, que facilitó  aún más las cosas. De modo que le envió sin darme cuenta una foto en ese estado tan deplorable en que me encontraba. Se veían mis costillas bien marcadas sin necesidad de una radiografía. Esa imagen obligó a mi sobrina a viajar sin medir distancia para recoger mi cadáver. La pobre creyó que yo había muerto. Y así, llegó al amanecer… y, como vio que aún estaba vivo, me reanimó con algunas bebidas y me montó luego en su camioneta para llevarme ese mismo día al hospital Adolfo Pons, al norte de Maracaibo. Por el camino no hubo contratiempo, los guardias me miraban con terror, pues creían que yo sufría esa rara enfermedad llamada ahora Zika. Pero gracias a Dios no presenté ni un signo en los exámenes. Al contrario, mi padecimiento era aún mucho peor. Me diagnosticaron deshidratación severa a causa del hambre soportado en los últimos meses y otras deficiencias. Por primera vez, yo era consciente de mi estado cadavérico, por eso costó mucho encontrar la vena en donde tendrían que colocar la aguja para ponerme el primer suero de  salvación. Ese es el motivo del morete que tengo aquí —señaló—en su antebrazo izquierdo.

Jeremías de cuando en vez giraba su cabeza para comprobar si yo ponía interés en el relato que desglosaba con desbordada pasión, y así prosiguió:  

—Cuando reaccioné, creí hallarme en  otro mundo. Todo lo que veía a mi alrededor era de color blanco. Vi varios rostros llenos de perplejidad, al principio creí que eran mis ancestros difuntos que me daban la bienvenida en Jepirra, pero estaba equivocado. Eran unos generosos vecinos de mi sobrina, que habían venido para saber de mi situación. Cuánto se los agradezco hoy.

Quince días después de haber salido del hospital, Jeremías salió rumbo a Ziruma a comprar material para la confección de sombreros, pero la debilidad que todavía acusaba le jugó una broma. Un sueño profundo lo envolvió y vino a despertar cuando casi llegaba al terminal de pasajeros. Se quedó en Las Playitas, donde al fin pudo comprar las fibras del codiciado moriche, unos tintes, tijeras y pegamentos.

Jeremías espera producir cincuenta sombreros, cada uno valorado en dos mil bolívares. El dinero recogido lo destinará a la compra de herramientas de labranza para dedicarse a la siembra de plátano, ocumo, yuca y maíz en una porción de tierra bordeada por manantiales y cedida por su hermano menor Rafael González Ipuana, en la Sierra de Cachirí, ubicada 100 kilómetros al oeste de Maracaibo en el municipio Mara.

Jeremías va a someterse a un destierro voluntario, pero en ese mes que guardará reposo, espera restablecerse por completo, pues le espera un viaje de ocho horas por empinados caminos selváticos para tomar posesión de la añorada tierra prometida.

Jeremías hablaba con tanta claridad que ni siquiera en su rostro macilento  quedaban dudas sobre la  determinación que iba a tomar.

—Sí. Me quedaré en Cachirí.  Quizás muera devorado por un tigre, pero jamás por el hambre: ¡No regresaré  a La Guajira! 

Antes de que el autobús se detuviera en Cuatro Bocas  faltando un cuarto para las doce de la tarde, intercambiamos números de celulares para llamarnos más adelante. Al llegar a la parada, la gente se abalanzó de una vez sobre la puerta principal, creando un colapso difícil de sortear. Por momentos perdí de vista a Jeremías. Como pude, pasé a la ventanilla contraria y logré verlo descender en una postura propia de un convaleciente: sus pasos eran lentos e indecisos. Sin embargo, pude gritarle:

—¡Hermano, Jeremías! ¡Te acuerdas de confeccionarme el sombrero!, pero él contestó mi pedido con un ademán solemne de cabeza, y en seguida desapareció, sin más gestos entre un abigarrado y bullicioso grupo de buhoneros.

@marcelomoran