Marcelo Morán: El último viaje de Guillermo

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Carlos Andrés Pérez escuchó su discurso, bailó vals con Morela Muñoz y jugó beisbol con Luis Aparicio.

Se oyó desde el tercer piso un sonoro pase de llaves. Eran las nueve de la mañana del 28 de julio de 2022. Luego en la terraza se escuchó un nuevo roce de llaves, pero más apremiante.

—Ya voy. Ya voy —dijo Ana Piñeiro Ríos, mientras bajaba por las escaleras que la conducía a la planta baja del primer apartamento de la III etapa de la urbanización Eleazar López Contreras en Ciudad Ojeda.

Una vez en planta baja volvió a escucharse en la cerradura de una puerta enrejada un imperioso girar de llaves. Hubo un corto silencio de reconocimiento y, a continuación, se abrió el recinto colmándose de una luz blanca que llegó como el fugaz barrido de un sol desde la calle.

—Claro. Ahora si me acuerdo de ti —dijo con una sonrisa—. Adelante, adelante.

Ana Piñeiro es menuda pero enérgica a sus ochenta años. Es blanca, de pelo corto y encanecido. Tiene los ojos marrones claros y joviales. Volvió a subir acompañándome por las escaleras para llegar a la terraza del tercer piso sin mostrar signos de fatiga.

—Siéntate — me dijo al señalar una silla acolchada en la pequeña terraza de veinte metros cuadrados. En los cuatros ángulos había materos con plantas ornamentales muy bien cultivadas. Desde allí se observaba una desierta panorámica de la avenida 34 con la Vargas. Sobre ese lado del enrejado, había una sábana desplegada para contener la furia del sol al caer la tarde, y se inflaba como la lona de un velero con las ráfagas de vientos que provenían desde el oeste.

La última vez que estuve en esa estancia fue el 20 de febrero de 1996, cuando me trajo su hermano, el médico doctor Guillermo Piñeiro Ríos quien estaba de cumpleaños y había organizado una pequeña reunión que terminó con una cena.

 Eran cerca de las siete de la noche cuando llegamos acompañados también del guitarrista de Tasajeras don Arcilio Vicent, quien dio un recital de décimas, gaitas y danzas zulianas, dejando para última hora su repertorio de tangos y boleros, donde cantó a dúo con Ana el tema “Caminito”, que popularizara por los años treinta del siglo pasado el inolvidable Carlos Gardel. Ana me sorprendió aquella vez con su hermosa voz de soprano.

—Sí. Ella canta muy bonito —celebró Guillermo—. En reuniones siempre la pongo a cantar. Es una tradición de nuestra familia. Allá en los tiempos de El Saladillo, todos cantábamos en  casa.

Esa vieja tradición quedó demostrada cuando al poco rato Guillermo empezó a cantar gaitas y danzas de don Armando Molero, el Cantor de todos los tiempos, al que imitaba muy bien.

—Armando Molero era un cantor eterno. Cuando yo tenía siete años, él era ya una celebridad en el Zulia y cantaba en una emisora. Te estoy hablando de 1940. Después que me hice médico y ya me encontraba en Lagunillas trabajando para la Shell, a principios de los sesenta, él seguía cantando en  Radio Catatumbo con la misma soltura de siempre. Por eso le decían El cantor de todos los tiempos —me dijo Guillermo en aquel remoto día de su cumpleaños.

Manuel Piñeiro —hermano menor de Guillermo—lo corroboró cuando conversamos —vía telefónica— el pasado miércoles, 31 de agosto de 2022. “El se la pasaba cantando una décima que relataba la historia de un hombre, abandonado por su único familiar en el antiguo leprocomio del islote de Providencia, ubicado en medio lago, entre Palmarejo y Maracaibo”.

 El tema que alude Manuel, se titula “Carta a un hermano” y fue uno de los grandes éxitos de don Armando Molero e interpretado al principio por Mario Suárez, luego por Lila Morillo y Maira Martí, entre otros. “Tenía una letra muy conmovedora”, añadió.

—El desayuno está preparado. Conversamos después, ¿te parece? —dijo Ana Piñeiro.

Al traspasar el umbral de la puerta del apartamento, aparece sobre la pared, una colección de fotografías familiares. Resaltando en primer plano los padres y las tías maternas de Ana Piñeiro. A un lado, los hermanos, primos y sobrinos. Y sobre ellos la imagen sonriente de Guillermo en una composición azul, enmarcada, que exhibía la letra de una gaita escrita por su amigo Rafael Rincón González, para conmemorar el 30 aniversario de la promoción de médicos Ramón Soto González.

Treinta años con cariño/Tu médica profesión/ Te da la satisfacción/Servir a madres y niños, dice una de las estrofas.

Después del desayuno, Ana Piñeiro relató los detalles del último viaje de Guillermo.

—Él viajó a Barcelona, España, el 4 de marzo de 2018 hasta el 8 de mayo, para visitar primero a su hijo Gerardo, quien es biólogo y vive allá desde hace más de treinta años. El 8 de mayo partió hacia Chicago, Estados Unidos a visitar su hija Glenda, quien es médico, donde permaneció hasta el 30 de julio. El 1 de agosto regresó a Ciudad Ojeda.

Una vez en Ciudad Ojeda Guillermo contó a su hermana, que había ido a presenciar un juego de los Medias Blancas en el estadio Guaranteed Rate Field de Chicago, invitado por su yerno Ricardo Mejía. Allí vio una estatua de Luis Aparicio. Pero al cabo de una hora le pidió a su yerno que lo llevara de nuevo a casa porque no soportaba el fuego del aire estancado. Hay que imaginar la intensidad de esa temperatura en el estadio de los patiblancos cuando Guillermo, acostumbrado a soportar las torturas del sol zuliano se viera en la necesidad de abandonar el juego de su equipo favorito en las Grandes Ligas.

—El regresó muy contento de ese largo viaje —recuerda Ana Piñeiro con los ojos aguados y sosteniendo un celular—. En esos días me acompañó a hacer unas compritas y hablaba de las atenciones dispensadas por sus hijos Gerardo y Glenda. Él tuvo cuatro hijos. Guillermo, que también es médico, vive ahora en Chile y, Glerys, la menor, que es abogada y reside aquí en Ciudad Ojeda. A los quince días de su llegada empezó a sentirse mal, afectado por una bacteria, trasmitida tal vez por una ingesta de comida en el aeropuerto antes de partir hacia Venezuela. Empeoró muy rápido y nada pudieron hacer sus amigos y discípulos médicos. Murió el 22 de agosto de 2018, a los 85 años.

Ana Piñeiro hace una pausa y respira profundo.  Mira hacia la avenida 34, a través del espacio que permite la sabana parecida a la lona de un velero, y cambia de argumento.

—A esta fecha yo no existiría de no ser por un oportuno rescate de mi hermano. Yo tenía siete años y caminaba por el patio de mi casa portando una muñeca de trapo después de que cayera un tremendo aguacero. De pronto fui arrastrada por una corriente barrosa, que no sé de dónde salió. Es todo lo que recuerdo. Después me enteré de que Guillermo, de catorce años, me había rescatado. Se percató, porque reconoció el  color de mi pelo negro flotar sobre aquel infierno amarillo. Corrió bordeando el riachuelo y de un manotazo pudo sacarme a tiempo. Gracias a él sobreviví. La muñeca sí se la llevó la corriente.

—Eso fue en 1947, cuando vivíamos en Sabaneta —aprobó Manuel Piñeiro—. Cerca de nuestra casa pasaba un afluente de la Cañada Morillo. Ese día se desbordó y llevó a su paso todo lo que encontraba. Una de ellas fue Ana, que rescató de milagro Guillermo y, después, colocó sobre una mesa hasta que bajara el nivel de aquel río de barro.

En enero de 1996 comencé a trabajar de manera independiente y hacía trabajos de diseño gráfico después de salir de El Regional del Zulia donde laboré por cuatro años. Un día recibí la llamada de mi amigo Gustavo Alfonso, quien era soporte técnico en la tienda Fin de Siglo Sistemas, en Maracaibo y me dijo: “Campeón, tengo un trabajito para vos”. El trabajito al que se refería Gustavo era diseñar un afiche conmemorativo de la Clínica Materno Infantil de Ciudad Ojeda, que para el 16 de marzo de ese año estaría cumpliendo veinticinco años de fundada.

Gustavo dio los datos y me dejó la libertad para diseñar el afiche. Como aún faltaba más de una década para que aparecieran los teléfonos inteligentes con sus recursos y bondades fotográficas, fui hasta la sede de la clínica, en la calle Camoruco e hice un boceto (perspectiva) a lápiz y comencé a montar el trabajo en Free Hand, un novedoso programa vectorial con el que se dibujaban las infografías en los periódicos en esa época y vendía además la tienda donde trabajaba Gustavo.

El arte quedó listo en una semana. Además de la perspectiva de la clínica, se incorporó al afiche la imagen del tanque de agua que se erguía como un cohete espacial sobre la plaza Alonso de Ojeda y constituía un atractivo de la ciudad.

Llegó el día en que el afiche promocional debía ser presentado al cliente. Era una tarde de febrero de 1996, cuando a la residencia de Gustavo, en la urbanización Andrés Bello, de Tamare, apareció un hombre de mediana estatura y luciendo una chaqueta verde de médico. Tenía más de sesenta años pero bien llevados. Mostraba un bigote ligero. Era moreno claro, de fuerte complexión y de modales cautelosos. Su voz era pausada pero precisa. Gustavo me lo presentó y en seguida fue invitado a pasar a fin de analizar el afiche en la pantalla de una computadora Macintosh, de Apple, vanguardista de los diseños gráficos en esa década. El médico se sentó a mi lado y empezó escudriñar el diseño como si estuviera auscultando un paciente, luego vinieron las preguntas, por fortuna, todas respondidas para satisfacción del escrupuloso cliente.

—Ahora quiero saber la biografía del diseñador —dijo esbozando una sonrisa amistosa.

Le dije que yo era nativo de Guarero, municipio Guajira del estado Zulia y había trabajado desde 1990 hasta 1994 en el diario El Regional del Zulia.

—Caramba. ¿De Guarero? Estabas bien escondido porque nunca te vi antes en Ciudad Ojeda.

El afiche fue aprobado por el doctor Guillermo Piñeiro Ríos, médico gineco obstetra, director y fundador de la Clínica Materno Infantil, pionera en Ciudad Ojeda. Ese día me dio la cola hasta mi casa y conversamos en el trayecto, preludio de una amistad que se extendería en el tiempo.

Una de las sorpresas que tenía guardada el director de la Clínica Materno Infantil en el marco del aniversario, era una exposición de pintura del también médico y artista plástico Roberto Jiménez Maggiolo. La muestra se inauguró en la Casa de la Cultura de Ciudad Ojeda y luego pasó a la clínica, y fue exhibida el 16 de marzo de 1996, fecha de su fundación. Evento muy concurrido para una ciudad, ávida de este tipo de espectáculos.

Después de aquel exitoso aniversario, Guillermo me dio trabajo en la clínica, en el área de mantenimiento, pero al cabo de un mes renuncié, porque me estrenaba en la Gerencia de Prevención y Control de Pérdidas de Maraven como Operador de Protección en Puerto Miranda. Era un trabajo que esperé por décadas, sin embargo no dejé de visitarlo. Una de las experiencia que viví y no olvidaré, fue un día en que Guillermo me invitó a presenciar una cesárea. Me hizo vestir con el atavío de cirugía y lo acompañé. Cuando él y su equipo sacaron del vientre de la madre al recién nacido, rebosante de salud, se persignó. Me miró y dijo: “Es mi costumbre, porque no sé si he ayudado a traer al mundo un nuevo Simón Bolívar”.

Guillermo hizo jornadas médicas con el equipo de profesionales de la Materno Infantil en todos los municipios de la Costa Oriental del Lago. En 1995 lo acompañé al Consejo de Siruma, una localidad rural del municipio Miranda  donde se le dio atenciones a decenas de pobladores.

Guillermo nació un 20 de febrero de 1933 en la calle Venezuela de El Saladillo, diagonal al edificio de la antigua prefectura Chiquinquirá, a menos de una cuadra de la basílica de La Chinita. Era el mayor de cuatro hermanos. Le siguen en ese orden: María Lourdes, Manuel y Ana.

Sus padres fueron, Rafael Piñeiro, comerciante informal del pintoresco barrio, y Cira Elena Ríos, nativa de El Moján. Su padre murió en 1944 a causa de una vieja deficiencia cardíaca y asumió con su madre y tres tías maternas el mantenimiento de la casa. En ese período estudiaba primaria en el colegio privado Simón Bolívar dirigido por la familia Acurero Ponte en la calle Obispo Lasso, en el centro de Maracaibo. “Cuando Guillermo terminó el Sexto Grado en 1946, con la calificación más alta del plantel, recibió un reconocimiento del Rotary Club de Maracaibo”, recuerda Ana. “Mamá no pudo ir y fue acompañado por la tía Josefina, que lo quería como el hijo que no tuvo. Fue un acto muy bonito y estimulante, tanto así, que al siguiente año, cuando le tocó estudiar a Manuel, el colegio lo exoneró de pago, por el brillante desempeño de Guillermo, nuestro orgullo”.

En 1947 empieza el bachillerato en el liceo Baralt de Maracaibo donde volvió a dejar un excelente registro académico. Allí se destacó como jugador de beisbol y según su hermana Ana, de no graduarse de médico, hubiese sido un gran pelotero. Manuel, su otro hermano lo confirma: “Durante esos años en el liceo Baralt escogían los mejores jugadores de cada curso y Guillermo entraba en el equipo para jugar con la representación de otros liceos o cualquier otro grupo juvenil de fama en el estadio de La Ciega, en El Milagro”. En ese equipo Guillermo era el campo corto titular, mientras que Luis Aparicio Montiel, hoy nuestro orgullo nacional en el Hall de la Fama, era center field.  “Quién iba a creerlo más tarde. Las vueltas que da la vida”, remató Manuel con una carcajada. Esa afición por el béisbol fue heredada por su hijo Guillermo Piñeiro Dávila, también gineco-obstetra.

En bachillerato Guillermo empieza a leer textos literarios de moda tanto nacionales como extranjeros con una voracidad irracional. Leyó las obras completas de Rómulo Gallegos, de Andrés Bello  recitaba de memoria algunos pasajes de la Silva a la Agricultura de la Zona Tórrida. Así mismo devoró Rayuela, de Cortázar, toda la obra de Jorge Luis Borges, La Montaña Mágica de Tomás Mann, Ulises de James Joice, los clásicos franceses, rusos. A Hemingway, Kippling, Faulkner, Virginia Wolf, la colección de novelas y cuentos de Charles Dickens y la mayoría de los autores españoles de la Generación del 98, que eran temas de frecuentes tertulias con el hoy desaparecido médico, doctor Jorge Díaz Petit, quien abordaba además, como un rapsoda en trance, los intríngulis de la mitología griega. Su biblioteca rebosa con más de dos mil títulos; desde medicina, filosofía y narrativa.

Guillermo fue columnista del diario El Regional del Zulia. Escribió además, poesía, ensayos, discursos y gaitas. El 13 de diciembre de 1991, fue seleccionado por el ayuntamiento lagunillense para dar un discurso en ACIL, sede de la Asociación de Comerciantes e Industriales de Lagunillas, en presencia del presidente de la República Carlos André Pérez, invitado por el gremio empresarial. En esa exposición de media hora, considerada una joya de oratoria, Guillermo Piñeiro Ríos pidió como acto de justicia que se le diera a la Costa Oriental del Lago “un bolívar por cada barril de petróleo extraído”. Esta demanda hizo arrancar una explosión de aplausos, mientras que del rostro rígido y sereno del señor Presidente solo hizo arrancar una sonrisa de sarcasmo. Guillermo cierra el último párrafo de la siguiente manera: “No olviden señor Presidente Carlos Andrés Pérez, señor Gobernador del Estado Zulia, doctor Oswaldo Alvarez Paz, señor Alcalde del Municipio Lagunillas, doctor Mervin Méndez, hoy día de la patrona Santa Lucía, protectora de la vista: un ojo dimos por ustedes. Amén”.

Después de la muerte de Rafael Piñeiro, acaecida en 1944, doña Cira entregó la casa de altos ventanales y techos de tejas de la calle Venezuela porque ya no podían pagar la renta. Buscó otra opción más accesible en la calle El Tránsito, lado occidental de El Saladillo. Ese mismo año (1944), se estrenó en la radio maracaibera el tema “Pregones Zulianos”, del pintor Rafael Rincón González. Para esa época el niño Guillermo de once años se oficiaba de limpiabotas en la plaza Baralt y, mientras atendía un cliente, el futuro gran médico que se establecería para siempre en Ciudad Ojeda, tarareaba la estrofa:

 “…Tengo pomo crema negra y un marrón que es especial. Soy el mejor limpiabotas que hay en la plaza Baralt.”

—En la casa todos trabajaban, incluyendo a mi abuelita María Lourdes Ríos, Mamacita, quien era de Paraguaipoa —recordó Ana, con una lucidez fotográfica.

—¿Cómo la letra de la gaita, “En casa se larga el forro”, de Astolfo Romero?

—Sí. Así era. Esa gaita me gusta mucho y sobretodo “Mi ranchito”, que canta Ricardo Cepeda. Todo lo que dice la letra,  lo vivimos en nuestra casita de El Tránsito. Tía Lucila lavaba ropa ajena, y tía María ayudaba a mamá a preparar la pulpa de frutas para envasarla en botellas. Eran los sabores que Guillermo iba a ofrecer a los clientes en los cepillaos. Tía Josefina tenía un puesto de venta en el viejo Mercado Principal, donde funciona ahora el teatro Lía Bermúdez. Ella vendía chucherías y cuadros de santos. Además de esa tarea, mamá cosía ropa y liaba tabacos en la casa para una fábrica que quedaba a pocas cuadras. Chucho, mi sobrino, hijo de Lucila, ayudaba a Guillermo a empujar el carro de los cepillaos hasta los alrededores del Cine Principal cuyo propietario era Nicolás Vale Quintero, padre del famoso cantante zuliano-mexicano Raúl Vale. Allí se instalaba desde las cuatro de la tarde hasta las nueve, cuando empezaba a salir la gente y, después, volvía a la casa empujando con Chucho el carrito con todas las botellas vacías. Cada cepillao lo vendía a una locha. Con todo eso nunca pasamos un día de hambre; comíamos lo que se nos antojara. Los cobres siempre rendían, y en ese tiempo la comida era barata —añadió.

Un día de 1995 acompañé a Guillermo a saludar a su discípulo el doctor Henoc Guerere en Los Puertos de Altagracia, que para ese momento era candidato a la alcaldía del municipio Miranda. Mientras esperábamos su llegada en la plaza Bolívar de esa localidad, había un grupo de cuatro personas, partidarios de Guerere, también aguardando. Era cerca de mediodía y el calor apretaba. De repente se presentó en una esquina un cepilladero cincuentón, que llevaba un sombrero aludo de paja y permanecía silencioso y exhausto. Guillermo le hizo señas y el comerciante informal se acercó en seguida, empujando su carrito.

—Hagamos un trato. Aquí hay ocho personas, incluyéndote a vos, queremos disfrutar un cepillao. Reposá un rato que yo los voy a preparar.

El hombre cedió con una sonrisa y Guillermo empezó a raspar el hielo con un cepillo de metal, parecido a los que usó en su juventud frente al Cine Principal. El primero, de cola, fue para el cepilladero, que estaba absorto por la destreza del médico.

—¿A vos te gusta con leche condensada?

—El cepilladero —asintió.

De modo que después de cancelarle al generoso cepilladero, Guillermo le hizo una recomendación:

—Cuando compréis el hielo, asegurate primero que no tenga burbujas como esta. Porque se vuelve agua y no te va a rendir.

El cepilladero volvió a asentir, porque su boca estaba ocupada y rebosaba aún de cola.

Guillermo se matriculó en 1953, en la Facultad de Medicina, una de las tres facultades junto a Derecho e Ingeniería con la que iniciaba la Universidad del Zulia su sendero académico tras su reapertura en 1949 luego de permanecer cerrada por caprichos de Cipriano Castro desde 1904.

Guillermo continuó vendiendo cepillados hasta mudarse de El Tránsito para Sabaneta en 1954 y a Nueva Vía en 1956. Los fines de semana se reunía con sus compañeros Fernando Bermúdez Arias, Melchor Briceño, Daniel Flores Hernández y Elí Rincón. Este último no terminó la carrera de medicina, pero él y su mamá apoyaron a Guillermo con afecto y libros. “Ellos bailaban en la casa o en un club privado con nuestras amigas Chabela, Eunice y nuestra prima Neria Morales”, comenta Ana. “Guillermo se los ganaba a todos bailando con las canciones de Billos, La Sonora Matancera y la  orquesta de Chucho Sanoja”, añadió.

Guillermo se graduó de médico cirujano el 29 de julio de 1958 en la Promoción Dr. Ramón Soto González. Empezó a laborar en El Hospital Universitario Pedro Emilio Carrillo, de Valera, estado Trujillo, que estaba recién fundado. Dos años después en 1960, contrae matrimonio con la joven maracaibera Nola Ávila, de cuya unión nacieron cuatro hijos.

Gracias al apoyo de la familia Méndez, de mucho arraigo en Ciudad Ojeda, Guillermo llega en 1964 a Lagunillas con su incipiente familia y entra a las filas de la transnacional Shell.

Al cabo de un año, Guillermo compró una casa en la urbanización La Trinidad, al norte de Maracaibo para su mamá, para su familia. “Al fin, gracias a Dios, tuvimos una casa propia —recordó Ana con nostalgia.

Cuando Guillermo se estableció en Caracas en 1967, para especializarse en Gineco- obstetricia en la Maternidad Concepción Palacios de donde egresó con honores, fue invitado un día a un centro nocturno del este de la capital por compañeros de postgrado que seguían la actuación del grupo Contrapunto, y tenía como solista a la famosa mezzosoprano Morela Muñoz. En un descanso, colocaron el vals “Lluvia”, del compositor zuliano Luis Guillermo Sánchez e interpretado por Alfredo Sadel, que estaba de moda en esa década. Guillermo conocía al maestro Sánchez porque había sido director de la emisora Ondas del Lago durante muchos años en Maracaibo. Guillermo no se pudo contener con semejante motivación y, recordando sus buenos años de bailador en El Saladillo, fue hasta donde se hallaba sentada la famosa cantante caraqueña y la invitó a bailar. La artista de estampa morena y espigada accedió con una sonrisa. Al terminar el vals, los bailadores recibieron una fuerte ovación del público, y Guillermo fue recibido en su mesa con palmadas y abrazos por parte de sus compañeros. “Este maracucho es único”, declaró  uno de ellos.

A las doce del mediodía me despedí de Ana Piñeiro después de conversar durante tres horas sobre su hermano Guillermo. Aquel sencillo médico que me regaló su afecto, su amistad y tenía que honrar con el mejor homenaje que se le puede tributar a un prójimo: recordarlo. Ese motivo me llevó a contactar una semana antes a Ana Piñeiro para poder escribir este relato. Porque la gente no muere de verdad después de que el cuerpo repose para siempre bajo las losas de una silenciosa tumba, sino cuando se le olvida.

 El sol vibraba en lo más alto del cielo y volvía más blanco el paisaje. Bajé casi encandilado y cuando caminé hacia un borde la avenida 34 para regresar a casa, Ana Piñeiro se asomó desde la terraza y gritó agitando una mano:

—Gracias por acordarte de Guillermo.

@marcelomoran