Marcelo Morán: La empresa de Enrique

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Si el desarrollo de los pueblos pudiera medirse por la cantidad de automotores que exhiben  sus habitantes, Las Parcelas de Mara nunca hubiese pasado la prueba en 1969. Los vecinos que tenían  carros  podían contarse con los dedos de una mano, y aun así, sobraba uno.  Había un Caprice blanco, modelo 1955 de mi primo Nerio González, quien vivía en el callejón tres.  Otro era un Toyota  verde, Land Cruisser, decrépito, propiedad de Blanca Zeno, mi maestra de quinto y sexto grado. Quizás era un modelo de los años cincuenta.  Se desplazaba —cuando no prendía empujado— a una velocidad de treinta kilómetros por hora. Otro, era una camioneta Nissan, de color verde  y de última generación del señor Antonio Rueda que  conducía siempre de manera atropellada su hijo Ángel, mi compañero de primaria. Completaba esa escuálida lista,  un Ford  de cuatro puertas, modelo 1948 del señor Amílcar Suárez, que el mismo bautizó como “Macho Viejo”. Del resto, nadie tenía ese privilegio. Solo las camionetas grises, de chasis bajos, de la Shell, y los buses de la línea Campo Mara  que pasaban cada media hora hacían que la carretera y el paisaje no fueran tan monótonos.

A mediados de ese año, apareció un Plymouth, modelo 1966, color crema del padre Alejandro Paz, quien acababa de llegar de Encontrados para oficiarse como capellán del Fuerte Mara y se convertiría al siguiente año en el primer párroco de Las Parcelas. Con su llegada  el número de  vehículos aumentaba a cinco.

Empecé a cursar  el  quinto grado de primaria en 1969 y, en el lapso que duraba el recreo, me recostaba sobre una barrera  de ciclón orientada hacia la carretera. Tenía una altura de metro y medio y podía acodarme con facilidad. Era el modo de entretenerme, pues nunca me gustó jugar con mis compañeros de grado. En el grupo había rudos y pendencieros como Héctor Mayor, que apodaban el Flaco, y César Prieto, Cecita, que siempre terminaban un juego a trompadas y con los uniformes hecho tiras.

Desde la baranda perimetral veía pasar los buses de Campo Mara con  los pasajeros asomados a través de las ventanillas. Algunos  saludan, agitando las manos, otros, iban rígidos con los cogotes tiesos. Tan pronto desaparecía en la distancia, echaba un vistazo a algún vecino que leía entretenido el  Panorama, mientras esperaba sentado sobre una banca de cemento la llegada de otro autobús en la tienda de Gabriel Molina, que  quedaba  diagonal al colegio y separada por  la carretera.  

Una mañana, cuando apenas salía al patio para disfrutar del recreo, casi fui atropellado por una turba de muchachos que corrió hacia la cerca para seguir la trayectoria de un extraño jinete.  Era un viejo ensombrerado que iba montado sobre un hermoso caballo alazán.

—¡Corran, corran! ¡Llamen a las maestras! ¡Aquí viene Simón Bolívar… Viene Simón Bolívar!  —repetían  asombrados.

Corrí a la cerca tras ellos y en seguida identifiqué al personaje cuando pasaba por frente del colegio.

—¡No es ningún Simón Bolívar. Ese mi tío Trinidad! —les grité molesto, porque creí que se burlaban de mi familiar.

—Si es tu tío, dile que regrese —replicaron.

Para demostrarles que no era una mentira, grité:

—¡Tío Trinidad!

El viejo detuvo la marcha de su cabalgadura y regresó. Agité mis manos para orientarlo y, en instantes, hizo posar el magnífico caballo al lado de la cerca y los muchachos quedaron maravillados con la presencia del jinete que iba montado sobre una silla de cuero marrón brillante, que tenía decorados en relieve y de donde bajaban dos estribos plateados para hacer reposar los pies.  Mis compañeros  retrocedían cuando el caballo movía la cabeza y resoplaba con fuerza, mientras el viejo se dirigía a mí en fluido wayuunaiki (idioma wayuu).  Después del breve intercambio de saludos, hizo girar su montura y reanudó la marcha.

Tío Trinidad era hermano de mi abuela materna María Graciela Polanco y llegaba por temporadas de Alitáin un caserío de La Guajira, al sur de Guarero. Pernoctaba más allá de Carrasquero en un poblado llamado Los Aceitunitos, donde vivía su otra hermana llamada Delia, y al  amanecer se enrumbaba a Las Parcelas.

Desde esa baranda  observé también cómo el afanoso albañil don Saúl Bracho construyó en agosto de 1966 la cruz y la ermita de la Perpetuo Socorro frente al colegio.

Un día, desde aquella inolvidable cerca perimetral, distinguí un Toyota rojo, nuevo y descapotado  que conducía un hombre de tez blanca, de complexión enjuta y cercano a los 40 años. A pesar de que era un desconocido, saludaba a todos con un gesto de mano. Era la primera vez que ese rústico convertible entraba a Las Parcelas. Después me enteré por mi compañero Ángel Rueda, que el forastero se llamaba Enrique y era amigo y paisano de sus padres.  La familia Rueda vivía a cien metros de la vía principal.

Lo traigo a colación porque fue protagonista de un caso que solo puede verse o repetirse en una película de acción.  Antes de 1969 había un sujeto en la sierra El Guasare (prolongación norte de la sierra de Perijá  a cien kilómetros de Las Parcelas) que se había convertido en un auténtico verdugo; asesinaba a productores y todo aquel que cruzara esa enmarañada zona perteneciente al municipio Mara para despojarlos de sus pertenencias.

La prensa se hizo eco de esta extraña cadena de homicidios que durante meses conmocionó al Zulia y se volvió en un dolor de cabeza para las autoridades quienes se veían impotentes ante la incursión de este exterminador en serie conocido solo como Clavijo.

Fue tanta la presión ejercida por la comunidad, que el gobierno regional de la época, presidido por José León García Díaz se vio obligado a ofrecer una recompensa pública a quien trajera vivo o muerto al  salteador.  Ese anuncio, que solo tenía precedentes en las películas del Viejo Oeste, fue reseñado a página completa  en los dos periódicos de circulación regional: Crítica y Panorama  y divulgado en todo los noticieros radiales, siendo motivo para que entrara en escena Enrique: el hombre de espíritu apacible que pasaba siempre  en su Toyota rojo descapotado  por frente de mi colegio a visitar sus coterráneos de Fonseca, Colombia.

Enrique apareció —en una foto—  sosteniendo un ejemplar del día con la catadura impávida que caracterizaba a un caza recompensas de un western.  En esa reseña periodística  prometió que en una semana  traería a las autoridades  la cabeza del temido verdugo para tranquilidad de la ciudadanía sin explicar cómo lo haría.

 Hasta entonces nadie conocía las características del exterminador, si era humano o sobrenatural. Algunos recreaban la fantasía de que podía tratarse de una criatura pavorosa al estilo del “Monstruo de la Laguna Negra”: mitad pez y mitad hombre que estuvo de moda en la televisión venezolana en esa época y veíamos de noche con el corazón en la garganta.

La resolución de Enrique había creado una angustia y expectativa muy grande en Las Parcelas, considerando que era un hombre solitario, tranquilo y respetuoso. Valores que a simple vista parecían no bastar para reducir la ferocidad de un monstruo de la calaña de Clavijo.

Pasó una semana y nadie volvió a saber del paradero de Enrique tras su aventura de remontar la selva de El Guasare en busca de una meta suicida e imposible.

 En Las Parcelas no se habló de otro tema durante esos angustiosos días. En la cantina “El Último Tiro”los borrachos brindaban y echaban tragos al aire por la suerte de Enrique después de escuchar en una rocola las canciones de Javier Solís y de Alfredo Gutiérrez.  Las amas de casas que acudían a la tienda de Gabriel Molina se persignaban e invocaban a santos infalibles cuando alguien recordaba el asunto.

Al octavo día se rompió el hielo de la tortuosa espera. Enrique apareció en las últimas páginas de los dos principales diarios de Maracaibo. Estaba rígido en la plataforma de su Toyota descapotable. Su rostro tenía la frialdad que identifica  a un gladiador  romano después de batir en duelo a su más enconado rival. A su alrededor, cinco productores de El Guasare, miraban pasmados el saco  (hecho con una malla de una pulgada), que él alzaba, y permitía ver con nitidez la cabeza del azote que hizo sobrecoger de terror  al  Zulia en 1969.

@marcelomoran