Tulio Hernández: Gustavo Dudamel, la ópera de París y la indigencia cultural chavista

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I.   Varias generaciones de jóvenes han crecido creyendo, de manera inocente, que el Sistema Nacional de Orquestas Infantiles y Juveniles fue creado por la autodenominada Revolución Bolivariana devenida luego en Socialismo del siglo XXI. Como en tanto otros campos, el aparato proselitista y de guerra sicológica del chavismo así se los inoculó en los contenidos escolares y en los discursos oficiales de Chávez y Maduro. Dos mentirosos compulsivos.
Y es comprensible que se lo crean. Muchos de ellos no tenían las referencias ni los antídotos necesarios para contener la vil mentira. Porque la mayoría, que hoy rondan los treinta años, entraron en la escuela primaria cuando el chavismo ya comenzaba. Lo que significa que no conocieron la democracia.
Yo vivía en Madrid en el año 2017, cuando Nicolás Maduro declaró que el Sistema de Orquestas era una creación de Hugo Chávez. Entonces, el periodista y escritor Juan Cruz, figura influyente en la redacción del diario El País, profundo conocedor y amante de Venezuela, me llamó para pedirme que escribiera una nota breve para aclarar la confusión.
Así lo hice. Y expliqué lo que había que explicar. Que el Sistema, como se le conoce a secas, fue creado en 1975 durante la Presidencia de Carlos Andrés Pérez en medio del más grande frenesí cultural que haya experimentado Venezuela.
Que la iniciativa del maestro José Antonio Abreu formó parte de un monumental y exitoso proyecto de democratización de la cultura conducido desde el Estado a través de la más completa, articulada e integral, batería de políticas públicas que se haya puesto en práctica, en tan poco tiempo, en país latinoamericano alguno.
Que, en pocos años, los cinco del gobierno de Pérez y lo subsiguientes de Luis Herrera Campíns, Venezuela vio florecer, además del Sistema de Abreu, como también se le conoce, el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas, para su momento el más avanzado de la región; la Compañía Nacional de Teatro y la Compañía Nacional de Danza, con una sede central y varias sedes regionales; mas la Galería de Arte Nacional, dedicada exclusivamente a la investigación, catalogación y exposición del arte venezolano.
También se creó el Instituto Autónomo Biblioteca Nacional, que incluía además de una red de bibliotecas en todos los estados, los Bibliobuses, vehículos convertidos en salas de lectura móviles que servían a los barrios populares, y las Cajas Viajeras, que se desplazaban en curiaras por los grandes ríos llevando pequeños kits de lecturas, muchas de ellas en lenguas originarias, a las comunidades indígenas.
En la misma época nace Foncine, el Fondo Nacional de Fomento Cinematográfico, que dio inició a lo que se conoció como el Nuevo Cine Venezolano. En un país donde producir un largometraje había sido hasta entonces algo excepcional, ahora, en solo un año, gracias a créditos blandos de Conindustria, se producían hasta dieciocho.
Con voluntad de integración cultural, se fundó también la Biblioteca Ayacucho, fondo editorial concebido para divulgar en el mundo lo mejor de la escritura en español y portugués; también el Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos, dedicado al estudio de las culturas –y especialmente de la literatura– latinoamericanas, responsable del Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos. Otra creación de la era democrática, que ya habían sido ganados en sus primeras ediciones por Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes.
Nació el Festival Internacional de Teatro de Caracas, el más importante en su género en toda América y el Teatro Teresa Carreño, todavía hoy la sala de arte y espectáculos más completa del país que, además, emulando al Colón de Buenos Aires, tenía su propio Ballet y Compañía de Ópera.
También, en una era de democratización, se crean el Museo de Arte Popular “Salvador Valero” en Trujillo; el Centro de Estudios de las Culturas Populares y Tradicionales, que actualizaba el viejo Instituto Nacional de Folklore; más el Premio Nacional de Artes Populares, que se añadía a los tradicionales premios ligados solo a las bellas artes.
Y paro aquí de contar porque se me achica el espacio y se me agranda la tristeza al recordar que casi todas estas obras han sido destruidas por la indigencia cultural chavista.
II.  En esa misma nota publicada en El País de Madrid, conté la angustia que tenia José Antonio Abreu, en 1998, ante el inminente triunfo en las elecciones presidenciales del militar golpista Hugo Chávez. Un día, en su oficina ministerial, me dijo, en voz baja: “Son unos bárbaros y van a venir por el Sistema con el pretexto de que interpretamos a Bach y a Mozart, música eurocéntrica, y poco joropo. Tendremos que hacer algo”.
Efectivamente Chávez ganó y el maestro Abreu, con quien había hecho una buena relación desde la época en que ejercí de presidente de la Fundación para las Artes y la Cultura (Fundarte) bajo la gestión de Aristóbulo Istúriz, un demócrata alcalde de Caracas que aún no lamía botas militares.
Mientras Hugo Chávez visitaba instituciones en su condición de presidente electo, un día el maestro Abreu me llamó con voz cómplice y me dijo: “Tienes que venirte mañana, a las 3 de la tarde, para que lo veas, vamos a salvar el Sistema”. Luego soltó una sonrisa fuerte poco común en él.
Llegué puntual y lo que vi me impactó. Informado por el equipo de seguridad de la Casa Militar, el creador del Sistema había estudiado cuidadosamente por dónde entraría, circularía y se retiraría el ilustre visitante. Entonces sembró el camino, las escaleras y los balcones del teatro, con músicos, atriles, instrumentos, metales, cuerdas y percusión. No supe cuántos eran. ¿Doscientos cincuenta? ¿Quinientos?
Cuando el presidente electo llegó en el Mercedes Benz negro que lo transportaba, Abreu saltó a abrirle él mismo la puerta del vehículo. Hizo una pequeña reverencia como si quien tuviese al frente fuese Luis XIV, el rey sol, y no un teniente coronel hijo de dos modestos maestros de un pueblito del llano en llamas venezolano.
Lo invitó a avanzar y de improviso, ya bajo el pesado techo de concreto del grandioso lobby del Teatro, a la manera de un bombardeo aéreo repentino, comenzó a retumbar grandiosamente, como si brotara a un mismo tiempo del techo, las paredes y el piso, una música epopéyica, emocionante, a la vez dulce y estremecedora, que sonaba a diez orquestas tocando juntas. Alguien me indicó que se trataba de la Resurrección de Mahler. Ya no estoy seguro. 
Chávez se detuvo paralizado en el centro de la plaza abierta, comenzó a mirar con expresión de asombro hacia el balcón foyer de la Sala Ríos Reyna donde el maestro Abreu había ubicado la percusión; miró bajo los móviles de Soto, al hombre que hacía chocar dos inmensos platillos; concentró su vista en los fagots, trompetas y flautas que le rodeaban flanqueados en la retaguardia por violines, violas y contrabajos.
Entonces una amenaza de lágrimas comenzó a aflorarle en los ojos. Estaba obviamente impactado. Conmovido. Me imagino que empequeñecido por lo grande que se sentía: ¡toda aquella belleza era para celebrarlo a él solo! ¡Cuanta grandeza había alcanzado!
Luego del preludio exultante, Abreu dejando atrás a Mahler le hizo seguir hasta la sala Ríos Reina donde lo esperaba una sinfonieta que, al entrar el presidente electo, interpretó el más patriótico y afinado posible himno nacional de Venezuela. Luego el maestro le explicó que el Sistema no era un proyecto musical sino de desarrollo social. Que le daba el derecho, no solo a los venezolanos de las élites, sino a los jóvenes de menores recursos, en barrios pobres, cárceles y orfelinatos, de hacerse músicos académicos, adquirir disciplina y aprender el trabajo en equipo. Cuando Chávez salió del Teatro le declaró a la prensa que aquel, el del Sistema de Orquestas, era un proyecto revolucionario y que la “revolución” y él mismo, su jefe máximo, lo iba a apoyar incondicionalmente. El maestro Abreu lo había logrado.
Movilizando egos era imbatible. Los enemigos del Sistema habían sido derrotados con música.  Incluyendo a Farruco Sesto, quien años después fue nombrado ministro de Cultura y se convirtió en un comisario cultural perseguidor de demócratas opositores.
III.  En eso pienso, mientras leo que Gustavo Dudamel, el más exitoso egresado del Sistema de orquestas venezolano, acaba de ser nombrado director de la Ópera de París. El primer latinoamericano en lograrlo.
Luego, vía telefónica, le consulto a un ex alumno del máster en Políticas Culturales de la UCV, también producto del Sistema, cuáles otros egresados han tenido responsabilidades como directores de orquestas importantes.
Minutos después me manda una lista. Rafael Payares, de Puerto La Cruz, décimo tercer director de la Orquesta de Ulster, Irlanda del norte. Christian Vásquez, caraqueño de nacimiento, asume en 2010 el cargo de director invitado de la Orquesta Sinfónica de Gävle, en Suecia, y luego el de director invitado de la Stavanger Symphony Orchestra, en Noruega. Diego Matheus, de Barquisimeto, fue director invitado principal de la Orquesta Mozart de Viena, luego se hace director titular del Teatro La Fenice de Venecia y a partir de 2013 ejerce por tres años como director principal invitado de la Orquesta Sinfónica de Melbourne en Australia.
La lista es muy larga. Hay muchos otros que han dirigido orquestas en diversas partes del mundo. Pero el espacio se acaba. Lo importante es que estos directores viajeros son los representantes en el extranjero de lo mejor de la venezolanidad creada en la era democrática.
El testaferro Alex Saab, el narco general Padrino y el roba periódicos Diosdado Cabello, lo son de la venezolanidad militarista responsable del exilio de centenares de músicos de alto nivel que ahora viven el destierro fuera de Venezuela.
Dos modelos contrapuestos. Dos estéticas que expresan modos distintos de estar en la vida. Una soportada en fusiles, bombas lacrimógenas y tráfico de drogas. Otra en oboes y flautas dulces, sinfonías y cantatas. Una Venezuela que se irá, y trataremos de olvidar su horror, y otra que más temprano que tarde regresará interpretando el Himno de la Alegría.

@tulioehernandez/ Fronteraviva