Eduardo Montoro: El mejor de los disfraces

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Trabajando en Paraguaná, hace mucho, mantenía relación con el Ateneo de Punto Fijo como teatrero aficionado. Una de las veces, teníamos un papel en una comedia llamada “El testamento del perro” escrita por el brasileño Ariano Suassuna y adaptada a nuestro ambiente y lenguaje por José Ignacio Cabrujas.

Estando el personaje que yo hacía en una escena, aparecía otro representando a un obispo, preguntándome “¿lugareño he llegado a Clarines?”. Durante los ensayos todo iba bien, hasta que llegó el día del ensayo final con la vestimenta y el maquillaje completo. La persona que hacía de obispo era en la vida real un parrandero de postín, de palabrotas y chistes de alto tono, amigo de los tragos y enamorado de cualquier mujer a la vista, es decir bastante lejos del personaje que le había tocado representar, de forma que, cuando salió a escena, muy serio, con su sotana negra, su fajín morado y el solideo morado en la cabeza, no hubo manera de contener la risa colectiva, tan larga, que hasta el director aceptó hacer un receso para recuperación del aliento.

Quiso el destino que por estos días viéramos similar escena, pero al revés, donde el mayor de los obispos, representante de la tolerancia, la paciencia y el amor, se salía de su papel y le propinaba unos pescozones a una mujer que había tenido la imprudencia de jalarlo del brazo. La escena al revés no hizo reír a nadie y por el contrario fue duramente criticada.

Coincidía esto también con el estreno de la película “Los dos Papas” y posiblemente por el incidente de los manotones nos animamos a verla. En realidad, la película debía llamarse “Francisco” pues es casi una biografía de Bergoglio y la confesión y arrepentimiento de su colaboración con la dictadura argentina de Videla. También tiene el bono que nos revela como Bergoglio por poco se casa con una joven antes de decidirse a ser cura.

Cuentos de cuitas viejas, de alegría y pena, tenemos todos. A cada uno le toca un papel y su disfraz. Tratamos de hacerlo bien, pero nada borra lo bueno o malo que hicimos antes y ni siquiera evita que hagamos algo mal en el futuro. Los disfraces nos muestran a la persona como supuestamente debería ser, pero, en realidad, esta puede ser muy distinta al disfraz que porta.

Un militar y su disfraz puede representar a un individuo con moral y lleno de virtudes, pero puede ser, en realidad, alguien que usa su poder para enriquecerse y convertirse en un pillo de la peor calaña. Un médico y su disfraz pueden marear con explicaciones al paciente y exagerar sobre exámenes y consultas solo para engordar su bolsillo. Un político con su disfraz puede romperse la garganta pidiendo transparencia y unidad, mientras roba y traiciona. Un gobernante disfrazado de amplitud pisotea la Constitución cuando le conviene o un diputado disfrazado de patriota se derrite ante una abundante comisión..

Nuestros disfraces no son garantía de recibir lo que se espera de ellos y el único factor que puede sacarnos de la trampa de lo inmoral es practicar la integridad. Esta no depende del disfraz, ni del oficio, ni del poder. La integridad se demuestra en el actuar coherente entre el pensar, el decir y el hacer.

No es fácil, pues las tentaciones siempre están presentes en cantidades y modelos de todo tipo y los controles externos usualmente fracasan. Por ejemplo, para evitar que un funcionario público se enriquezca usando el poder del puesto, lo llenamos de controles, firmas, sellos, claves y miles de artificios y hasta amenazas de penalización. Nada de esto realmente funciona y la única manera de que un funcionario no robe ni abuse es que no quiera hacerlo y, eso, solo se puede lograr si tiene encendido el motor interno de la integridad.

Como todo lo referente a la conducta, la integridad se puede enseñar y se puede aprender. Los análisis éticos de las conductas correctas son de gran ayuda y la reflexión sobre el sentido de la vida refuerza el empeño para ser buenas personas. Pero no es asunto de obligar al individuo a asistir a clases de integridad para que cambie. Su primera y más importante decisión personal es la de querer hacerlo.

Todos nuestros planes de reconstrucción de Venezuela deben estar atados al esfuerzo de convertirnos en ciudadanos especiales con integridad y honestidad a toda prueba.  Y, aunque sea invisible, este es el mejor de los disfraces.

                                                                Eugenio Montoro

                                                             [email protected]