En el relato de muchísimas vidas latinoamericanas descuella como hito el motín carcelario.
Tengo ojo para este tipo de catástrofe, tan frecuente en la sección de sucesos de nuestra región como el despeñamiento de autobuses sin frenos por falta de mantenimiento. Aún hoy es para mí inexplicable esa propensión a fijarme, sin buscarla deliberadamente, en la reseña periodística de los motines carcelarios y los despeñamientos de autobuses.
Son estremecedoras tragedias colectivas que solo afectan a los de abajo, invariablemente con saldo de muertes y heridos que a nadie importan. Con dolientes cuyo reclamo de justicia y reparación nadie escucha jamás. Atraen mi atención, me desazonan por buen tiempo y luego no sé hacer otra cosa que escribir un artículo tan inane como este.
Hace justo 20 años, por estas fechas, se registró una masacre en la Cárcel Modelo de Bogotá. Al cabo de casi 40 horas de zozobra, la violencia desatada dentro del penal por el paramilitarismo que buscaba controlar el penal dejó un saldo de 32 reclusos muertos. Yo visitaba la ciudad por vez primera y la cobertura que “en tiempo real” la radio y la televisión dieron a aquellos sangrientos sucesos me remitió a la masacre que, junto con otros compañeros de la prensa venezolana, había cubierto seis años atrás, en 1994, en Maracaibo.
En aquella ocasión, un enfrentamiento entre bandas rivales del delito organizado que impera en las cárceles latinoamericanas, desencadenó la matanza de 111 reclusos al tiempo que el penal ardía. Un bárbaro frenesí homicida barrió los pabellones y patios de la cárcel de Sabaneta durante los tres días que el incendio del penal, provocado no se supo nunca por quién, tardó en extinguirse. Uno de los bandos en pugna había encadenado desde adentro los portones de la cárcel para que ninguno de sus rivales escapase, agravando la situación para todos. La intervención, a última hora, de la policía y la Guardia Nacional causó muchas de las muertes.
Desde hace muchas décadas la crónica de la grotesca violencia carcelaria en nuestra región junta episodios como los de Bogotá y Sabaneta, ocasiones todas de indecible inhumanidad. Los expertos los despachan como subproducto deplorable de la rampante corrupción del Poder Judicial.
En efecto, la mayoría de los reclusos en nuestras prisiones ?se calcula que más del 70%, en promedio? son detenidos permanentes desde que los tribunales aplazan deliberadamente las audiencias.
Denegar arbitrariamente el proceso, posponiendo dolosamente las sentencias, crea poderosos incentivos para todo tipo de extorsiones, a todos los niveles, desde los tribunales hasta los pabellones de celdas.
Yo creo, sin embargo, que la industria del preso y sus masacres son síntoma también de un mal espiritual – digamos? con causas más profundas, casi insondables. La corrupción por sí sola no explica la impiedad con que en América Latina despreciamos los derechos humanos de quienes se hallan bajo custodia del Estado.
Al ser un fenómeno tan extendido y angustioso, no es extraño que narradores, dramaturgos, músicos y cineastas hayan centrado su obra en un signo tan claro de la disfunción y el fracaso de nuestras sociedades. Fue lo que en 2003 hizo el desaparecido cineasta argentino-brasileño Héctor Babenco, a partir del sangriento motín de la cárcel de Carandirú, disparada por la criminal negligencia con que las autoridades de la prisión se desentendieron de un brote de Sida entre los penados.
Perdido ya el control del penal por sus guardianes, una unidad especial de la Policía Militar irrumpió a sangre y fuego en la penitenciaría. De los 111 reclusos que resultaron muertos, 102 lo fueron por heridas de bala causadas con munición reglamentaria de la unidad especial. Los otros nueve ya habían sido apuñalados por sus compañeros. Desde luego, no hubo bajas entre los militares.
Una nueva atrocidad acaba de ocurrir en Venezuela, en la ciudad llanera de Guanare, donde 47 reclusos inermes fueron ametrallados por la Guardia Nacional. Otros muchos resultaron heridos y algunos permanecen hospitalizados en grave estado.
Una acreditada ONG defensora de Derechos Humanos, Provea, advierte de que lo ocurrido es la cuarta masacre carcelaria que se registra en Venezuela en los últimos tres años.
En 2017, la irrupción de una fuerza combinada de efectivos policiales y de la Guarida Nacional en un penal del estado Amazonas donde se desarrollaba una protesta de indígenas reclusos causó 39 muertes cuya investigación sigue pendiente.
Un año más tarde, un incendió provocado en uno de los calabozos de la Policía del estado Carabobo, durante un altercado entre reclusos y guardianes, trajo consigo una intervención de la tenebrosa FAES que causó 60 muertos.
La FAES (Fuerzas de Acción Especial) de la policía venezolana ha sido señalada en varios informes de la Alta Comisión para los Derechos Humanos de la ONU como responsable de más de 4.000 ejecuciones extrajudiciales desde el fatídico 2017.
En mayo del año pasado, la FAES ametralló sin provocación alguna a 30 detenidos en una delegación de la policía de Acarigua, capital del mismo Estado Portuguesa donde ocurrió la matanza del 1 de mayo. Los detenidos protestaban por el hacinamiento y los malos tratos. Ninguna investigación ha seguido a estos hechos. Todo ha ocurrido con absoluta impunidad.
Los sucesos de la llamada “cárcel de los llanos”, la semana pasada, se precipitaron por una protesta de los procesados más desasistidos, aquellos que no cuentan con la protección pagada de las bandas delictivas organizadas dentro del penal.
Son “los manchados”, los que sencillamente no pueden pagar “la causa”, esto es la cuota de extorsión que les asegure un lugar donde dormir o hacer sus necesidades.
A menudo, estos renuentes son baleados por las bandas que controlan los penales para escarmiento de los demás reclusos. Las bandas no permiten que se les auxilie y las heridas, al no ser tratadas, les causan la muerte o los baldan para siempre. Los manchados de la cárcel de los llanos viven –vivían? hacinados en el ala administrativa, separados de los demás reclusos.
Como en todas las cárceles del país, donde la comida es infecta o inexistente, los familiares de los manchados se desviven por llevarles alimento diariamente. Los manchados deben pagar a los guardianes para que estos dejen pasar las viandas. Con el pretexto del control sanitario impuesto por la actual pandemia, los guardianes venían apropiándose de gran parte de los envíos familiares desde hacía semanas. La protesta de los manchados ante el director del penal fue sofocada a tiros por la banda que controla la cárcel.
Testigos presenciales y las ONG de Derechos Humanos aseveran que un oficial de la Guardia Nacional, al mando del pelotón que irrumpió en mitad de incidente, ordenó la masacre de los 47 protestantes. Como es ya habitual, se sospecha connivencia con el delito organizado dentro de las cárceles.
Los funcionarios de Maduro describen la protesta como un intento de fuga masiva, sin lograr con ello, por supuesto, justificar la acción criminal de la Guardia. La emergencia humanitaria que vive el país y la censura imperante han puesto sordina a este grave suceso.
Otra ONG, Foro Penal, que lleva un detallado registro de abusos judiciales, reporta que desde que comenzó el confinamiento, a mediados de marzo, el régimen ha hecho 80 nuevos presos políticos. Irónicamente, Venezuela ocupa desde octubre del año pasado un puesto en el Concejo de Derechos Humanos de la ONU.
La matanza de la cárcel de los llanos ocurrió a pocos días de las bárbaras acciones que, para mantener el orden en los penales de El Salvador, ordenase el presidente Nayib Bukele. Se ha dicho con razón que las fotos captadas en la cárcel de Izalco y difundidas en las redes sociales por la Presidencia de El Salvador son alarmantemente evocativas del Holocausto.
Del mismo modo, las fotos del patio interior de la cárcel de los llanos, filtradas al exterior, remiten a las captadas por los ejércitos aliados en los campos de exterminio nazis al finalizar la segunda Guerra Mundial. Los cadáveres de los reclusos acribillados a balazos son cuerpos emaciados por la desnutrición que campea en Venezuela.