“Entre el gobierno que gobierna de forma errada y el pueblo que lo permite, hay una solidaridad que da vergüenza”. Víctor Hugo
Estiré el brazo buscando con mi mano sobre la mesa de noche, el lápiz con la libretica que, cuando me acuerdo, los coloco ahí para hacer las anotaciones que en algún momento pudieran ocurrírseme. Aún dormido, y bajo los efectos oníricos de un sueño que trataba de quitarme desde sus efectos anestésicos, tocaba a tientas en la penumbra densa de la madrugada, el borde de la mesita para orientarme. Me fui despertando apremiado por mi propia voz que en el sueño me decía repetidamente: «voy a escribir esto para que no se me olvide, voy a escribir esto para que no se me olvide, voy a escribir esto para que no se me olvide…». Eso me rogaba con insistencia, sabiendo que al despertar se me olvidaría todo aquello como en infinidad de veces me había ocurrido. Me hablaba a mí mismo desde la voz interior que no responde a la voluntad consciente, sino a las profundidades indescifrables del mundo de los sueños que tiene cada persona. Mientras me repetía esa determinación, le hablaba al grupo de muchachos que se encontraban a orillas del lago, me contemplaba desde la somnolencia como un espectador de mi propia película. Eran varios adolescentes que jugaban a no sé qué cosa teniendo como paisaje la costa del Lago de Maracaibo, un pedazo de playa de arena negruzca, de aspecto baboso y embarrialado sobre la que caían las olas apaciguadas del estuario. A una distancia discreta, una línea de mangles enmarañados se divisaba como vigías misteriosos, tenían un aspecto tan tenebroso que parecían sembrados como escenografía para uno de esos filmes en los que acecha un animal dispuesto a acabar con todo ser viviente. «Aquí en estas aguas descarga la mierda mía tanto como las de ustedes». Le explicaba al grupo en modo casi pedagógico, con una formalidad tan notable, que contrastaba con el tono grotesco de la disertación, y de la cual yo mismo me sorprendía, no obstante, la frecuente y usual expresión de aquello que nos es tan común a los humanos.
A las dos de la mañana, religiosamente, se interrumpe el servicio eléctrico, se cumplen las seis horas reglamentarias en las que se dispone de electricidad. Un silencio repentino se apropia de la ciudad, los únicos puntos de luz que se aprecian son los del firmamento, una vastedad alucinante que esparcida en una infinita cantidad de puntitos luminosos, van titilando junto a la luna plenilunar que corresponde a su puntual fase de la estación, y al comienzo impetuoso de las lluvias de mayo. Dando vueltas sobre la cama, con los ojos metidos en la espesa lobreguez de la hora, el calor comienza a abrazarme inclemente; el sudor corriéndome por el cuello y detrás de las orejas, va enfriándome el cuerpo mientras la sensación pegajosa de la humedad me impulsa a extender los brazos buscando el socorro del ambiente calmo. El canto de un gallo se escucha lejano, seguido del ladrido ronco de un perro que nunca se sabe de dónde sale, pero siempre se oye. El rumor de unas voces como un cosquilleo sobre el viento se percibe pausado en una atmósfera en que ahora da paso a los sonidos que ordinariamente no se escuchan, son como ráfagas viajando indefensas en el sopor nocturno. Las palabras se advierten a retazos entre un hombre y una mujer desde uno de los pisos contiguos. Se sienten en tono de lamento enojado, de queja noctámbula que a otras horas pasarían desapercibidas.
La primera vez que fui a la playa, las aguas del lago eran de una tonalidad más o menos indefinida de entre los verdes, quizás un verde claro, mateado, como el que llevan algunas metras en su interior. En la arena, como en un manto suave, pequeñitos cangrejos corrían desprevenidamente arrastrados por las olas que los arrojaban indefensos sobre los granos amarillentos de la orilla; una y otra vez se reponían de la furia del agua, y como tercos empecinados, se regresaban buscando nuevamente el marullo que los expulsaba de nuevo a la costa. Luego pude comprender que es el instinto el que los mueve a repetir aquello que los humanos inferimos de inmediato. Una gran cantidad de cocoteros se alzaban por el aire con su aspecto distinguido y elegante a lo largo de toda la ribera. Se mecían festivos con sus largos tallos firmes a la tierra, mientras sus hojas como coronas caóticas bailaban al compás frenético del viento. Nunca aprendí a nadar, cuando mis pies no alcanzaban a tocar estables el suelo lacustre, enseguida retrocedía buscando la seguridad que me daba tener mis extremidades sobre terreno sólido. Era también el instinto el que me impulsaba igual que a los cangrejos a buscar la seguridad. Pocas, poquísimas, veces me arriesgaba a un poco más allá en la altura de las aguas; respetaba la profundidad del remanso acuoso porque conocía mis limitaciones, pivote inconsciente de una personalidad que elude el riesgo de buenas a primeras sin tener garantías tangibles para tomarlo. Sin embargo, siempre fueron ocasiones felices, de travesuras inocentes que le sacaban el entrenamiento a cualquier instante. Nada recuerdo con mayor gusto de esos lejanos tiempos de la infancia, que aquellos días de playas junto a mis primos. Si algún reclamo tendrían que hacerle los zulianos del presente –estos quienes ahora han perdido la fortuna de disfrutar de aquellas playas de mis días–, a mi generación y sobre todo a varias antes que a la mía, es haber dejado convertir al Lago de Maracaibo en ese gran pozo séptico que hoy representa. No hay en la región ni una sola planta de tratamiento de aguas residuales que funcione. ¡Ni una sola! Evidencia incontestable de la gran irresponsabilidad con la que se ha tratado el asunto.
Todas las aguas servidas, que como ríos desbocados de inmundicia llegan de las ciudades ribereñas y, de más allá, descargan impunes su contenido en el lago. El estado venezolano ha sido extremadamente negligente con su planificación en el ámbito ambiental. Ni siquiera ha sido capaz de cumplir los imperativos de las leyes de saneamiento que él mismo ha promulgado.
Desde finales de siglo pasado se tenía previsto construir el sistema de plantas de tratamiento de aguas servidas de las principales ciudades de la cuenca del lago, una vez que se iniciaron, ninguna de ellas se culminó, y aquellas que previamente existían al régimen acordado, habiendo funcionado a duras penas durante un lapso relativamente corto, hace ya tiempo dejaron de prestar servicios. Es una calamidad enorme, un crimen ecológico de proporciones colosales lo que ha ocurrido con el Lago de Maracaibo.
Hace algunos años, pero ya en el nuevo siglo, durante una tarde anaranjada en que los flameantes rayos del sol arrecian sin piedad, mientras visitaba las instalaciones de una de aquellas, ahora fantasmales, empresas de servicios lacustres a la industria petrolera, observando el grupo de lanchas, remolcadores y toda clase de embarcaciones que en grandes cantidades yacían sobre el pedazo de costa convertido en muelle; a nuestra izquierda, lago adentro, en una extensión de varios metros entre las aguas, un rugido repentino rasga el rumor sordo que llegaba desde la orilla golpeada por las olas. Enseguida, un torrente asqueroso de aguas negras, brotaba con presión desmesurada desde un enorme tubo de varias pulgadas de grosor, descargándose inclemente sobre el lago, en repugnante trasiego de porquería cayendo encima del remanso de aguas que en otrora concitara las más bellas expresiones de ternura de nuestros poetas. Casi en el acto, el aire que respirábamos, se trastoca en hedor nauseabundo, en desagradable podredumbre inimaginable para cualquiera que alguna vez escribiera loas al reservorio de agua dulce. Nos retiramos apresurados del lugar, impactados por el espectáculo horripilante, expresando a viva voz nuestro asombro sobre el hecho. El propietario de la empresa, según me cuentan, en algunas ocasiones refería indignado sobre el particular: «toda la mierda de la ciudad se descarga en el patio de mi empresa».
Para los meses finales de dos mil seis, el entonces presidente Hugo Chávez, agendó en su programa de inauguraciones previas a la celebración de las elecciones presidenciales, la puesta en servicio de la planta de tratamiento de aguas servidas de la ciudad. Bien entrada la mañana del día previsto, el equipo técnico a cargo de la obra realizó las primeras pruebas, aguardando, como suele ocurrir en este tipo de eventos, por el visto bueno del protocolo presidencial; para aquel toque oportuno, noticioso, en que el primer mandatario con sólo oprimir un botón en medio de atronadores aplausos, encendería el sistema que acabaría con esa vergüenza de recitar panegíricos sobre el lago, al mismo tiempo que le lanzamos nuestros excrementos. El comandante, es decir, el presidente, ese que un día decidió hacerse llamar como un jefe cuartelarlo, y no como servidor público, llegó tarde. Atareado entre el gentío que le esperaba, y su séquito inveterado, apenas se atuvo al protocolo elemental, hecho éste que no era nada extraño en él, porque como bien ha quedado registrado en nuestra historia patria, el personaje no era muy respetuoso de estas formalidades reglamentarias. Con su muy particular estilo, en medio de sonrisas, algarabía, gritos de seguidores y desesperados intentos por tocarle, el programa se desarrolló como atropelladamente sólo podía resultar.
Con dificultad tomé el lápiz, hice tres o cuatro garabatos encima de la libretica, adivinando la superficie sobre la que anotaba esos jeroglíficos que ahora estaba seguro no olvidaría. La expresión que recordaba luchando contra el olvido, me ayudaría a situarme en la idea, en el propósito de la narrativa, y por ello mi interés apresurado en registrarla. Despierto, ya no pude conciliar más el sueño sino hasta después de un buen rato, mientras tanto, socorrido por la tenue luz natural que entraba por la ventana de la habitación, me dirigí a ella para abrirla, desplegando la hoja rectangular en que consiste el ventanal. Un olor a gasoil me pegó en la cara súbitamente, se respiraba flotando sobre aquella parte de la ciudad que divisaba a media luz. Cuando la electricidad se suspende, las plantas eléctricas se encienden automáticamente, de ellas se desprende, entonces, el humo del combustible que queman para mantenerse funcionando, esa era la causa del saturado olor en el ambiente. Como el sonar de los murciélagos, me dejé llevar por el oído, y con relativa facilidad, logré determinar la ubicación de varias de ellas en el paisaje oscuro de la madrugada. Ociosidad noctámbula cortesía de Corpoelec. Todo estaba como suspendido y el tiempo parecía no iba a ninguna parte. Temprano, para usar alguna expresión como medida temporal cercana a las dos de la mañana, una lluvia imprevista hizo elevar un vapor lerdo de las calles calientes hasta la altura media de la ciudad, como imagino sería el efecto de una lluvia ácida de esas de las que tanto se habla en la literatura ecológica cuando cae sobre la tierra. A ras del asfalto, seguramente a una distancia discreta de éste, se fue alzando como una bruma débil e informe, liberándose despacio desde el suelo de modo gaseoso y etéreo, para que la ciudad adquiriera un toque espectral bajo la precaria luz de la iluminación pública, conformando una panorámica de pueblo abandonado al que sólo le faltarían los rollos de paja dando vueltas en las calles como los viejos western de nuestra infancia. Contemplando la escena mientras adivino en las distancias los sectores que aún tienen electricidad. Una, dos o tres canicas a la vez se estrellaron sobre el piso superior donde habito, mi techo; sonando nítidamente con su inconfundible rebote sobre el cemento. Pese a que no habita nadie ahí, eventualmente, se ha venido escuchando desde hace cierto tiempo, un ruido similar al que genera la caída de unas canicas saltando encima del piso. Enseguida se recogen y no vuelven a oírse hasta la siguiente oportunidad. Desde hace más de dos años el propietario del inmueble, una vez que falleció su madre, abandonó la propiedad junto a su pareja, y desde aquellos días no se sabe de él. Un sujeto hosco con cara de vinagre del que nadie tiene conocimiento. Quienes viven contiguamente, igualmente manifiestan su desconcierto cada vez que se toca el tema de las metras sonando en la madrugada. Sólo se oyen en un instante, por unos segundos veloces en que puede durar un sonido semejante, como justamente ha sucedido hace unos minutos.
Desde un lugar impreciso de uno de los niveles superiores, la charla pausada de un par de vecinos, un hombre y una mujer, ambos jóvenes, por el tono de sus voces, se percibe como un rumor distante y apagado, probablemente sean los inquilinos recientes que apenas se conocen; no duermen, como ahora le ocurre a otro de los residentes que desgrana las horas con un cigarrillo entre los dedos que se asoman descansando sobre el marco de la ventana lindante a la mía. Es uno de los viejos del par de jubilados que se disputan, además de los cigarrillos, las sobras de felicidad que les entregan Mateo y Rocco, dos gatos esquivos que se esconden perennemente evitando los mimos de ambos achacosos. Un piso más abajo, dos niñas y un varón en edad escolar que viven con la abuela y sus padres, duermen a plenitud después de alborotar durante todo el día las escaleras y pasillos del edificio con sus risas y juegos indiferentes, como en una vacación permanente porque casi nunca hay clases en la escuela. El niño, es aquel que lloraba incesantemente cuando bebé, mientras llegaban en aquella ocasión al apartamento de Marila, la vecina que aún habita en la planta inferior, precisamente debajo de ellos, los dos hombres que buscaban afanosamente al publicista desaparecido desde entonces. Marila y Leandro no alcanzaron a tener hijos. Sólo la niña de la mujer divorciada, que vive enfrente, permanece despierta. Cada vez que baja las escaleras tomada de la mano de su madre, se queja de no haber dormido, ambas lucen ojerosas y, en el trayecto, cuando la llevan a la escuela durante los días en que la restricción eléctrica lo permite, manifiesta su enfado resistiéndose a ir a clases. Quizás ahora ambas entregan sus abatimientos a la penumbra que se extiende sobre la ciudad, luchan contra el peso fatigoso de las horas por la porción de sueño que la madrugada calurosa les arrebata como a todos.
Cuando se encendió el dispositivo de energía que alimenta el sistema, un ruido atronador indicó la puesta en servicio de la flamante estructura que acabaría con la descarga de aguas turbulentas al lago. Risas y alegrías colmaron el importante logro, sentimientos de labor cumplida y satisfacción animaron a los responsables de semejante obra pública. El presidente cumplió, destacaría la nota periodística del siguiente día. Inflamando sus pulmones en muestra plena de regocijo, escogió su amplia sonrisa para despedirse. Un torbellino de seguidores, acosados por el sol y la larga espera, se desmelenaba intentando acercársele para susurrarle en segundos sus penas; para tocarlo aun cuando fuere por causa de algún empujón, y forzar efímera su vista para hablarles en la intimidad que quizás sólo sería posible durante esa única oportunidad de sus vidas. Gritaban su nombre con las manos en alto, y entre ellas, un papel arrugado para entregárselo ahora por virtud de la suerte que a cada quien le asistiera.
Posterior a un lapso no mayor al de un par de horas, en otro lugar, la sección de una de las vías de la ciudad, se hunde inexplicablemente, un boquete grande, inmenso, se abre en el asfalto, y obliga a los vehículos a tomar una calle alterna. En otra parte, en un perímetro cercano, ocurre lo mismo. La red de tuberías de aguas residuales recién culminada para integrar el sistema que se inauguraba, colapsa abrupta e imprevisiblemente. Su flujo se detiene y embrolla de tal modo que el novedoso ingenio de saneamiento ambiental, se desmorona súbitamente en decepcionante propósito. Nunca más el gobierno se ocupó del caso. Ese mismo día, el presidente se marchó de Ciudad Ojeda con las atribuladas correspondencias que sus asistentes pudieron recoger de entre el gentío, mientras la flamante apuesta de ingeniería ambiental inaugurada, se apagó casi al mismo tiempo en que el comandante tomaba vuelo con destino a la siguiente parada de su periplo proselitista.
Un grillo solitario canta intermitente al amparo del sigilo crepuscular, su runrún suena durante el intervalo tedioso del amanecer en que pareciera detenerse el tiempo. Su timbre se escucha como el repique de algunos teléfonos móviles; un estrafalario ruido brillante en el que un acompasado fondo ronroneante le proporciona la armonía de un bajo, como cuando un músico rasga en desánimo las cuerdas de aquel melodioso instrumento. En realidad, el animal se frota escondido sus extremidades, seduciendo con su canto a la pareja metida en otro agujero del edificio, al tiempo que la ciudad se va desmayando en espera rendida hasta los fulgores del nuevo día.
–¡Acuéstate! –me dice mi mujer, desde la penumbra aliviada por la luz estelar–. Engañemos nuestro desvelo antes que amanezca.
Terco, adelantándome sobre el discurrir inexorable de la aurora, me limito, entonces, a garrapatear sobre la libretica, unos versos repentinos que no podrían resistir el agobio del olvido.
Si alguna vez brilla en la oscuridad,
no te asustes, no es fantasma ni espectro alucinante,
es la ciudad con su traje intimidante.
Somos dos los trashumantes,
ángeles perdidos siguiendo caminantes,
veladores de sueños que se esfuman vacilantes.
Si alguna vez lo supieras.
Que, en tu mirada penetrante,
dos lunares se dibujan en un destello distante,
hechizo afortunado que la noche va ganando
en este azar rutilante de abstraídos navegantes.
Si alguna vez brilla en la oscuridad,
no te asustes, no es dislate, además de la ciudad,
también deslumbran tus ojos adorables.
@emarz1