Desde que la contienda presidencial empezó el año pasado, Luiz Inácio Lula da Silva, un expresidente izquierdista de Brasil, ha liderado las encuestas por un amplio margen. Muchos analistas incluso predijeron que se llevaría la presidencia en primera vuelta el domingo, quitándole el poder al presidente Jair Bolsonaro luego de apenas un mandato.
Pero horas después del cierre de las urnas, los dos candidatos iban muy cerca, al contarse más del 79 por ciento de los votos. De dichos resultados parecía casi certero que la contienda se dirige a una segunda vuelta el 30 de octubre. Datafolha, una de las principales encuestadoras brasileñas, proyectaba el domingo por la noche que no había probabilidades de que Da Silva resultara electo el domingo.
Esos primeros resultados eran una gran victoria para Bolsonaro, quien durante semanas ha dicho que los sondeos estaban subestimando su apoyo. Hasta ahora, los resultados sugieren que tenía razón.
La contienda ha sido considerada ampliamente como la votación más importante en décadas para el país más grande de América Latina. Esto se debe en parte a las visiones dramáticamente distintas que los dos candidatos plantean para este país de 217 millones de habitantes, y también a que Brasil enfrenta una serie de desafíos en los años por venir, entre ellos las amenazas ambientales, el aumento del hambre, una economía inestable y una población profundamente polarizada.
Pero la elección también ha llamado la atención en Brasil y en el extranjero porque ha supuesto una gran prueba para una de las mayores democracias del mundo. Durante meses, Bolsonaro ha criticado las máquinas de votar del país, ha dicho que están plagadas de fraude —a pesar de que no haya pruebas de ello— y había insinuado que la única forma en la que perdería era si la elección resultaba amañada.
Bolsonaro, de 67 años, es un populista de ultraderecha cuyo primer mandato ha destacado por su agitación y sus constantes ataques al sistema electoral. Ha despertado la indignación en su país y la preocupación en el extranjero por sus políticas que aceleraron la deforestación de la selva amazónica, su apuesta por medicamentos no probados en lugar de las vacunas contra la COVID-19 y sus duros ataques a rivales políticos, jueces, periodistas y profesionales de la salud.
Da Silva, un izquierdista apasionado que gobernó durante el auge de Brasil en la primera década de este siglo, pero que luego fue a la cárcel acusado de corrupción. Esos cargos fueron retirados después y, ahora, tras liderar las encuestas durante meses, el hombre conocido simplemente como Lula podría completar una sorprendente resurrección política.
Son tal vez las dos figuras más conocidas de Brasil y las más polarizadoras.
Bolsonaro quiere vender la compañía petrolera estatal de Brasil, abrir la Amazonía a la minería, relajar las regulaciones sobre las armas e introducir valores más conservadores. Da Silva promete aumentar los impuestos a los ricos para ampliar los servicios para los pobres, lo que incluye ampliar la red de seguridad social, aumentar el salario mínimo y alimentar y dar vivienda a más personas.
La atención durante la jornada del domingo —cuando 11 candidatos presidenciales aparecían en la boleta— no solo estaba en el conteo de los votos sino también en lo que sucedería al anunciarse los resultados.
Bolsonaro lleva meses poniendo en duda la seguridad del sistema de votación electrónica de Brasil, afirmando sin pruebas que es vulnerable al fraude y que los partidarios de Lula da Silva están planeando amañar la votación. Bolsonaro ha dicho, en efecto, que la única manera de que pierda es que le roben las elecciones.
“Tenemos tres alternativas para mí: la cárcel, la muerte o la victoria”, dijo a sus partidarios en enormes mítines el año pasado. “Díganles a los bastardos que nunca seré apresado”.
Más bien, al final de la noche, parecía que Bolsonaro iba a celebrar.
Jack Nicas/ New York Times