Quienes no gozan de legitimidad real tienen que contentarse con la artificial y espuria legitimidad que les dan las elecciones amañadas.
La proliferación de autócratas enamorados de las elecciones presidenciales es un sorprendente fenómeno político. No es que a los dictadores les gusten los comicios libres y justos en los cuales ellos podrían perder. Eso no. Lo que buscan es el pasajero aroma democrático del que les impregna una elección popular, siempre y cuando su victoria esté garantizada. Y lo extraño es que a pesar de que, dentro y fuera del país, la gente sabe que la elección es una farsa, los autócratas siguen montando estas obras de teatro electoral que simulan una elección democrática.
Las elecciones falsas tienen un largo historial. A Sadam Husein, Muamar el Gadafi, o los líderes de la Unión Soviética y sus satélites les encantaban las elecciones que ganaban con el 99% de los votos, o con el 96,6% cuando eran reñidas. Más recientemente, el tirano de Corea del Norte, Kim Jong-un, Hugo Chávez y Nicolás Maduro en Venezuela, Vladímir Putin en Rusia o Aleksandr Lukashenko en Bielorrusia han ganado elecciones fraudulentas.
Un caso extremo de estos intentos de perpetuarse en el poder es el de Daniel Ortega en Nicaragua. Hace unos años alegó ante la Corte Suprema de su país que el derecho a la reelección indefinida es un derecho humano fundamental. Esta barbaridad fue aceptada por los magistrados quienes, obviamente, eran sus lacayos. Inevitablemente, las cortes internacionales que consideraron esta aspiración la declararon inválida. Esto no detuvo a Ortega. En 2011, el presidente violó la Constitución y se lanzó como candidato a un tercer mandato. Ganó esa elección usando todo tipo de trucos y trampas. Hace unas semanas lo volvió a hacer. Se declaró ganador por abrumadora mayoría de la elección que lo deja en la presidencia por un cuarto mandato.
Ortega, un líder marxista que en los años setenta contribuyó a través de la lucha armada al derrocamiento de la dictadura de Anastasio Somoza, se ha convertido a sus 75 años en un tirano clásico, el hombre fuerte que desde hace dos décadas gobierna con mano de hierro a uno de los países más pobres del mundo. Su marxismo juvenil contrasta con su opulencia y la de su familia.
A Ortega le gustan las elecciones. Siempre que pueda encarcelar a los principales líderes de la oposición, empresarios, periodistas, académicos, activistas sociales y líderes estudiantiles. Los puso a todos en la cárcel, incluyendo a siete candidatos a la presidencia. También reprimió brutalmente las manifestaciones callejeras que denunciaban la corrupción de su Gobierno y pedían cambios. El uso abusivo de los recursos del Estado a favor de su campaña electoral, la coacción de funcionarios públicos que fueron obligados a votar a favor del Gobierno, la censura de los medios de comunicación social y el férreo control de las fuerzas armadas son los ingredientes de las elecciones que le gustan a este tipo de tiranos.
Las elecciones fraudulentas no solo obligan a todo un pueblo a continuar viviendo con los líderes y las políticas que profundizan la miseria, la inequidad y la injusticia. También sirven para revelar lo desprovista que está la comunidad internacional de estrategias que aumenten los costos y riesgos que enfrentan quienes atentan contra la democracia en un determinado país. Estados Unidos, la Unión Europea y la mayoría de países de América han denunciado estridentemente el abuso y la ilegalidad de Daniel Ortega. EE UU ha amenazado con más sanciones contra los jefes y principales beneficiarios del monstruoso régimen nicaragüense.
Lamentablemente, nada de eso hará que Ortega entregue el poder mal habido que detenta. Porque el dictador nicaragüense encarna aquella observación de George Orwell: “Sabemos que nadie toma el poder con la intención de dejarlo”.
Paradójicamente, la democracia está basada justo en lo contrario, en la premisa de que el poder de los gobernantes elegidos libremente por el pueblo en elecciones justas debe ser limitado en el tiempo. Las más longevas y consolidadas democracias del mundo han logrado instaurar leyes, instituciones y reglas que frenan los intentos de mandatarios que buscan concentrar excesivamente el poder y perpetuarse en él. Otros países, en cambio, han sido víctimas de la cita de Orwell: tienen líderes que suponen que, una vez conquistado, el poder no se abandona.
Así, lo que estamos viendo en el mundo es que, apenas electos, algunos presidentes comienzan a buscar la forma de alargar su permanencia en el poder y debilitar los pesos y contrapesos que limitan su poder.
Daniel Ortega, su familia y sus cómplices deben estar celebrando el resultado de las elecciones. La de Nicaragua es un buen modelo del tipo de elección que tanto les gustan a los dictadores.
Quienes no gozan de legitimidad real tienen que contentarse con la artificial y espuria legitimidad que les dan las elecciones amañadas.
@moisesnaim