El imperio Gucci, creado por visionarios italianos, han impuesto durante décadas modo y estilo. La marca fue cimbrada por el asesinato del heredero Maurizio Gucci, en manos de quien era su exesposa, Patrizia Reggiani, que pasa a la historia como la arribista que destruyó el legado, e hizo que todos los integrantes de la familia quedaran fuera del negocio millonario, que hasta ahora subsiste con prósperas finanzas.
Basada en eventos reales, La Casa Gucci (House of Gucci, 2021) explica cómo se urdió la trama para que la despechada Patrizia (Lady Gaga) eliminara fríamente a Maurizio (Adam Driver) quien, al abandonarla, destruyó sus sueños palaciegos. El director Ridley Scott, siempre fastuoso y meticuloso, hace una perfecta recreación de las décadas 70, 80 y 90 para seguir esta relación tóxica, marcada por la ambición de ella quien, desde un inicio, hizo un plan para atrapar al heredero millonario y convertirlo en su esposo.
El contexto, ambientado por música disco, es la explicación didáctica de cómo se formó la legendaria firma, que hicieron crecer los hijos del fundador, los astutos y enérgicos, Aldo (Al Pacino) y Rodolfo (Jeremy Irons), y que tuvieron que heredar a sus propios vástagos, el tonto Paolo (Jared Leto) y el pusilánime Mauri.
Sorpresivamente, Scott, de ordinario fino en sus grandes ensambles actorales, ahora parece que se resbala al convertir esta trama criminal en un largo culebrón italiano, que tiene muchos momentos de humor involuntario, como si fuera una comedia negra sobre un hecho deplorable, en el que no queda espacio para la risa. En medio de la lamentable decadencia de esta generación de creadores, todos los personajes se ven en marcha forzada, al hablar en inglés, pero con acento italiano, como si hubiera una incómoda confusión de idiomas.
En el centro de la acción se encuentra un show espectacular de Lady Gaga, convertida ya en una actriz protagónica, muy segura en su interpretación de la superhembra histérica que enloquece de ambición, al subir, en un parpadeo, a la cumbre de la pirámide social. Bella, provocativa e inescrupulosa, luce en el papel de la inculta consorte que demuestra una intuición natural para la intriga. Pacientemente opera para que los familiares se confronten y se desprendan de sus fortunas para favorecerla a ella, con el pretexto de buscar la seguridad para el hogar que ha creado con su manipulable marido.
Hasta que la traición es demasiado evidente y el karma se le revierte con desprecio y relego, que no puede soportar.
Llama la atención que el director haya dejado que Pacino y Leto se salieran de control. Al, siempre seductor, aquí luce como El Padrino en su etapa de decrepitud, aunque obeso y cascabelero. No se entiende como es que Jared desarrollara su papel en forma de caricatura, con improvisaciones que parecen de comedieta, al convertir a Paolo no sólo en un tipo repulsivo, si no detestable, en una especie de Fredo diluido, sin el carisma de John Cazale. Salma Hayek, como exótica latina, es convertida en una vidente que asesora, con supercherías y lectura de cartas, a la lastimada Patrizia, a la que incluso le ayuda a concretar sus planes malévolos.
Debajo del glamour de la moda, dice Scott, hay una lucha salvaje de intereses corporativos, en el que los mafiosos, elegantes y estrellas de la sociedad, se apuñalan y se tiran zarpazos para quedarse con el gran botín de una industria que produce riqueza interminable a quien sabe capitalizar las oportunidades que ofrece.
El jet-set ochentero queda muy bien retratado. Parece que La Casa Gucci es una película hecha para los viejos, que siguieron en el milenio pasado las desventuras de los ricachones que vivían a todo lujo y quienes, eventualmente, eran exhibidos en sus traiciones y ridículos públicos.
Será interesante saber si interesa el público juvenil, que puede ser indiferente a esos temas de escándalos remotos.
Luciano Campos Garza/ Proceso