El día domingo 5 de junio fui con mis dos hijas al monólogo que en un pequeño teatro de Montreal presentó Laureano Márquez, “El Miedo”, como todas las cosas que hace Laureano Márquez fue buenísimo… en grado superlativo.
El miedo en sus particulares maneras de presentarse frente a nosotros, primero como miedo individual, ese que, por ejemplo, se produce, cuando, alguien entra a la habitación de la víctima. Que al escuchar el ruido despierta, se queda inmóvil, apenas respirando, que ve acercarse al sujeto que silenciosamente entra a para robar y hacer daño y desgarra (desgarra seguramente viene de garra) la ropa de su víctima y la otra forma, el miedo social, aquello que nos paraliza como sociedad, que nos inmoviliza y que puede matarnos como colectivo, es el miedo que nos produce el hambre, el desabastecimiento, la inflación, la inseguridad en todas sus facetas: inseguridad jurídica, inseguridad personal, inseguridad simbólica, la incertidumbre, la amenaza de reprimirnos a través, por ejemplo, del FAES, etc.
Lo bueno de Márquez es que mientras reflexiona sobre el asunto en términos que van mucho mas allá de la superficie del problema uno no para de reírse.
Esto significa que hay múltiples maneras de hacer política, porque ella no es solo acción instrumental, mediante la cual, los que tienen el poder calculan a los otros como si fueran cosas, no es, tampoco, solo lo que el Estado, devenido en gobierno, hace o los partidos y los políticos hacen, la política también es expresión simbólica. Lamentablemente, nuestra oposición hace política con el mismo paradigma que el régimen maneja.
Pero, bueno, a lo que voy. El teatro estaba lleno, por supuesto, de venezolanos. Descubro la sensación agradable de escuchar un habla que es la de uno. Y uno piensa, carajo, por un instante he dejado de ser analfabeta y un acto milagroso se produce entonces: desaparece esa terrible vergüenza que no abandona a uno nunca cuando se ha perdido el habla porque no se habla una lengua extraña y no se escribe ni se lee por la misma razón.
Y como por las cosas vividas hemos confrontado con otros exiliados y otros refugiados, de entrada, uno capta la diferencia del exiliado o refugiado venezolano con el típico exiliado latinoamericano, por lo menos, al que acogimos en el país en la década de los 70 y los 80 como resultado de las dictaduras del cono sur (bien sean chileno, argentino, uruguayo y hasta boliviano)
A propósito, recordé un texto de Héctor Abad Faciolince que hace una descripción casi exacta del exiliado latinoamericano: de mirada triste, aire miserable con ganas morbosas de ser compadecido, con historias desoladas, inconsolables, sobre los milicos y desaparecidos. Rodeados con el lamento perpetuo de la música andina. Toda una evocación permanente de nuestro destino de derrotados (Abad dice).
El exiliado venezolano no es así, no se siente héroe (aunque algunos, en verdad se disfrazan de serlo), tampoco se siente mártir. Estamos jodidos, es cierto, no encuentro otra manera de decirlo, pero no andamos con la cara en el suelo y, tampoco, con los ojos enrojecidos.
El venezolano, por razones que yo no se explicar tiene un comportamiento diferente. También es verdad que hemos perdido la felicidad, pero no somos infelices, a pesar de que nos restrieguen en la cara la fea cicatriz que nos revela como refugiados o exiliados.
Ese 5 de junio al encontrarme con los paisanos, descubro, también, lo fuerte que somos, pues, como dice la analista de cine Fernanda Solórzano, para el refugiado el acto de huir (del país) no solo es un desplazamiento físico que quedó en el pasado, sino un estado emocional y psicológico permanente, pero, miren Uds. como el venezolano, que veces, válgame Dios, es hablachento, echonsisimo y en algunos casos, que son reseñados con morbosidad por la prensa del continente subrayando las cosas no tan santas que algunos indeseados cometen, lo cierto es que la mayoría se ha revelado como una raza de seres laboriosos que le echan bolas, aunque el cielo lo tenga bajito.
El día domingo 5 de junio fui con mis dos hijas al monólogo que en un pequeño teatro de Montreal presentó Laureano Márquez, “El Miedo”, como todas las cosas que hace Laureano Márquez fue buenísimo… en grado superlativo.
El miedo en sus particulares maneras de presentarse frente a nosotros, primero como miedo individual, ese que, por ejemplo, se produce, cuando, alguien entra a la habitación de la víctima. Que al escuchar el ruido despierta, se queda inmóvil, apenas respirando, que ve acercarse al sujeto que silenciosamente entra a para robar y hacer daño y desgarra (desgarra seguramente viene de garra) la ropa de su víctima y la otra forma, el miedo social, aquello que nos paraliza como sociedad, que nos inmoviliza y que puede matarnos como colectivo, es el miedo que nos produce el hambre, el desabastecimiento, la inflación, la inseguridad en todas sus facetas: inseguridad jurídica, inseguridad personal, inseguridad simbólica, la incertidumbre, la amenaza de reprimirnos a través, por ejemplo, del FAES, etc.
Lo bueno de Márquez es que mientras reflexiona sobre el asunto en términos que van mucho mas allá de la superficie del problema uno no para de reírse.
Esto significa que hay múltiples maneras de hacer política, porque ella no es solo acción instrumental, mediante la cual, los que tienen el poder calculan a los otros como si fueran cosas, no es, tampoco, solo lo que el Estado, devenido en gobierno, hace o los partidos y los políticos hacen, la política también es expresión simbólica. Lamentablemente, nuestra oposición hace política con el mismo paradigma que el régimen maneja.
Pero, bueno, a lo que voy. El teatro estaba lleno, por supuesto, de venezolanos. Descubro la sensación agradable de escuchar un habla que es la de uno. Y uno piensa, carajo, por un instante he dejado de ser analfabeta y un acto milagroso se produce entonces: desaparece esa terrible vergüenza que no abandona a uno nunca cuando se ha perdido el habla porque no se habla una lengua extraña y no se escribe ni se lee por la misma razón.
Y como por las cosas vividas hemos confrontado con otros exiliados y otros refugiados, de entrada, uno capta la diferencia del exiliado o refugiado venezolano con el típico exiliado latinoamericano, por lo menos, al que acogimos en el país en la década de los 70 y los 80 como resultado de las dictaduras del cono sur (bien sean chileno, argentino, uruguayo y hasta boliviano)
A propósito, recordé un texto de Héctor Abad Faciolince que hace una descripción casi exacta del exiliado latinoamericano: de mirada triste, aire miserable con ganas morbosas de ser compadecido, con historias desoladas, inconsolables, sobre los milicos y desaparecidos. Rodeados con el lamento perpetuo de la música andina. Toda una evocación permanente de nuestro destino de derrotados (Abad dice).
El exiliado venezolano no es así, no se siente héroe (aunque algunos, en verdad se disfrazan de serlo), tampoco se siente mártir. Estamos jodidos, es cierto, no encuentro otra manera de decirlo, pero no andamos con la cara en el suelo y, tampoco, con los ojos enrojecidos.
El venezolano, por razones que yo no se explicar tiene un comportamiento diferente. También es verdad que hemos perdido la felicidad, pero no somos infelices, a pesar de que nos restrieguen en la cara la fea cicatriz que nos revela como refugiados o exiliados.
Ese 5 de junio al encontrarme con los paisanos, descubro, también, lo fuerte que somos, pues, como dice la analista de cine Fernanda Solórzano, para el refugiado el acto de huir (del país) no solo es un desplazamiento físico que quedó en el pasado, sino un estado emocional y psicológico permanente, pero, miren Uds. como el venezolano, que veces, válgame Dios, es hablachento, echonsisimo y en algunos casos, que son reseñados con morbosidad por la prensa del continente subrayando las cosas no tan santas que algunos indeseados cometen, lo cierto es que la mayoría se ha revelado como una raza de seres laboriosos que le echan bolas, aunque el cielo lo tenga bajito.
@enderarenas