Marcelo Morán: La casa de Jiménez Maggiolo

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Desde mi niñez vi su nombre en las páginas de opinión del diario Panorama de Maracaibo. A partir del último año de primaria (1970), empecé a leer con interés ese periódico. Era el único medio impreso que llegaba a Las Parcelas, un apartado caserío del estado Zulia donde me crié desde los diez meses de edad. A través de los dos kilómetros que separaba mi casa del quiosco de Gabriel Molina, donde lo compraba, iba leyendo con avidez las informaciones, sobre todo, las páginas dedicadas al béisbol.

El viaje de regreso se tornaba un siglo para mi padre quien parecía contar mis pasos a la espera del añorado Panorama. Más de una ocasión me gané por esa demora una reprimenda verbal. Pues el año anterior se había incorporado a la Liga Venezolana de Béisbol nuestras Águilas del Zulia, y seguía su actuación a través de las trasmisiones radiales que narraba el inolvidable Arturo Celestino Álvarez, el Premier. Pero cuando el juego nocturno se extendía más allá del noveno episodio, me acostaba sin conocer el resultado.

En ese tiempo los artículos de opinión los consideraba muy latosos e incomprensibles. Pero no ocurría lo mismo cuando ojeaba los de Jiménez Maggiolo. Aunque tampoco los entendía, me llamaba la atención su particular manera de usar la i latina en lugar de la y griega, llamada ahora ye por la RAE.

“El idioma español es de origen latino y desde la primaria se enseña que tiene cinco vocales: a,e,i,o,u. El alfabeto no tiene ninguna letra griega”, me diría veinticinco años después.

 También aseguraba que el aislamiento del Zulia del resto del país fue determinante para moldear su propia idiosincrasia. Por ejemplo, en el siglo XIX, las familias de clase media preferían enviar sus hijos a estudiar a Europa, Las Antillas o Estados Unidos que enviarlos a Caracas. De allá venían formados en distintas disciplinas del saber haciendo de Maracaibo una de las capitales más cultas del Caribe. “¿Acaso no fue Maracaibo una de las primeras ciudades del mundo en disfrutar el servicio eléctrico?”, agregó en aquella memorable visita que le dispensé en 1995.

Jiménez Maggiolo además de graduarse de médico y filósofo en LUZ, hizo estudios de especialización en España y Bélgica. Pero su faceta de pintor era desconocida para mí.

A mediados de 1995 mi amigo Guillermo Piñeiro Ríos, médico ginecobstetra y nativo de Maracaibo (El Saladillo), se aprestaba a celebrar los 25 años de la Clínica Materno Infantil de Ciudad Ojeda de la que fungía como director-fundador. Para ello había mandado diseñar un afiche conmemorativo en el que resaltaba, entre otras actividades, una exposición con obras pictóricas  de Roberto Jiménez Maggiolo.

Un domingo de ese año lo acompañé a Maracaibo para conocer al multifacético hombre de acción a quien seguía desde mi infancia  solo por su personal  manera de usar i latina en sus escritos.

Llegamos poco antes de las diez de la mañana a su residencia en la urbanización Canaima al norte de Maracaibo.  Es un edificio de dos plantas y el único que exhibía hacia el cielo un largo y esplendoroso pino. También había una especie de enredadera que mostraba una flor amarilla, similar a un girasol, recogido con fidelidad por el artista en varios oleos expuestos en la casa.

Guillermo tocó el timbre y, como si estuviera esperándonos, apareció en la puerta el anfitrión. Un hombre de tez blanca, cabellos ondulados y canosos. Tenía más de sesenta y cinco años. Llevaba puesto unos lentes que disimulaban sus ojos pequeños y redondos y le daba a su rostro un indiscutible aire de maestro.

Con una sonrisa fraternal saludó a mi compañero y después lo reafirmó a través de un apretón de manos. Luego vino mi turno, expresando él la misma efusividad.

Para Guillermo, quien frecuentaba esa estancia, no era sorpresa pasar por la planta baja que se volvía una suerte de galería de arte difícil de ver en otra sala en Venezuela. En su interior se respiraba un clima de solemnidad. No era una intuición, pues en sus amplias e impolutas paredes albergaba las obras de los pintores más consagrados del Zulia de todos los tiempos.   

Había oleos de Julio Árraga,  Puchi Fonseca, Vitaliano Rossi, Neptalí Rincón y Gabriel Bracho entre otros.  Este último, nativo de los Puertos de Altagracia  y formado bajo la tutela de los grandes muralistas mexicanos Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros, era para ese momento  —según Jiménez Maggiolo— el artista plástico más universal del Zulia de todas las épocas.

La segunda planta también estaba colmada de cuadros, la mayoría eran acuarelas, plumillas y oleos que plasmaban paisajes de Maracaibo y La Guajira. En las acuarelas había una serie dedicadas al Quijote, que el pintor parecía admirar más que al mismo Cervantes. Tendencia que no solo quedó demostrada en lienzos sino en sus cotidianas tertulias.

También destacaban rostros del  Maracaibo de ayer que desaparecieron para dar paso a nuevas construcciones. Por fortuna, algunas sobrevivieron en lienzos, gracias a ese sentido de previsión presente en los artistas aunado a ese arraigado romanticismo inculcado por sus viejos profesores del Liceo Baralt. Por esta razón fue considerado por los críticos de arte como un segundo Julio Árraga.

Luego de saborear con mis ojos esa fascinante muestra iconográfica, desembocamos en su biblioteca, lugar sagrado, silencioso, donde gestaba sus mordaces artículos de opinión que eran publicados en diferentes medios de Maracaibo y del país. Había una fotografía montada en un portarretratos de bordes plateados en la que posaba con un cigarro humeante al lado del científico Humberto Fernández Morán. También resaltaba un cuadro del Libertador pintado por un descendiente del famoso artista ecuatoriano Antonio Salas.

Después de refrescarnos con tantas maravillas pictóricas, Jiménez Maggiolo comenzó la tertulia sobre su genio tutelar: el filósofo inglés y Premio Nobel de Literatura (1950) Bertrand  Russell. Sin conceder pausas, saltó al Quijote y por último cerró con el general Rafael Urdaneta, que ante la vieja disputa cazada entre cañaderos y marabinos sobre su lugar de nacimiento, aseguró que El Brillante, como lo llamó El Libertador, había nacido en Maracaibo en el Cerro El Zamuro donde se erige hoy el museo en su honor. Él basaba su teoría en la misma acta de nacimiento que certificaba que el prócer había nacido en Maracaibo el 24 de octubre de 1788 y al siguiente día, había sido bautizado en la iglesia San Pedro y San Pablo (hoy Catedral de Maracaibo).

“Octubre siempre se caracterizó por presentar aguaceros diluviales. Y si hubiera nacido en La Cañada, jamás pudiera ser bautizado al día siguiente, pues en ese tiempo era difícil trasladar a una parturienta de un lugar tan distante para cumplir con un sacramento”. Y para reforzar su hipótesis, agregó: “Mi abuela  contaba que, para venirse de Santa Cruz de Mara en una temporada de lluvia, a comienzos del siglo XX, se demoraba en burro tres días de viaje. Santa Cruz queda a un brinco de Maracaibo.  ¿Cómo van asegurar que la madre de Urdaneta se vino a Maracaibo desde La Cañada  un día después del alumbramiento y recorriera más de cincuenta kilómetros por caminos anegados e intransitables? A menos que, haya venido en un platillo volador. Urdaneta nació en Maracaibo, y punto”.

Después de aquella visita, Guillermo organizó la exposición de Roberto Jiménez Maggiolo en Ciudad Ojeda. La muestra se exhibió  en la Casa de la Cultura de la misma entidad ante una nutrida concurrencia y después en la sede de la clínica, captando el mismo interés de los espectadores.

En el acto se tomaron muchas fotografías. Una de ellas mostraba a un Jiménez Maggiolo taciturno, que miraba como si estuviera haciendo descender sus reflexiones del más remoto Parnaso. Ese gesto encendió una idea para dedicarle una caricatura. Coloqué al erudito envuelto en esa misma ensoñación a las orilla del lago, donde las piruetas de las garzas parecían  competir con el revolotear de sus pensamientos.

 Era una osadía para un desconocido como yo, dibujar a un artista formado en Europa y que contara además con prestigio en las diferentes expresiones de la plástica donde incursionó. No me amilané, y en tres días terminé el boceto en tinta china y que el buen amigo Guillermo mandara  montar luego con la misma celeridad. Eso dio motivo para visitar en otro domingo a nuestro amigo pintor. Cuando él tuvo en sus manos el cuadro, esbozó una sonrisa de júbilo  y dijo: “Me captaste tal como soy. Te felicito”.

Como otras veces nos recibió con gratas anécdotas y retazos de diversos tópicos de arte, historia y filosofía que asimilábamos con satisfacción.

Guillermo se iniciaba en la carrera de Medicina en la Universidad del Zulia cuando conoció en la década de los cincuenta a Jiménez Maggiolo. Para ese tiempo ya era un medico reconocido  y se oficiaba a la vez como profesor en esa facultad. Desde esa época descollaba su destreza como dibujante, pues era el encargado de diseñar sobre los cueros de chivo los diplomas para los graduandos.

Después de transcurrir varios meses volví a visitar a mi amigo Guillermo Piñeiro en su clínica privada. Hablamos como siempre de todo, y en ese todo, era necesario preguntar por Jiménez Maggiolo. Guillermo me dijo que se había comunicado con él en los últimos días, y hacía propicia la ocasión para invitarnos de nuevo a su biblioteca. Esa vez, el tema iba a girar en torno a la figura de Humberto Fernández Morán, su amigo personal.

 Era la tercera vez en el año que volvía a ver su galería privada. Tras un riguroso barrido visual no vi en ella mi cuadro. Tampoco estaba en la biblioteca. Seguí con interés la disertación sobre este zuliano merecedor del premio John Scott, otorgado a genios entre los que han sobresalido Tomás Alva Edinson y Alexander Fleming; descubridor de la penicilina, hasta que de pronto, Jiménez Maggiolo detiene su exposición: me toma de la mano como a un niño que debe ser conducido por su maestro y me dice: “Sé que te pasa Marcelito”. Como buen médico, y usando el recurso de la observación, y sin descuidar el hilo de su discurso, había captado la razón de mi inquietud. En seguida me llevó a su habitación; próxima a la biblioteca. Abrió la puerta con un toque parsimonioso y sobre la cabecera de la cama inundada de luz, colgaba y centelleaba el cristal de mi cuadro. “Ni a Julio Árraga, ni a Gabriel Bracho le concedí el honor que le di a tu obra”, me dijo en aquel momento, seguido de un fuerte abrazo.

A comienzos de 1996 fue invitado por la Liga Antincancerosa de Ciudad Ojeda para dar una conferencia sobre un tema poco transitado, como adentrarse en la vida de Alonso Quijano: la parte lúcida del personaje más desquiciado de la literatura  universal.  El escenario era una sala pequeña, que no dio abasto para albergar a tanta gente; médicos en su mayoría, estimulados por la convocatoria de Guillermo Piñeiro.

Así, conocí  a este ilustre zuliano que incursionó en tantas disciplinas del saber con deslumbrante prestigio y me estimulara desde niño a seguir sus artículos, solo por su original  manera de usar la i latina.

@marcelomoran