Ibsen Martínez: Guaidó, cleptocracia y elecciones

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Evoco con nostalgia el tiempo ya remoto en que la conversación sobre la naturaleza del chavismo recurría a categorías tales como “democracia populista iliberal”, “régimen híbrido”, “autócrata competitivo electoral” y otras supercherías de las que nos servíamos los demócratas venezolanos confiando en que el primer paso para derrotar al socialismo del siglo XXI por vía electoral era caracterizarlo acertadamente.

Tan pronto Hugo Chávez salió de la prisión militar donde vacacionó durante un par de años hasta ver sobreseída la causa que le siguieron por rebelión militar, se dedicó a predicar el abstencionismo electoral, enfermedad infantil de la izquierda irredenta que por entonces lo apoyaba.

El abstencionismo fue su manera de vagar en el desierto aunque no fue tiempo perdido, digo yo, porque para 1997, cuando hizo suya la idea de postularse a las presidenciales, ya le había dado dos exhaustivas vueltas al país. Fue aquel, justamente, el año en que la revista Foreign Affairs publicó el seminal artículo de Fareed Zakaria que dio pie a su libro sobre la democracia iliberal.

Chávez encarnó el ejemplo más acabado de cuán lejos puede llegar un autócrata con vellón de cordero tras ganar una elección. Cualquiera diría que se hizo leer fragmentos de Zakaria para luego improvisar sobre ellos.

Un parpadear de ojos y ya estamos a punto de cumplir un cuarto de siglo sin encontrar el camino de regreso a una democracia tolerablemente imperfecta, representativa, con alternancia de gobierno.

El proceso que nos ha llevado a vivir bajo una sanguinaria dictadura de saqueadores ha sido tan demoradamente insidioso que aún hoy, dentro y fuera del país, se elucubran fórmulas que cumplan el desiderátum de ser “constitucionales, electorales y pacíficas”, al tiempo Maduro se encastilla más y más en un régimen hamponil que tortura y asesina a sus adversarios en las narices de una Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos.

La insurgencia, el año pasado, de Juan Guaidó a la cabeza de una estrategia enderezada a ganar a los militares para un proceso de transición política que, merced una elección presidencial, devolviese a Venezuela los usos democráticos y fomentase una economía de mercado, no logró el propósito principal –entre muchos propósitos−, pero solo los frívolos y los francotiradores podrán decir que ha sido un esfuerzo fútil. Innecesario debería ser a estas alturas exaltar la perseverancia y el valor personal demostrado por Guaidó.


La apuesta por el cese de la usurpación (y todos sus etcéteras) fue la consigna de una estrategia con exceso compleja, condicionada a demasiadas variables no sujetas a la voluntad del portaestandarte, ejecutada a menudo con más que censurable improvisación por sus colaboradores y expuesta, por último, a los picotazos de la corrupción y a la desconfianza y desaliento que constatarla en algunos de sus operadores pudo infundir en la población.

La mayor debilidad de dicha estrategia, difícil de exagerar, es el haber fincado mucho, sin duda demasiado, en la alianza con Donald Trump, ese cañón suelto en la cubierta.

El retorno a Venezuela, luego de una sonada gira internacional y del nihil obstat de Trump, y también el ostensible apoyo de los militares a la dictadura, deja a Guaidó y su coalición frente al dilema ineludible de participar o no en las elecciones parlamentarias hacia las que la dictadura de los cleptócratas viene pastoreando a la nación entera con el envite de la dolarización en una mano y la violencia en la otra. Sobre este dilema habremos de volver.

Por lo pronto, y para todo lo que haya de venir este año, la presencia de ánimo demostrada por Guaidó, el predicamento de que goza entre sus compatriotas y, por sobre todo, la creatividad política que el tiempo actual exige a quien aspire a conducirnos y el tino de las difíciles decisiones a tomar debería ser más importante para él que la aquiescencia de Leopoldo López y Donald Trump juntos. ¿Lo habrá aprendido ya el joven político de La Guaira? Pronto lo sabremos.