Esa noche los habitantes de la vivienda, veían televisión, mientras, la mamá jugueteaba con su pequeño. El propietario de la casa ya había salido de Venezuela, las constantes amenazas extorsivas y contra sus vidas, lo hicieron huir. Desprevenidos, no observaron las cámaras de seguridad y no detectaron la amenaza que los acechaba.
Un grupo de seis funcionarios, entre ellos dos mujeres, pertenecientes a un cuerpo de seguridad, saltó la alta pared que resguardaba el frente de su casa. Portaban armas largas de asalto y sus pistolas de reglamento. Vestían de negro y usaban botas militares. Ingresaron a la vivienda y sin más, comenzaron a golpear violentamente la puerta principal. Los familiares del propietario salieron a ver que sucedía.
Al salir, se encontraron con los cañones de las armas de asalto y escucharon los gritos de los funcionarios. Les ordenaban levantar las manos y no hacer ninguna resistencia. Los nervios traicionaron a la joven madre, quien con su bebé en brazos, comenzó a gritar pidiendo explicaciones por lo que estaba sucediendo. Una de las funcionarias que integraba el “grupo comando”trató de controlarla.
La apabullada madre, a empujones, salió de la casa, con su bebé en los brazos, hacia el garaje. Los otros funcionarios pedían -a gritos- las llaves de los dos vehículos y de las dos motos. Otros ingresaron al interior de la casa, se dirigieron hacia las habitaciones, preguntaban por el propietario, mientras tiraban los enseres, requisaban y las cosas de valor se las metían en los bolsillos.
El grupo comando nunca mostró ninguna orden judicial, sólo querían a Pedro. Encañonaban a los cuatro familiares que estaban cuidando la casa y preguntaban -insistentemente – por él. El adulto, los dos adolescentes y la joven esposa, le contestaban, casi en coro, que no estaba, que se había ido hace varios días, que ellos solo cuidaban la vivienda y que no tenían dinero.
Al final del violento episodio, el jefe del grupo dio la orden de llevarse los dos carros y las dos motos, porque “los iban a investigar”. Igualmente detuvieron a la madre de la bebé “por resistencia a la autoridad”. Luego de varios días impugnando la violación de mi hogar, dice el exiliado Pedro, por intermedio de mi abogado, logré la liberación de mi cuñada, y la devolución de mis vehículos y motos. “Sólo querían dinero”.
“Yo era comerciante y miembro de un partido opositor”, dice Pedro. Ya había vivido malas experiencias de este tipo, pero nunca le habían allanado su casa de esa manera. Sufrió, en varias ocasiones, extorsiones por parte de los cuerpos de seguridad del Estado. La Policía Regional (PR), el Grupo Anti Extorsión y Secuestro de la Guardia Nacional Bolivariana (GAES) y el Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (Cicpc). Todas las acciones de estos funcionarios eran por dinero, “nunca les pagué un dólar, cada vez que iban a mis negocios o a mi hogar, me pedían entre 7 mil y 20 dólares”. “De esos actos tengo evidencias, fotografías, videos y mensajes de texto”.
Una vez me detuvieron y me metieron en un calabozo con mi hermano Julio, me levantaron falsos cargos, me esposaron a un tubo y no me dejaban mover. Con mis abogados y la presión de mi familia logramos nuestra libertad. Como nunca les pagué, me entregaron a una organización criminal que opera entre Venezuela y Colombia, ellos me enviaban mensajes con distintas amenazas. La situación se volvió insostenible, por eso tuve que huir de Venezuela con mi esposa y mis hijos.
A dos de mis hermanos les sucedió algo similar. La presión de los cuerpos de seguridad provocó sus huidas de Venezuela. Era cuestión de vida o muerte. A Julio le expropiaron el negocio que tuvo durante varios años, fue detenido conmigo, bajo falsas acusaciones, solo para que cediéramos a la extorsión (pedían una gruesa cifra en dólares), por eso nos metieron en un calabozo de la PR.
Mi otro hermano, Alcides, en un suceso de defensa propia, mató a un delincuente (tenía antecedentes por varios delitos). Su padre, un hombre conectado con el narcotráfico y trata de blancas, tenía vínculos con el régimen chavista, logró manipular el proceso judicial. Pagó a funcionarios del Cicpc para asesinarlo, y a los jueces y fiscales los sobornaron para que lo condenaran. Lograron su objetivo. Al salir, comenzó la persecución contra él, su esposa y sus hijos. También huyó de Venezuela, cuando comenzó a recibir llamadas amenazantes e intentaron secuestrar a uno de sus hijos.
Otro caso fue el de Miguel, un comerciante del estado Falcón, y crítico del régimen chavista. Le tocó huir con su esposa e hijos. El primer suceso ocurrió cuando una delegación del Cicpc, dirigida por un comisario que posteriormente fue denunciado por sus vínculos con el narcotráfico en la región. Luego de varias amenazas y golpes, “me llevaron a la sede de ese cuerpo de seguridad y me dijeron que me iban a levantar cargos por alterar la paz y por terrorismo”, gracias a la presión de familiares y amigos logré que me liberaran.
El asunto no terminó ahí. Comenzaron a presionar mis unidades de transporte. Las detenían, incluso, una vez se llevaron a mi hijo que conducía una de ella. A mi hija la agredieron cuando participaba como miembro de mesa en una de las tantas elecciones realizadas en Venezuela, una banda de colectivos disparó contra los miembros de la oposición. Luego desataron una persecución desproporcionada para una joven como ella. A mi hijo que estudiaba en una universidad pública, sin dar explicación alguna, lo expulsaron. Todo porque eran activistas de un partido opositor.
Los atropellos a mis derechos y los de mis hijos no los pude denunciar ante el Ministerio Público; incluso, cuando acudí a la sede, los funcionarios que me atendieron me advertían que me cuidara de los cuerpos de seguridad: Cicpc, GNB y Policía del estado Falcón. Luego de insistir varias veces, logré exponer un par de hechos. Ante los temores y los efectos emocionales que sufrió mi familia, mi esposa y mis hijos decidimos huir del país, para salvaguardar nuestras vidas.
Alfredo trabajó con el Consejo Nacional Electoral del estado Zulia (CNE). Era miembro de un partido opositor. Una tarde mientras estaba en su casa con sus hijos, llegaron dos camionetas del Cicpc con ocho funcionarios abordo. Ingresaron violentamente amenazando a los niños y a mi me encañonaron, dos agentes me llevaron al patio, me colocaron una pistola en la cabeza y gracias a la intervención de mi hija no pasó a “males mayores”. El fiscal que acompañaba el atropello, se hizo el loco y al ver a la niña gritando “se echó para atrás”.
Me imputaron casos risibles: asalto, homicidio y robo de una camioneta. El comisario que dirigía el operativo me dijo de frente que le diera 15 mil dólares para olvidar el asunto, le dije que esa cifra nunca en mi vida la había visto. El abogado de Alfredo se movió y en la primera audiencia de imputación de cargos, las acusaciones eran tan absurdos que el juez ordenó mi liberación y la de mi hermano que también fue acusado. “La vigilancia era constante”, la presión me afectó emocionalmente y un día decidí huir de Venezuela.
Los anteriores casos ocurrieron. La violación de sus derechos humanos por parte de funcionarios policiales venezolanos y el silencio cómplice o manipulado del Poder Judicial fueron reales. Este tipo de actos motivaron la destrucción de familias, empresas y la huida de más de 7 millones de venezolanos, fenómeno que poco importa a los políticos y mucho menos al régimen porque “les quita muchos dolores de cabeza”.
Esa aberración de la justicia queda evidenciada en los últimos escándalos de corrupción del régimen, en los que han salido varios chavistas vinculados con la “justicia”, no solo Tareck El Aissami, en los que jueces como Yorwis Bracho Gómez (Falcón) o Macsimino Márquez, fueron responsables y cómplices de torturas, muertes y condenas de inocentes,como lo señala la periodista Sebastiana Barráez, en sus distintas informaciones, en las que se denuncian los sobornos, las amenazas y la prepotencia de quienes controlan ese poder y obedecen ciegamente a la nomenclatura rojita.
@hdelgado10