Marcelo Morán: Mi primera escuela

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Cuando empecé la primaria en septiembre de 1964, mi escuela tenía cinco años de fundada y aún no tenía nombre. La nomenclatura que la identificaba era: “Escuela Unitaria”. Su estructura pintada de un amarillo pálido constituía una suerte de luz en medio de un paisaje virginal donde el siglo XX estaba llegando a cuenta gotas  y con cincuenta años de retraso. La fachada tenía un diseño muy particular: desde la calle semejaba dos trapecios rectangulares enfrentados y, al fondo, sin ostentación geométrica, resaltaba una estructura de dos caídas de donde despachaba obsequiosa la directora de turno.

La escuela fue construida en el gobierno del presidente Rómulo Betancourt. Antes de 1959 no había escuela en un amplio radio de kilómetros y cada vez aumentaba la cantidad de niños en busca de escolaridad, hijos de los nuevos colonos que habían migrado de otros estados u otros rincones del Zulia, estimulados por la creación del Campo Mara (1944) por parte de la transnacional Shell que tenía a su cargo las operaciones petroleras.

Ante aquel cuadro de incertidumbre surgió la iniciativa de una generosa vecina llamada Carmen Quintero de Chacín, Mama Carmen, quien ejerció de manera voluntaria el oficio de maestra desde su propia residencia ubicada al final de la incipiente comunidad. Pero cada día iban apareciendo nuevos estudiantes, y Mama Carmen —como se le conocía—  no tenía más espacio en su residencia para atenderlos con esa entrega maternal que ya les profesaba a sus alumnos regulares. 

Esta situación  obligó a la comunidad a dirigirse a las nuevas autoridades del gobierno regional a fin de solicitar la construcción de una escuela que contara con maestros profesionales y la dotación exigida por la ley para su funcionamiento. El dirigente Jesús Luís Ordóñez y el vecino Sixto Colmenares donaron porciones de sus propiedades (equivalente de media hectárea) para la construcción del plantel. La respuesta del ejecutivo regional fue inmediata, y en agosto de 1959 la obra estaba terminada.

La primera maestra

En las gestiones que Jesús Luis Ordóñez adelantaba a comienzos de 1959 en Maracaibo  ante el gobierno regional presidido por Luis Vera Gómez, conoció a la maestra que dirigiría la primera escuela en Las Parcelas. Se llamaba María Luisa Correa de Morán y era nativa de San Francisco, que en ese tiempo pertenecía a Maracaibo.

La llegada de la maestra Luisa pasó inadvertida. La aparición de desconocidos era normal para los pocos residentes establecidos desde 1952. Siempre llegaban con maletas y los rostros desencajados por secuelas de penosos viajes. Esta forastera no portaba equipaje. Mostraba un aire augusto y solo traía en sus manos una hermosa lámpara cuya llama orientadora jamás iba a extinguirse en Las Parcelas. Pero a medida que la visita era continua y se conocía su propósito, la recibieron con beneplácito. De esa manera se integró con los padres y representantes en los trabajos de acondicionamiento del terreno cedido y donde se erigía una selva tan grande como el cuerpo del atraso que pensaban erradicar.

 El trabajo de limpieza fue laborioso y se extendió por casi un mes. Así mismo, organizó con probidad la llegada masiva de alumnos sin que ninguno quedara por fuera. La maestra no solo demostró su vocación por la enseñanza sino su amor por ese pueblo que establecería a partir de ese momento un vínculo indisoluble con ella.

Los alumnos que estrenaron la escuela fueron: los hermanos Jesús y Marcos Castillo Vílchez, Cilas y Aída Castillo, Fernando y Aquiles Suárez, Aura y Berta Morán Polanco, Duilia y Luz Marina Ferrer Chacín, entre otros.

Llegó el momento y asistí al primer día de clase junto con treinta compañeros. Nos tocó el salón alineado a la derecha, que tiene forma de trapecio desde la carretera, y de setenta metros cuadrados de donde había cuatro hileras de pupitres. En el lado izquierdo había un archivo y sobre esta, una esfera de la Tierra. En la pared colgaba un amplio mapa político de Venezuela. Al frente, yacía un pizarrón negro de cemento que resaltaba en letras corridas la fecha de aquel memorable día: “Las Parcelas, 16 de septiembre de 1964”. Delante del pizarrón, de pie, en una postura solemne, estaba la maestra vigilando nuestra entrada. Tenía treinta años. Era morena clara, de mediana estatura, complexión robusta y de largos cabellos negros. Vestía falda gris, una blusa blanca y calzaba modestos tacones negros. Todo en ella era ceremonioso: la entonación de su voz, su mirada, sus ademanes, sus desplazamientos con los cuales nos identificamos en seguida.

 Ella nos dio las primeras lecciones apoyadas en el libro Mi Jardín, como si fuera la partitura para interpretar las primeras señales del mundo, y así, silabeando palabras y garabateando letras cada día empezamos a descubrirlo.

Ella nos enseñó también  a cantar los himnos: Gloria al Bravo Pueblo y el Sobre Palmas, pero muy a su pesar, aprendimos otro con la misma rapidez e integridad de los anteriores: el himno de Acción Democrática. No era  de extrañar.

A escasos cincuenta metros del colegio queda la residencia del líder comunitario Jesús Luis Ordóñez en la que tenían lugar constantes reuniones partidistas y desde donde el pegajoso estribillo de: “Adelante a luchar milicianos”, reproducido por altavoces de vehículos llegaba tan claro como la cálida voz de ella.

 Eran destellos de la euforia vivida a comienzos de ese año cuando se recibió como presidente de Venezuela el doctor Raúl Leonis, electo para el período 1963-1968.

En 1965 la maestra Luisa se vino de San Francisco con su familia para seguir atendiendo a la comunidad. Ella se instaló en una casa que colindaba con la de Gabriel Molina, granjero y dueño de la tienda “Las Dos Esquinas” y quedaba a menos de cincuenta metros de la escuela. Allí nació su cuarto retoño; una niña.

Una inesperada visita…y… ¡Hágase la Luz!

Era un grupo de sacerdotes de la orden Padres Redentores que venía recorriendo el país en labores de evangelización. Era la primera vez que veía sacerdotes con sotanas blancas. La noción que tuve de curas era la imagen de hombres barbudos vestidos con túnicas marrones que visitaban a mi madre desde Guarero por temporadas. Pero estos hombres de Dios eran lampiños.

Los actos litúrgicos fueron celebrados en el colegio porque aún en Las Parcelas no había iglesia. La comunidad se desparramó sobre la escuela, atraída por la convocatoria de los misioneros que enseñaban a rezar y proclamaban a seguir la fe católica con ardor. Muchos niños fueron bautizados y otros hicieron la comunión. Así mismo muchas parejas impías contrajeron matrimonio y escucharon por primera vez una misa. Los evangelistas españoles liderados por el padre Pedro García, permanecieron  un mes y dejaron como testimonio de su paso una ermita con la imagen de la Perpetua Socorro junto a una enorme cruz de concreto; ambas estructuras miran hacia la escuela y fueron construidas por el vecino y maestro albañil don Saúl Bracho.

En febrero de 1967 la escuela celebró por primera vez el carnaval. Ya había llegado otro bien público a Las parcelas: la energía eléctrica, la ansiada luz. Eligieron a una niña de apellido Medero como reina, faltaba el príncipe. La maestra Luisa preguntó con su elocuente timbre de voz, quién de los varones tenía un flux. Nadie contestó. La maestra reiteró el llamado, y una voz tímida se dejó escuchar desde atrás. Todos volteamos: era Rafael Villegas, Rafucho, un muchacho delgado y de semblante triste, que vivía casi al final del primer callejón.  Con su pasiva respuesta fue elegido príncipe y se convertía desde ese momento en nuestro héroe.

Las maestras de otros grados, María Villalobos, Cristina y Betty adornaron los salones con bambalinas, globos y máscaras de payasos. A todos nos regalaron antifaz.

Llegó el día del acto. Nos concentramos en un amplio piso de cemento en el patio, rodeado de frondosas matas de mango para presenciar el baile de la reina con el príncipe Rafucho.

Ese día trajeron un tocadiscos eléctrico para mostrar otras bondades de ese nuevo servicio básico que cambiaba de manera vertiginosa los hábitos de los parceleros. Ya lo habíamos comprobado con el sonido del novedoso timbre, con el que las maestras se ahorraban los gritos para anunciar las horas de entrada y salida.

La maestra Luisa sacó de una carpeta un disco de 45 revoluciones con el tema a bailar. Era el pasodoble: “Ni se compra ni se vende”, que estaba de moda en las emisoras y cantaba el zuliano Memo Morales con la orquesta La Billo´s.

Empezó a sonar la melodía y tras ella, vino un estallido de aplausos. La reinita demostró con graciosos movimientos que había bailado antes pasodoble. No así nuestro héroe Rafucho, que embutido en un flux arrugado de dacrón gris y una corbata del mismo tono, empezó a sudar y  exhibir un baile muy extraño. Una mezcla de joropo con yonna guajiro que la paciente reinita no pudo descifrar durante los tres minutos que duró la interpretación de Memo Morales. Luego, se escuchó otra explosión de palmas con vivas que premiaba la actuación de los párvulos danzantes. Después, buscamos al sofocado Rafucho, y lo felicitamos.

Elisaúl, Mauricio y la maestra Blanca

Elisaúl López era flaco y el más alto del salón. Para ese momento tenía 13 años. Era muy introvertido pero a la vez muy inteligente y respetuoso. Estos últimos valores se han mantenido incólumes en su personalidad. En la actualidad es médico y pareciera el mismo muchacho sosegado que conocí hace cincuenta y nueve años. No así su timidez. Años después cuando empezó a estudiar bachillerato en Maracaibo, aprendió a bailar con soltura y se convirtió en el mejor de ese género en Las Parcelas, teniendo como pareja en algunas veladas a la simpática Marisela, Chela Morán, quien fuera la primera parcelera en graduarse de docente.

Mauricio era bajito, ingenioso y simpático. Él mismo se hizo apodar Perro Pluto y a toda hora bailaba en los pasillos invitando a una muchacha delgada, alta y seria llamada Rosa Sotelo. Al principio Rosa se molestaba, Tiempo después disfrutaba de las chanzas y se volvía fanática del histrionismo de Perro Pluto. Mauricio más tarde se graduó de ingeniero  civil y reside hoy  en Chile.

En 1967 aparecieron dos nuevos compañeros de cuarto grado: Josefa García y Ángel Rueda. La primera era una hermosa chiquilla rubia, de cabellos rizados y ojos de color miel. El segundo era moreno, un poco robusto y algo mayor para el grado que iba a cursar con nosotros. Tenía quince años y a esa edad lo veíamos pasar conduciendo un Nissan de color verde, de último modelo, de su papá, el señor Antonio Toño Rueda, ganadero, cuya finca se llamaba La Yolanda y estaba ubicada en la serranía de El Guasare.

Cuando íbamos a presentar las pruebas finales de julio para promovernos al cuarto grado, de manera sorpresiva llegaban como jurados dos maestros del colegio Monseñor Godoy de la población Carrasquero. La maestra Luisa desaparecía  de la escena como muestra de imparcialidad. Recuerdo a uno: era alto, moreno y de expresión campechana. Se llamaba Armando Abreu y era sobrino de mi abuelo materno. Esta visita se repitió al siguiente año, pero siempre salíamos bien librados para satisfacción de los examinadores visitantes.

En 1969 cuando cursamos el quinto grado estrenamos maestra. Tenía menos de treinta años y se llamaba Blanca Zeno. Había llegado con sus padres del estado Trujillo en la primera oleada de migrantes que se estableció en Las Parcelas a mediados de los cincuenta y, siendo una adolescente, apoyó como voluntaria el trabajo de la maestra Luisa en aquel difícil comienzo. A principios de los sesenta partió a Rubio, estado Táchira, para formarse como maestra normalista y, una vez graduada, ejerció la docencia en Santa María de Heres, pueblo del Sur del Lago de Maracaibo.

 La maestra Blanca Zeno, era delgada, bajita, de ojos claros y espíritu cordial. Con ella aprendí a dibujar y a usar la tempera y los creyones. También enseñó la técnica del óleo, pero los tubos de pintura eran muy costosos. Nada más lo adquirió el paciente Elisaúl, con los cuales  logró pintar una casita flanqueada por un árbol solitario sobre una modesta loma; cuadro, que tal vez debe exhibirse hoy  en alguna pared de su residencia.

Antes de que terminara el período escolar la diligente maestra Blanca llevó en varias tandas al grupo de sexto grado para tramitar por primera vez la cédula de identidad al callejón Santa Elena de Bellavista, Maracaibo, donde funcionaba una oficina de Identificación y Extranjería. Un día, no pude ir con  mi grupo y después ella coordinó una fecha y me acompañó para gestionar el documento que por una cara presentaba la foto en blanco y negro con los nombres de la persona y por la otra, la firma, y datos fisonómicos, como el color de los ojos y la estatura. Constituía un plástico resistente y de aspecto níveo.

Cómo no había maestra de sexto grado, ella reunió en un mismo salón ambos grupos, y así pude estudiar con otros alumnos aventajados entre los que destacaban mi primo Henry González, Joe Ríos, Maritza Briceño, Marisela Morán y mi hermana Beatriz.

El 30 de julio de 1969 se despidió de Las Parcelas la maestra Luisa: la fundadora del colegio. Regresó a Maracaibo para asumir nuevas responsabilidades en el magisterio zuliano. Se marchó como había llegado diez años antes: de un día para otro.

Ese mismo año la escuela estrenó nombre. A partir de ese momento pasó a llamarse Dra. Blanca Rosa Urquiaga en honor de una médica y educadora cubana que residía en el estado Aragua. Fue la única información que obtuve de las maestras. En julio de 1970 recibí el certificado de Sexto Grado y me fui del colegio sin ver su retrato en las paredes de la dirección, tampoco se exhibió en las carteleras su biografía. Cuarenta años después, gracias al infalible Google, pude documentarme un poco sobre ella.

La doctora Urquiaga era parte de la primera misión medico-educativa  cubana que llegó en 1938  para organizar en Venezuela las primeras escuelas rurales a petición del presidente de la República general Eleazar López Contreras. La escuela piloto había sido inaugurada un año antes en Turmero, estado Aragua, en una antigua casona de la Hacienda El Mácaro, que perteneció al dictador Juan Vicente Gómez.

Todavía cuando me encontraba en el colegio pensé que con todas las credenciales que pudiera acumular y merecer la distinguida doctora Urquiaga, el colegio de Las Parcelas debía llevar otro nombre: para ello consideré dos candidatos.

El primero, Jesús Luis Ordóñez: líder comunitario que consagró treinta y cinco años (la mitad de su existencia) en favor de Las Parcelas. Además de ceder una parte de su propiedad, gestionó ante el gobierno regional de la época, la construcción del colegio. A mediados de los setenta, cuando comenzaron a graduarse los primeros maestros nativos de la comunidad, medió ante las autoridades magisteriales para que todos fueran colocados en diferentes escuelas rurales del entonces Distrito Mara.  Gracias a su tenacidad, Las Parcelas pudo disfrutar del servicio eléctrico en 1966, que la conectó al fin con los dominios del siglo XX.

 La segunda: María Luisa Correa de Morán (la maestra fundadora), quien vino desde Maracaibo con su familia para conjurar los últimos alientos de aquella era oscurantista y dejar instalado el maravilloso santuario de luz y esperanza.

No era necesario importar nombres. Había que honrar primero nuestros valores locales como hicieron los paraguaipoenses con los maestros Orángel Abreu Semprún y Ramón Paz Ipuana, y los marenses con la figura del líder social Hugo Montiel Moreno. La maestra Luisa no nació en la comunidad, pero era zuliana, venezolana, nativa de San Francisco y luchó al lado de don Jesús Luis Ordóñez para dejar cimentado el mejor de los sueños.

De esa manera supe quién era la figura epónima de mi colegio.

En 1979 salí de Las Parcelas y al siguiente año me instalé en Ciudad Ojeda, Costa Oriental del Lago de Maracaibo donde aún resido.  Regreso a Las Parcelas por temporadas a visitar mis familiares y algunos amigos. Cuando paso por frente de mi escuela no puedo evitar una mirada de añoranza. Allí siguen las matas de mangos pero con tallos más anchos y fibrosos. Siempre las apedreábamos para bajarle un fruto maduro ante los descuidos de las maestras. El frontis de trapecios enfrentados, que era el modelo de las primeras escuelas rurales unitarias establecidas por el Ministerio de Educación desde 1932, sigue intacto y constituye una joya arquitectónica invaluable. Sin embargo a mediados del dos mil, iba a ser demolido para dar paso a una nueva planta física, pero gracias a la oportuna intervención de la comunidad, dirigida por la enérgica voz el doctor Elisaúl López, las autoridades educativas depusieron su actitud y la dejaron incólume.

 Cada vez que miro esa fachada lanzo un suspiro de gratitud a la vida. Allí,  hace cincuenta y nueve años una maestra austera y cariñosa me sentó a su lado para darme lecciones en el libro Mi Jardín. ¡Cómo olvidarla! Si ella llevó mi mano vibrante, ávida de escritura para trazar en un cuaderno de rayas los garabatos trémulos de mis primeras letras.

Marcelo Morán