Marcelo Morán: Elodia y Oneida

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Salinas de la guajira en la troncal del Caribe. 01.08.2016 Fotografía: Dagne Cobo Buschbeck.

La artesanía desborda el alero oriental de la plaza Colombia en Uribia, un municipio colombiano al norte del Departamento de La Guajira. Chinchorros, guaireñas, mantas, bolsos y sombreros encandilan a visitantes como si caminaran a través de un túnel de colores luminosos.

Es lunes, 17 de junio de 2019. A las 11 y media de la mañana las vendedoras están sentadas a la espera de nuevos clientes. Unas conversan de manera animada en wayuunaiki (la lengua materna del pueblo wayuu), otras intercambian mensajes por medio de sus teléfonos celulares. Un poco más al centro, una teje entretenida un pequeño círculo azul, que a la vuelta de pocos días se convertirá en un preciado susü (bolso), se llama Oneida González y tiene 23 años.

 La plaza es una enorme rueda de granito gris, con círculos rojos concéntricos. En el extremo sur, yergue el busto del prócer Francisco de Paula Santander. Sobre la cumbre de su obelisco ondea la bandera de Uribia, azotada y desgarrada por el viento. A un lado, el verano parece tener en una ceiba reseca su más fiel representación.

Uribia es un municipio del Departamento de La Guajira, fundado en 1935 en honor del caudillo liberal Rafael Uribe Uribe, protagonista de la Guerra de los Mil días que asoló Colombia durante los años1899-1902. Es conocida como capital de la Cultura Wayuu y se encuentra a una hora al norte de Maicao.

Oneida se levanta de pronto y ajusta la artesanía sobre un tendedero después de que un viento intermitente la desarregrala. Viste una manta color turquesa que moldea por ráfagas la silueta de su cuerpo mientras prosigue de pie ordenando la mercancía. Ella es alta y de complexión atlética. Habla el wayuunaiki y el español con fluidez según las demandas de los turistas que visitan a diario la plaza Colombia.

Oneida llegó a Uribia procedente de Cuatro Bocas (Venezuela) a mediados de 2016 cuando la crisis económica apenas empezaba a mostrar sus garras. Antes se había oficiado de comerciante con una tía materna. Compraban ropa en la ciudad de Caracas y luego las revendían en Mara y Machiques obteniendo un margen que les permitía al menos cubrir sus necesidades perentorias. Pero después de tres años nada ha quedado de aquel prometedor negocio por el que ambas habían apostado tanto, y fue entonces cuando optaron por buscar apoyo en los familiares del lado colombiano.

Una vez en Uribia Oneida aprendió a tejer bolsos, guiada por la austera mano de la señora Elodia Jusayú; maestra de maestras en el arte de los hilados. «Yo no era capaz de sostener ni siquiera una aguja. Al principio lo vi muy difícil y complicado, pero gracias a Dios y el apoyo que he recibido de la señora Elodia, ya confecciono susü como este”, señala. “Ella me abrió las puertas para el trabajo y ruego a Dios que le dé mucha salud, muchas bendiciones… No tengo cómo pagarle…», expresa conmovida.

En Petsuapá, a diez minutos al este de Uribia, la señora Elodia Jusayú descansa en un chinchorro blanco con flecos que casi rozan el piso. Nació en Irruaín hace 84 años; una comunidad  de Jarara en la Alta Guajira. A mediados de los años cuarenta llegó a Uribia con sus padres. En una comunidad llamada Siwolü, conoció en 1960 a Néstor Polanco, quien solía llevar a pacer su numeroso rebaño de carneros y se convertiría más tarde en su esposo.

Desde niña, su madre, Simirwana Jusayú la adiestró en la confección de chinchorros sencillos. Más adelante, para los tejidos complejos, le asignó una virtuosa maestra llamada Rukairrita, quien la llevó de la mano hasta tejer el primer chinchorro, Katüs  o doble cara, con el que Elodia logra distinguirse como maestra artesana a pesar de su corta edad.  Los bolsos o susü y los tejidos elaborados con paletas atnía, los aprendió por sus propios medios.

Elodia es delgada y morena clara. Sus ojos son grandes y hermosos. Cubre su cabellera con una pañoleta gris para protegerse de la arena errante. Su voz es suave y cadenciosa como si hallara en cada frase la entonación perfecta para expresarse en español o en wayuunaiki. De esa manera atiende a tres ex discípulas que ahora trabajan para ella. Las mujeres traen varios susü (bolsos) elaborados. Elodia revisa  los acabados ejerciendo el más escrupuloso control de calidad. Da nuevas instrucciones y las artesanas las ponen de una vez en práctica. Después de dar su aprobación las invita a almorzar. Pero una estampida de carneros en el patio interrumpe de pronto la conversación. Ella pregunta la causa, y su sobrino, el laborioso Alirio, le da en seguida la respuesta:

—El señor Lobo les está dando maíz.

Los perros ladran y llegan nuevos visitantes. Es una pareja setentona que viene a hacerle seguimiento a un asunto ya ventilado en el Resguardo Indígena de Petsuapá donde Elodia ejerce la función de autoridad tradicional desde 2007 tras la muerte de su esposo Néstor Polanco. Los Resguardos Indígenas fueron creados a partir de la Constitución de 1991 para darles asistencia y protección a los pueblos amerindios de Colombia y así preservar sus tradiciones ancestrales.

Los recién llegados también son invitados a almorzar y se ubican en otra mesa bajo el amparo de una enramada de quince metros de largo y techada de manera armoniosa con yotojolo (fibra seca de cardón). La hospitalidad de Elodia es única e ilimitada. Por ello es tan estimada y reconocida en esta comunidad fundada por su esposo a comienzos de los  sesenta.

En la plaza Colombia, Oneida cuenta que profesa la fe evangélica desde los  7 años. «La esposa de mi hermano mayor me llevaba a los cultos y, así, fue creciendo el amor por Dios en mi corazón. Él nunca me ha abandonado», sonríe de orgullo. De repente, Oneida suspende su exposición; una camioneta lujosa se detiene en el borde de la plaza y su conductor grita a toda voz:

—¡Sombreros! ¡Sombreros!  

Las vendedoras salen en veloz carrera con sus artículos en las manos hacia el carro de color blanco; Oneida llega primero y hace la mejor venta del día, que celebra con una desbordante sonrisa.

Si los tejidos deslumbran con sus particulares diseños y colores su origen mítico es aún más cautivante. El célebre escritor wayuu Ramón Paz Ipuana recopiló en su libro: Mitos, leyendas y cuentos y guajiros (1972) la historia de Waleker, la araña pionera de los hilados en La Guajira. Cuenta el escritor nativo de Yosuipa que, un joven llamado Irunú, se fue una noche de cacería y cuando se hallaba en medio del monte, tropezó con una solitaria  niña, fea y escuálida, que jugaba impasible  con hormigas. Irunú, condoliéndose de ella, la llevó al lado de tres hermanas, haraganas y de escasos de talentos. Más adelante —dice el narrador— la niña se convirtió de la noche a la mañana en una hermosa doncella que destilaba de su boca preciosos hilos con los cuales confeccionó todo el ropaje de su redentor.  Cuando Irunú regresó soñoliento de su rutina se encuentra con tamaña sorpresa. Sus hermanas le salen al paso y se atribuyen la autoría de los prodigiosos hilados. Él no les cree. Admirado por los atributos y encantos de la muchacha, se enamora e intenta abrazarla, pero ella desaparece y, en su lugar, quedó solo una ordinaria araña como recuerdo de la precursora de los tejidos wayuu.

—Es la primera vez que escucho esa historia, tan bonita  —dice Oneida fascinada con el relato extraído del libro de Paz Ipuana.

Para la artesana y profesional del Derecho, doctora Griselda Polanco, el valor cultural de los tejidos es muy elevado y representa todo para el wayuu. «En cada puntada de aguja no solo se honra la vida y los sueños, sino el universo creativo de un pueblo», enfatiza.

Así mismo, el periodista e investigador wayuu Manuel Román Fernández asegura que, en un principio, los tejidos no eran tan policrómicos como se conocen en la actualidad. «Había un predominio del color de las fibras que se obtenían de una fuente vegetal. Los hilos de algodón, en colores, fueron usados apenas a partir de los años cincuenta del siglo pasado introducidos por los frailes capuchinos», recalca.

A las tres de la tarde los rayos del sol reducen la sombra en el alero oriental de la plaza y obliga a las vendedoras a moverse unos metros hacia el borde, para quedar justo enfrente del Centro Cultural Glicerio Tomás Pana, en cuyo frontal destacan cinco murales del artista Guillermo Jayariyu.

Desde su ranchería, Elodia rememora su participación en el ya tradicional Festival de la Cultura Wayuu celebrado todos los años en Uribia donde no solo es reconocida como maestra de los tejidos, sino como campeona imbatible de la gastronomía de su pueblo. Además de esa distinción ha expuesto con éxitos sus hilados en otras ferias, como las de Bogotá donde ha sido invitada un par de veces, tres en Medellín y una en Cali.

Elodia consagró su vida a la familia y al trabajo creador. Como Waleker  extrajo los mejores hilos y bordó en un pabellón  dorado  los valores más preciados  para que sus hijos y nietos pudieran transitar la senda que ella forjó con admirable  talento. El alma grande de esta matrona uribiera se refleja en las pupilas de sus intensos ojos negros, que nunca perdieron el  brillo, ni siquiera ante la adversidad más lacerante.

Al caer la tarde, las artesanas se despiden de su maestra en medio de un frenético ladrar de perros. Los canes intentan perseguir una caravana de motos conducida por mujeres trajeadas con manta guajira. Aquella tradicional estampa de viejitas montadas sobre burros sofocados que identificaba tanto al paisaje peninsular ya no se observa, al menos, en los soleados caminos de Petsuapá.

 Elodia se retira también a su habitación acompañada de su hija Elizabeth, Ery. El señor Lobo y el laborioso Alirio la siguen con la mirada hasta trasponer el umbral de la puerta. El viento continúa aullando en el patio seguido por una copiosa lluvia de arena.

En la plaza Colombia, Oneida mira la esfera de su enorme reloj pulsera y coincide con la llegada de Manuel: el conductor de una «ciclo taxi»: una bicicleta a la que se le ha adaptado una tercera rueda para poder llevar una especie de toldo o casucha con la cual se transporta pasajeros en el casco urbano de Uribia. Manuel tiene 38 años, es delgado y menudo.      

Oneida comienza a empacar la artesanía en cuatro bolsas de plástico. Una adolescente que funge de asistente hace lo mismo en una mochila amarilla de considerable capacidad. Manuel se incorpora y desarma una mesa como si fuera pieza de lego. Coloca las patas sobre la base y la suspende luego sobre el techo de la casucha. Cuando tiene la certeza de que todo está en orden, comienza a pedalear alrededor de la plaza en medio de un fluido tráfico de motocicletas, carros y transeúntes.

Al cabo de diez minutos, Manuel remonta el polvoriento camino de Petsuapá con el empuje de un toro de lidia; pedalea inclinado y mira hacia el suelo para proteger sus ojos del furor de la ventisca. Oneida guarda la aguja, el susü en ciernes y suspira profundo. Así idealiza cada día su sueño para seguir tejiendo en Uribia el mejor porvenir.

@marcelomorn8