Desde que se crearon las FAES, como parte de la Policía Nacional Bolivariana, agentes de esta fuerza han cometido impunemente graves violaciones de derechos humanos. Sus prácticas abusivas en comunidades de bajos ingresos coinciden con un patrón de denuncias generalizadas de abusos cometidos por miembros de las fuerzas de seguridad durante la denominada “Operación de Liberación y Protección del Pueblo” (OLP) que Human Rights Watch y la organización de derechos humanos venezolana Provea documentaron en 2016.
“En medio de una crisis económica y humanitaria que afecta más gravemente a los que menos tienen, las autoridades venezolanas cometen abusos aberrantes en comunidades de bajos recursos que han dejado de apoyar al régimen de Maduro”, señaló José Miguel Vivanco, director para las Américas de Human Rights Watch. “En un país donde el sistema de justicia se emplea para perseguir a opositores en lugar de investigar delitos, las fuerzas de seguridad venezolanas están haciendo justicia por mano propia, matando y deteniendo arbitrariamente a quienes acusan de cometer delitos, sin mostrar ninguna evidencia”.
En junio y julio de 2019, Human Rights Watch entrevistó a testigos o familiares de nueve víctimas de abusos cometidos por agentes de las FAES en Caracas y un estado en el interior del país, así como a abogados, activistas y periodistas que trabajaron sobre presuntas ejecuciones perpetradas por miembros de las FAES. Human Rights Watch también tuvo acceso a certificados de defunción en cuatro casos que coincidían con lo relatado por las fuentes y con señalamientos de organizaciones de derechos humanos venezolanas y medios de comunicación independientes. Los métodos utilizados por las FAES y las circunstancias de las ejecuciones en los casos que documentó Human Rights Watch son consistentes con el patrón identificado por la Oficina de la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ACNUDH) y por organizaciones de derechos humanos locales.
Cabe destacar que, desde 2016, casi 18.000 personas murieron a manos de las fuerzas de seguridad en Venezuela en situaciones de supuesta “resistencia a la autoridad”. En efecto, el ministro del interior, Néstor Reverol, informó en diciembre de 2017 que hubo 5.995 de estos casos en 2016 y 4.998 en 2017. Las fuerzas de seguridad venezolanas causaron la muerte de alrededor de 7.000 personas en incidentes que, según alegaron, eran casos de “resistencia a la autoridad” durante 2018 y los primeros cinco meses de 2019, según cifras del gobierno.
Aunque todavía nadie ha recopilado información detallada sobre cuántas de estas muertes a manos de agentes de las fuerzas de seguridad han sido ejecuciones extrajudiciales, la Oficina del ACNUDH concluyó que “la información analizada por el ACNUDH indica que muchas de esas muertes violentas pueden constituir ejecuciones extrajudiciales”.
La Oficina del ACNUDH realizó una investigación exhaustiva de 20 casos de personas asesinadas entre junio de 2018 y abril de 2019 y recibieron descripciones prácticamente idénticas de que agentes de las FAES dispararon y mataron a hombres jóvenes al intentar aprehenderlos en circunstancias en las que el uso de la fuerza letal no era necesario para preservar vidas. El organismo de la ONU concluyó que “habida cuenta del perfil de las víctimas, el modus operandi de las operaciones de seguridad y el hecho de que con frecuencia las FAES mantienen una presencia en las comunidades después de concluida la operación, al ACNUDH le preocupa que las autoridades puedan estar utilizando a las FAES y a otras fuerzas de seguridad como instrumento para infundir miedo a la población y mantener el control social”.
En todos los casos que Human Rights Watch investigó, agentes armados de las FAES vestían uniformes negros del cuerpo policial. En varios casos, llevaban el rostro cubierto, llegaron en camionetas negras sin matrícula e irrumpieron en viviendas en vecindarios de bajos ingresos. Los agentes con frecuencia obligaban a los familiares de las víctimas a salir antes de llevar a cabo las ejecuciones. En varios casos, también robaron alimentos y otros artículos difíciles de conseguir en Venezuela debido a la crisis económica y humanitaria.
En todos los casos de ejecuciones que investigamos, hubo familiares que dijeron que agentes de las FAES alteraron el lugar de los hechos y manipularon la evidencia. Los agentes colocaron armas y drogas para incriminar a las víctimas o efectuaron disparos contra las paredes o al aire para sugerir que las víctimas se habían “resistido a la autoridad”. En algunos casos, los familiares dijeron que después de las ejecuciones tuvieron dificultades para obtener los cuerpos de sus seres queridos, los informes de la autopsia o los certificados de defunción.
En un caso, los agentes aplicaron descargas eléctricas a un detenido, lo golpearon y patearon, y le cubrieron la cabeza con una bolsa plástica en la que habían rociado una sustancia química que le provocó picazón e inflamación en el rostro y la garganta. Dicho trato constituye tortura. Los agentes sostenían que el hombre había robado una motocicleta que pertenecía a la esposa de un comandante de las FAES, según contó el hombre a Human Rights Watch.
En seis casos documentados por la Oficina del ACNUDH, las personas asesinadas por las FAES eran opositores del gobierno o personas que se percibían como tales. Fueron ejecutadas por agentes de FAES durante redadas que tuvieron lugar tras protestas antigubernamentales. Muchas de estas protestas, desde enero, han ocurrido en apoyo a Juan Guaidó, el presidente de la Asamblea Nacional, que objeta la legitimidad de la presidencia de Maduro. Esas ejecuciones se encuadran dentro del mismo patrón que la mayoría de las ejecuciones investigadas por Human Rights Watch y aquellas documentadas por la Oficina del ACNUDH.
La mayoría de las ejecuciones examinadas por Human Rights Watch coinciden con las prácticas policiales abusivas que varios organismos de seguridad vienen empleando hace años. Entre 2015 y 2017, las fuerzas de seguridad venezolanas realizaron redadas en comunidades de bajos ingresos en el marco de la OLP. Entre las fuerzas de seguridad participantes se encontraban la Guardia Nacional Bolivariana, la Policía Nacional Bolivariana (PNB), el Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (SEBIN), el Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (CICPC) y fuerzas de policía de los estados.
En el marco de estas redadas hubo señalamientos generalizados de abusos, incluyendo ejecuciones extrajudiciales, detenciones arbitrarias masivas, maltrato de detenidos, desalojos forzados, destrucción de viviendas y deportaciones arbitrarias. En noviembre de 2017, la entonces fiscal general de Venezuela indicó que las fuerzas de seguridad habían matado a más de 500 personas durante estos operativos. Funcionarios del gobierno afirmaron en varias oportunidades que las víctimas eran delincuentes armados que habían muerto durante “enfrentamientos”. En muchos casos, testigos o familiares de las víctimas desmintieron estos señalamientos. En varios casos, las víctimas fueron vistas con vida por última vez bajo custodia policial.
Human Rights Watch no encontró evidencias de que las autoridades judiciales venezolanas hayan investigado adecuadamente ninguno de los casos documentados. Muchas víctimas tienen temor a sufrir represalias si denuncian delitos o no confían en que en las autoridades lleven adelante investigaciones. En cuatro de estos casos, las autoridades judiciales o policiales no esperaron a la conclusión de una investigación formal para declarar que las víctimas eran delincuentes.
Autoridades venezolanas indicaron a la Oficina del ACNUDH que cinco agentes de las FAES fueron condenados por diversos cargos, incluido el de tentativa de homicidio, en relación con delitos cometidos en 2018. Además, 388 agentes estaban siendo investigados por delitos cometidos entre 2017 y 2019. No obstante, la Oficina del ACNUDH también informó que las “instituciones responsables de la protección de los derechos humanos, tales como la Fiscalía General, los/as jueces/juezas y la Defensoría del Pueblo, generalmente no llevan a cabo investigaciones prontas, efectivas, exhaustivas, independientes, imparciales y transparentes sobre violaciones de derechos humanos y otros crímenes cometidos por actores estatales, no llevan a las personas responsables ante la justicia, ni protegen a personas víctimas y testigos”.
Cuando se crearon las Fuerzas de Acciones Especiales en 2017, Maduro indicó que su finalidad era combatir el crimen y el terrorismo y “proteger al pueblo” frente a “las bandas criminales y las bandas terroristas alentadas por la derecha criminal”. El organismo del cual dependen, la PNB, es parte del Ministerio de Interior de Venezuela, que está a cargo de Néstor Reverol desde 2016. Reverol responde directamente a Maduro.
En lugar de investigar los numerosos señalamientos de violaciones de derechos humanos cometidas por integrantes de FAES, las autoridades venezolanas han defendido su actuación, concluyó Human Rights Watch. El 17 de julio de 2019, Maduro dijo “¡Que viva el FAES!” y expresó su pleno apoyo “para el FAES en su labor diaria”.
Human Rights Watch compartió esta información con la fiscal de la Corte Penal Internacional (CPI), Fatou Bensouda, quien en febrero de 2018 inició un examen preliminar sobre la situación en Venezuela para determinar si correspondía que la corte realizara una investigación exhaustiva. En septiembre de 2018, los gobiernos de Argentina, Canadá, Chile, Colombia, Paraguay y Perú pidieron a la fiscal de la CPI que investigara posibles delitos de lesa humanidad en Venezuela cometidos después del 12 de febrero de 2014. Más tarde, Costa Rica, Francia y Alemania sumaron su apoyo a este pedido.
“Estas ejecuciones por parte de las FAES son cometidas en el contexto de brutalidad sistemática por miembros de las fuerzas de seguridad venezolanas que continúan impunes en Venezuela desde hace años”, señaló Vivanco. “La falta de independencia judicial no hace más que confirmar la cruda realidad de que no hay ninguna posibilidad de que hoy pueda haber rendición de cuentas por estos delitos en Venezuela”.
Selección de casos documentados por Human Rights Watch.
Todas las personas entrevistadas se identifican con seudónimos para garantizar su protección.
Juan Diego Rodríguez (seudónimo)
Un día de enero de 2019, aproximadamente a la 1 p.m., Ana Lucía Rodríguez escuchó que alguien forzaba la puerta de entrada de su casa, contó a Human Rights Watch. Un agente con el uniforme negro de las FAES entró y dijo que un delincuente se estaba escondiendo en el vecindario. Más tarde, un vecino le dijo que un agente de las FAES le había mostrado previamente una fotografía de un grupo de hombres jóvenes, entre quienes estaba el hijo de Ana Lucía, y había preguntado por él.
Ana Lucía indicó al agente que las únicas otras personas que estaban con ella en la vivienda eran su hijo y su hija, y que su hija que se encontraba con sus propios hijos. Ana Lucía y su hija lloraban mientras las sacaron afuera; un agente agarró a los niños y los llevó al porche en la entrada a la casa. Su hijo seguía dentro. Un agente le preguntó por él y quiso saber a qué se dedicaba. Le contestó que reparaba computadoras. Otro agente le aseguró que los que estaban adentro solamente estaban tomando una declaración a su hijo.
Luego llegó un agente jerárquico de las FAES, se dirigió a la habitación de Diego y gritó que la puerta estaba cerrada, afirmó su madre. Ella se ofreció a hablar con su hijo y permitió que el agente forzara la puerta, a condición de que no lo lastimara.
Los agentes afuera le dijeron a ella, a su hija y a los niños que fueran a la casa de un vecino porque su hijo estaba prestando una declaración. En la casa del vecino, un agente de las FAES le dijo que su hijo era buscado por 20 cargos de narcotráfico. Escucharon seis disparos, dijo la madre.
Poco después, los agentes tomaron una fotografía del cuerpo sin vida de Rodríguez junto a un arma. Una foto de la supuesta arma se publicó posteriormente en noticias que Human Rights Watch vio en los medios, en las que se aludía a Rodríguez como delincuente.
Los agentes subieron el cuerpo en la parte trasera de una camioneta y lo llevaron hasta un hospital. El informe de autopsia determinó que una bala alcanzó a Rodríguez en el corazón y otra del lado derecho, dijo su madre. El certificado de defunción, al cual tuvo acceso Human Rights Watch, indicaba como motivo de la muerte un “shock cardiogénico” y una “lesión cardíaca” causada por arma de fuego.
Ana Lucía Rodríguez declaró ante agentes del CICPC poco después de la muerte de su hijo. Hasta agosto –siete meses después– no se le había pedido que declarara ante la fiscalía sobre este caso y, hasta donde ella tenía conocimiento, tampoco habían llamado a declarar a ninguno de sus vecinos.
Afirmó que desea justicia por la ejecución extrajudicial de su hijo. “No es posible que puedan decidir quiénes viven y quiénes mueren”, expresó.
Miguel Ángel Sosa y Adrián Herrera (seudónimos)
Durante una redada realizada por las FAES en varias viviendas a mediados de junio de 2018, los agentes asesinaron al hijo y al yerno de Elena Sosa.
Aproximadamente a las 6 a.m., agentes uniformados de las FAES se presentaron en su puerta, según contó. En ese momento ella dormía, al igual que su hija de 13 años, su hijo de 10 y sus nietos de 7 y 4. Los agentes entraron en la vivienda sin autorización y uno de ellos le indicó a Sosa que se fuera y se llevara a los niños. Quedaron en la casa un hijo y una hija mayores, afirmó.
Miguel Ángel Sosa, su hijo de 28 años, se estaba duchando en ese momento. Elena Sosa dijo que los agentes sacaron por la fuerza a la hija mayor. Ella y su hija escucharon disparos dentro de la casa, y más tarde supieron, por el certificado de defunción de Miguel Ángel, que uno atravesó a Sosa en el pecho y le causó la muerte. Human Rights Watch analizó una copia del certificado de defunción, donde se indica que murió por herida de arma de fuego en el tórax.
Luego los agentes entraron en otra vivienda cercana, perteneciente a Ana Sosa, hermana menor de Miguel Ángel Sosa, y despertaron a la pareja de Ana, Adrián Herrera, 22, refirió Elena Sosa. Según contó, Ana le dijo que la obligaron a salir, escuchó disparos y más tarde supo que los agentes habían herido de muerte a Herrera en la cabeza y el pecho.
Los agentes se llevaron el cuerpo de la vivienda, contó Elena Sosa, y lo pusieron junto al cadáver de Herrera, donde había además un arma y una bolsa con narcóticos. Sosa dijo que tomaron fotografías.
Al regresar a su casa, Sosa advirtió que los agentes habían robado calzados, alimentos y otros artículos, y habían dejado la alfombra empapada de sangre y las paredes con orificios de bala. Un vecino contó más tarde a Elena Sosa que los agentes habían pedido jabón para limpiar las manchas de sangre de la alfombra.
Un agente del CICPC indicó a los familiares que se presentaran en el hospital para que les dieran los cuerpos. Sosa declaró ante el CICPC que le dijeron, según afirmó, que las madres de las “ratas” siempre creen que sus hijos son “santos”. La familia de Sosa no presentó una denuncia ante autoridades judiciales.
Kelvin Otero Paz y Alan Molina (seudónimos)
A las 5 a.m. de un día de enero de 2019, agentes de las FAES interceptaron a Kelvin Otero Paz y a su cuñado, Alan Molina, ambos de 24 años, cuando salían de su vivienda para ir a trabajar, contó la tía de Otero Paz, Ana Paz.
Los agentes llevaron a Otero Paz y Molina al costado de una calle cerrada al tránsito, según le dijo Molina a Ana Paz varios días después. Molina dijo que cuando se lo llevaron, escuchó que Otero Paz gritaba y que luego hubo un disparo.
Paz se presentó en la morgue para buscar a su sobrino. El cuerpo no había sido identificado correctamente, contó. Estaba cubierto hasta el cuello por una sábana, pero a partir de fotografías que vio en la fiscalía supo que a su sobrino le habían disparado en el cuello y el pecho. El certificado de defunción, al cual tuvo acceso Human Rights Watch, indica que murió de un único disparo en el tórax.
Por alrededor de tres días, la familia no supo dónde estaba Molina, afirmó Paz. Un detenido que fue liberado el cuarto día desde que Molina había sido detenido, dijo que había visto a Molina durante su detención y que los agentes le habían plantado drogas para incriminarlo. Molina seguía detenido y procesado cuando Human Rights Watch entrevistó a Paz en julio.
Rafael Rodríguez (seudónimo)
Aproximadamente a las 5 a.m. del 24 de septiembre de 2018, Rafael Rodríguez volvió a la vivienda de su suegra en Caracas tras haber celebrado su cumpleaños con amigos. Su madre dijo que un testigo le contó lo que ocurrió a continuación: mientras Rodríguez subía los escalones de ingreso, cerca de 15 agentes de las FAES con el rostro cubierto aparecieron sorpresivamente y lo interceptaron. Dijeron que buscaban a un delincuente llamado “El Negro” y le dispararon a Rodríguez en el pecho. La bala le perforó el corazón, dijo su madre, y si bien nunca se entregaron a los familiares resultados de la autopsia, se enteró más tarde que había muerto en el hospital producto de la herida.
Tras dispararle, un grupo de agentes del FAES trasladó a Rodríguez a un hospital cercano, según contaron testigos a su madre, mientras otro grupo se quedó y entró en la vivienda de un vecino. Usaron el baño, tomaron café y se recostaron a dormir, luego simularon un enfrentamiento violento frente a la casa de su suegra, efectuaron rondas de disparos y se gritaron unos a otros que no lo dejaran escapar y que iba “en el techo”.
En el hospital, los agentes no permitieron que los médicos se acercaran al cuerpo de Rodríguez, según le dijeron testigos a la madre. Presentó una denuncia ante el CICPC. La fiscal a cargo del caso prácticamente no habló con ella, según afirmó, salvo para pedirle que admitiera que su hijo era un delincuente. La fiscal le comunicó a la madre de Rodríguez que había dos órdenes de detención en su contra, por robo y homicidio, pero le indicaron que no tenía derecho a verlas. Cuando una búsqueda de antecedentes penales de Rodríguez no dio resultados positivos, contó su madre, la fiscal le dijo que su hijo probablemente había sobornado a alguien para que limpiara su prontuario.
Testimonio de Génesis Romero (seudónimo)
Alrededor de las 4:30 a.m., una mañana de la primera mitad de 2019, la madre de Génesis Romero entró en el dormitorio de su hija, en su apartamento del cuarto piso, para decirle que agentes de las FAES estaban frente al edificio, contó Romero, una psicóloga de 27 años. Los agentes llamaron a la puerta y, como la madre de Romero dudó, le gritaron que abriera o dispararían.
Cuando abrió la puerta, seis agentes uniformados y con el rostro cubierto entraron raudamente en la cocina —dos de ellos llevaban granadas— gritando: “¿Dónde está Efraín?”. Los agentes apuntaron a las dos mujeres con sus armas y preguntaron quién más vivía allí. Respondieron que allí no vivía ningún Efraín y que el padre de Romero estaba durmiendo, recuperándose de una enfermedad. Los agentes empujaron a la madre de Romero contra la pared y entraron en el dormitorio. Al ver que el padre de Romero no coincidía con la descripción del hombre que estaban buscando, los agentes les mostraron la fotografía de un hombre a quien Romero y sus padres no reconocieron. Al salir, los agentes se llevaron alimentos y otros artículos.
Esas redadas, llevadas a cabo por miembros de diversas fuerzas de seguridad, incluidas las FAES y la Guardia Nacional Bolivariana, desde hace años ocurren con regularidad en el vecindario de Romero, según nos dijo. Romero indicó que dos meses antes, agentes de las FAES habían matado a varias personas en su complejo de apartamentos. Alrededor de las 5 a.m., escuchó al hijo de un vecino gritar por su padre y luego dos disparos. Un vecino le dijo que agentes de las FAES se habían llevado a la madre y al niño afuera y que mataron al padre, señaló Romero. Romero vio marcas de sangre que sugerían que habían arrastrado un cuerpo por las escaleras del edificio.
Romero indicó que no presentó una denuncia ante las autoridades judiciales por temor a que ella o su familia sufrieran represalias y porque no confía en que nadie investigue lo ocurrido.