No se trata del concepto construido desde el paradigma católico, que se refiere a las almas de los niños que mueren antes de ser bautizados y por lo tanto no pueden entrar al cielo. Tampoco se trata del concepto, también católico, que se refiere al lugar temporal donde habitan las almas de los creyentes cristianos que mueren antes de la resurrección.
Mas bien aludo a dos acepciones, obviamente más terrenales, una, la que se refiere a “estar al borde del infierno”, que parece tener una connotación religiosa. Pero no, no es el sentido que le doy a estas notas.
Con ello me refiero, primero, a esa cantidad de venezolanos que justo en este momento, en la que escribo esta nota, atraviesan una selva llena de peligros mortales sin estar informado del giro de la política migratoria norteamericana que los sentencia a ser devueltos a México. Es decir, devolverlos al “borde del infierno”, donde pensaban que ya lo habían superado, después de lograr la increíble hazaña de salir a salvos del Tapón del Darién.
La otra acepción a la que me refiero es a “estar en el limbo” que remite una persona que está desconectada de la realidad que lo rodea o, en el peor de los casos, remite a un lugar misterioso donde acontecen cosas inexplicables.
El venezolano que emigra puede decirse que en su mayoría está en el limbo entendida en esta acepción. Bueno, hoy después de las nuevas medidas migratorias norteamericanas podemos decir que todos los venezolanos que no alcanzaron la frontera estadounidense antes del 12 de octubre a las seis de la tarde están en el limbo
Pero, veamos a los que ya están dentro de la tierra de las oportunidades, imaginémonos, a 50 venezolanos recién salidos de un “Centro de Recepción para Inmigrantes”, con hambre, calzando “chanclas” en camisa mangas cortas y mucho de ellos en short, a los que les llega una mujer bien vestida ofreciéndoles tiquetes para el Mc Donald´s que justo está frente a ellos y que, ellos, no le han quitan los ojos a las atractivas fotos del Whopper doble carne con doble queso y doble ración de pepinillos.
La mujer bien vestida les ofrece, además de la comida rápida, boletos de avión para llevarlos a una ciudad donde le garantizarían comida, techo y trabajo (algo así como las consignas de AD).
Por cierto, la mujer antes de que embarcaran los esperanzados venezolanos les grita: “¡Y no olviden que esto es gracias a la generosidad del gobernador Ron De Santis!”
Imagínense ahora, a esos 50 compatriotas, que no hablan inglés, mal abrigados y mal calzados, llegando a un sitio donde no los espera nadie, que además es una isla de ricos. Solo se oye el murmullo de “dónde c… estamos, donde c… nos trajeron”.
Para esos 50 hombres y mujeres, habían llegado al limbo, en una especie de no lugar, a un sitio misterioso donde solo se contó, allí si, con la generosidad de la gente.
Por supuesto, allí estuvieron mejor que los que en este momento se encuentran en un punto entre Colombia y México, el Darién por medio, a punto, también, de no estar en ninguna parte, ese es también un limbo donde quizás muchos vivan la última migración: la inevitable muerte.
Ahora mismo pienso y parafraseo a Alejandro Gonzales Iñarritu, el cineasta mexicano, señala que emigrar es “morir un poco”, aunque algunos casos es morir del todo.
Pero, no nos apresuremos a señalar, como han hecho una buena cantidad de analistas, a la administración Biden como la responsable de el desastre que le espera a los miles de venezolanos que están varados en algún punto de la geografía centroamericana.
En verdad, en la crisis humanitaria que hoy vive el país, tiene un solo responsable: la revolución chavista, que ha causado esta suerte de crimen que obligó a la salida de 7 millones de venezolanos porque los estropicios provocados por la revolución socialista del siglo XXI hacen invivible el país.
Así que ahora vivimos el peor de todos los limbos que puedo definir como la sensación que nos acompaña a los que nos hemos ido del país y que aun volviendo a él, ya no podemos volver, porque, de verdad, no hay vuelta atrás.
@enderarenas