Aquí el primero que pensó en cañones mediáticos fue el caraqueño Sebastián Francisco de Miranda Rodríguez, quien antes de zarpar en el Leander y sus dieciochos cañones, encaramó en sus bodegas, una imprenta y le recomendó a su viejo amigo ingles Jeremías Bentham, la redacción de una propuesta de Ley para Venezuela, en donde se establecieran los principios y bases que regularan el uso de aquella maquina disparadoras de ideas y opiniones impresas.
Es evidente que ni Miranda pudo conquistar el poder ni tampoco pudo aplicar el instrumento jurídico conocido como “The Particular Codes”; pero ya en 1810, andaba rodando la idea de regular la actividad de informar, para evitar que la libertad de prensa se convirtiera en un argumento donde la publicación de textos injuriosos, afectara la reputación de una persona o de cualquier institución publica. Así como la de generar normas para controlar los actos y la fuerza, de quienes a nombre del gobierno, atropellaran la libertad de imprenta y la libertad de opinar libremente.
El otro que no anduvo con medias tintas y logró imponer su cañón de letras, fue Bolívar; quien rogándole a Francisco Peñalver, su agente en la Isla de Trinidad en el 1817, le insiste en que le mande la Imprenta, por que ella “es tan útil como los pertrechos para la guerra”.
Este caraqueño con su lema mediático: ¡Los soldados ganan batallas y el Correo del Orinoco gana la guerra! no sólo logra conquistar el poder, sino que en el proyecto de Constitución que sometió a la discusión pública a través de su periódico señaló: “El derecho de expresar sus pensamientos y opiniones de palabra, por escrito ó de cualquier otro modo, es el primero y más estimable bien del hombre en sociedad. La misma Ley jamás podrá prohibirlo; pero tendrá poder de señalar justos límites, haciendo responsables de sus impresos, palabras y escritos, a personas que abusaren de esta libertad, y dictando contra este abuso penas proporcionales”.
La libertad de expresión no es una dádiva del Estado, ni un arma para degollar en nombre de ella a las personas, ni a las instituciones de la República; ella debe existir porque es inherente al ser humano y siempre será más saludable que haya exceso y no carencia de la misma. Debemos recordar lo que Bolívar con mucha imparcialidad expresó: “La opinión pública es el objeto más sagrado, ella ha menester la protección de un gobierno ilustrado, que conoce que la opinión es la fuente de los más importantes acontecimientos”.