En los años cincuenta y sesenta, en casa de la familia Spielberg en Cincinnati (Ohio) mantenían una cita semanal junto al televisor en blanco y negro: “Mis padres nos ponían a ver Conciertos para jóvenes, con Leonard Bernstein. Eran míticos”, recuerda hoy el cineasta Steven Spielberg. El músico tituló uno de los programas ¿Qué significa la música? Y para asombro de los niños que entraban en tromba al Carnegie Hall de Nueva York con la ilusión de asistir a las retransmisiones, les decía: “La música no significa nada. Simplemente, es…”.
La vida de película de Steven Spielberg
Aquellas respuestas entre provocadoras y metafísicas debieron de quedar en la conciencia del joven Steven. Quizás hasta las discutiera con su madre, Leah Adler, que era pianista. Su cine tiene ritmos, tempos, efectos y hasta fines musicales porque apela en gran parte a la emoción. Seguramente él no estaría de acuerdo con aquella frase. Y, de hecho, para rebatirla, ha rodado de nuevo una de las obras legendarias de Bernstein: West Side Story, que se estrena en España el próximo miércoles 22 de diciembre.
En ella, la música es clave. Sirve para conducir la fiesta, la pasión juvenil y la tragedia. Pero también para tomar partido frente a lo que Spielberg cree que vive en estos tiempos su país: una deriva democrática. “Estoy preocupado, muy preocupado, incluso más que hace dos años, por lo que ocurre en Estados Unidos. Creo que la democracia está en peligro”, asegura el director en una entrevista con EL PAÍS por Zoom.
Una de las causas de ese peligro es la división polarizada que les afecta a ellos y a gran parte del mundo. Una división que para él tiene raíces históricas y que desde que se creara West Side Story, en 1957 para Broadway con música de Bernstein y letras del recién fallecido Stephen Sondheim, ha ido, según él, “a peor”.
A peor en política, a peor en tensión racial, a peor en polarización. “Pues sí, las cosas están divididas desde siempre en nuestro país. Desde la guerra civil de secesión no hemos sido capaces de reconciliarnos del todo. La historia nos lo cuenta con lo que pasó a lo largo del siglo XX con el asesinato de los Kennedy o Martin Luther King. Somos una nación dividida, desde luego, pero esta división no ha resultado nunca tan avivada ni verbalizada como ahora, desde 2016″.
Con la fecha, Spielberg se refiere a Donald Trump. Aunque no lo nombra. Fue el año de su elección como presidente. Su ascenso al poder, a base de ataques furibundos y odio a los latinos, principalmente, llevó al cineasta a adoptar su propia vía de protesta y decidir recuperar este título que llevó también al cine en 1960 Robert Wise.
Así que a base de música, salsa, baile, amores imposibles y los sones de I Want To Live in America, Spielberg adopta una postura política clara, harto como está de esa escalada de odio organizada no solo en foros políticos, también mediáticos. “El parloteo de hoy en las noticias, cada día, es el de una persistente división: política, racial. Si en la guerra civil se enfrentaron los azules de la federación contra los grises de la confederación, ahora son los rojos republicanos contra azules demócratas o, en el caso de la película, las bandas de los sharks latinos contra los jets. Todo forma parte de la misma discusión”, afirma Spielberg.
Aun así, quiere mostrarse optimista: “Lo soy, si aprendemos a escucharnos, a integrarnos y dialogar con personas con las que no estamos de acuerdo sobre unas bases comunes, podremos reparar algo. Pero llevará su tiempo”. Y se ha perdido demasiado contra el reloj y a expensas del futuro, también. “Los temas que trata la obra en 1957 eran relevantes, pero hoy lo son diez veces más. Debemos marcar esas conexiones y paralelismos respecto a las divisiones para entenderlas como un ciclo en la política y la historia global de Estados Unidos”.
La versión que muestra Spielberg es más descarnada, más violenta, pero también mucho más inclusiva. Para poner la historia al día llamó a Tony Kushner, dramaturgo y guionista, con quien ya colaboró en su película Múnich. “Debíamos buscar eso. Se han hecho cientos de versiones en todo el mundo. En institutos, en teatros. No quería meterme en el proyecto a menos que cada uno de los miembros de la banda de los sharks fueran latinos, era muy importante para mí. Nos lo planteamos muy seriamente: ser inclusivos y auténticos con el espíritu de la historia”.
Para empezar, con la música, que conforma el alma de la película. Uno de los inconvenientes que muestra la primera partitura, por muy raro que parezca, es que carece de salsa. “La primera vez que Bernstein escuchó salsa real en su vida fue un año y medio después de acabar West Side Story. Sus hijos me lo contaron. Me dijeron que él mismo reconocía haber cometido el fallo de no haber introducido más música latinoamericana en la obra. ¡No había salsa!”, comenta asombrado el director.
Tuvo que poner remedio a esa carencia. La clave fue elegir quién se hacía cargo de la banda sonora. Quién debía insuflar una nueva interpretación a la partitura en la que retumbara el ADN latino. El gran John Williams, nombre inseparable del cine de Spielberg, su gran consejero y colaborador musical, le dio la solución: contar con el director venezolano Gustavo Dudamel. “Tal como me pidieron los herederos de Bernstein, así se lo trasladé a Gustavo: ‘¿Puedes meter más salsa en esta película?’ Así que él y David Newman, que se encargaron de los arreglos, introdujeron a unos cuantos puertorriqueños en la escena del baile en el gimnasio para aumentar la potencia de la salsa en todo”.
Spielberg conocía a Dudamel a través de Williams. “John me invitó al rodaje de Tintín y allí le saludé”, comenta el músico desde París, donde ha empezado su etapa como director de la ópera de la ciudad. El cineasta, además, seguía sus pasos como titular de la Filarmónica de Los Ángeles. En Hollywood, Dudamel es algo así como una estrella ascendente.
Tenían ganas de trabajar juntos. “Su llamada ha sido una de las más importantes de mi vida”, asegura el músico, “no solo porque he aprendido muchísimo, sino porque he ganado un amigo, un mentor, una especie de padre”. Establecieron una complicidad inmediata. Spielberg no perdió detalle del trabajo que hizo Dudamel: “Le seguí con mi cámara de vídeo mientras dirigía en el Manhattan Center a la New York Philharmonic —la orquesta de Bernstein, por cierto— durante una semana entera. Se entregó en cuerpo y alma a la grabación de la música. Me fijé en su lenguaje corporal, aportó nuevos valores a los miembros de la orquesta, no sólo al dirigir, sino en cómo concebía cada canción. Les explicaba punto por punto su parecer, su interpretación. Les aportaba contexto y así les motivó de una manera alucinante”, comenta el cineasta.
Es la primera vez que Spielberg se adentra en el universo latino. “He encontrado una gran paciencia, un gran ansia de entender, de escuchar. El reparto hacía preguntas interesantísimas siempre y se expresaban con tanto cariño… Me fasciné con los sharks, con esa concepción del amor que proviene de una profunda cultura tradicional y que expresan a base de música”.
La película debía trasladar ese espíritu. Una fusión aún más honda de los dos mundos que confluyen en el autor de Tiburón, la saga de Indiana Jones o E. T. Con sentido del espectáculo pero también con un fuerte mensaje de quien no tiene miedo a dotar de contundente contenido político su cine. Lo hace sin renunciar a un estilo propio y a una abierta visión del mundo, sin miedo a las polémicas, como demostró en Múnich, La lista de Schindler, Salvar al soldado Ryan, Lincoln, La terminal, El puente de los espías o Los papeles del Pentágono… La infatigable curiosidad de Spielberg rejuvenece su obra de nuevo al adentrarse por vez primera en un mundo, el latino, y un estilo, el musical. Pero con un fin… Crear conciencia. Alertar.
Preocupado por el futuro
“Soy optimista, sí. Pero estoy preocupado. Tengo siete hijos y seis nietos, me inquieta su futuro y mi país, me inquieta el rumbo que tomará la democracia. Aunque no me siento solo en esto”, dice Spielberg. Sabe que esta vez ha tenido que plegarse a un final establecido en lo que los creadores primigenios concibieron como una versión de Romeo y Julieta. Eso es imposible de cambiar… por el momento. “El desenlace es triste, de acuerdo. Pero en medio brota tanto disfrute de la vida, tanta alegría. Esa sensualidad, esa manera de bailar, esa fiesta antes de que la historia se oscurezca”.
Sus hijos ya la han visto varias veces, cuenta el director. “Ellos, en sus cabezas, siempre quisieron cambiar el final, lo detestaban, aunque lo puedes ver una y otra vez. En su imaginación les gustaría que fuera distinto; sin embargo, saben que no puede ocurrir así. De todas formas, siempre les queda la duda. Pues bien, yo les digo que podría cambiar en el futuro pero que lo que tenemos que hacer es empezar a hablar antes de pelearnos. Y entonces se producirá la transformación: ‘Es responsabilidad vuestra provocarlo’, les advierto. Se lo traslado como un aviso y un ejemplo. Tienen el futuro en sus manos. Y la oportunidad de marcar la diferencia con el pasado ante el mundo que nos rodea”
Jesús Ruiz Mantilla / ElPaís