Amos Smith: El enemigo imaginario

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Ya yo ni me acuerdo el día en que me pelié con el amigo imaginario de mi infancia. Creo que fue por una pequeña diferencia deportiva. Él quería que yo fuera fanático del Magallanes y yo, desde entonces, en un pequeño amague de mi masoquismo, ya empezaba a simpatizar con los Tiburones de la Guaira.

«¡¡¡Ese es un equipo de sardinas!!! Saaardiiinaaas», recuerdo que se burló mi amigo imaginario con el mismito tono del showman de Con el mazo dando que, paradójicamente, dicen que también es fanático de La Guaira (con razón estamos tan empavados). El asunto es que desde entonces hasta el día de hoy, cuando escribo este artículo («¡Estás en extraining, Amos!. Y el artículo pa´ cuándo?», me reclama, ya en tono medio arrecho, mi jefe de Caraota, Miguel Ángel Rodríguez, como si estuviera en el set de La Entrevista en RCTV), bueno, desde ese día nunca más le dirigí la palabra a mi, desde entonces, enemigo imaginario. Pero, asumiendo mis responsabilidades en la misma tónica de este desgobierno, les aclaro que yo no soy ningún peleón. Lo que pasa es que estoy rodeado de gente peleona. Y yo no soy mocho.

Tan amiguera que era esta gente con el resto del mundo en los tiempos del barril de petróleo a cien verdes, cuando venían desde todos los rincones del universo a ver las bondades infinitas desde una comodidad cinco estrellas papá (eso es de Gustavo Aguado, el papá de los helados de Guaco), desde la degustación de las bebidas nacionales (nacionales de Escocía), montados en buses Yutong virguitos para cruzar la calle del hotel Alba (ex Hilton) y llegar al Teresa Carreño a escuchar, durante horas, sobre las bondades de una revolución que había resultado con las consecuencias de tener bajo su tutelaje al pueblo más feliz de la Tierra, el mejor alimentado, el más saludable, con campos sembrados que no hallaba qué hacer con la sobreproducción de alimentos, crecimiento económico al infinito y más allá y gente que se largaba del país porque, como los suecos, estaban inconformes con vivir en El Paraíso.

En esos tiempos dorados el comandante eterno se desgañitaba durante horas con sus amigos imaginarios (a él si lo convencieron de ser del Magallanes), convencido de que el Imperio romano sería una cagarruta ante el esplendor incomparable del fuego inmortal de la revolución armada más pacífica de la historia universal. La máxima felicidad del pueblo venezolano por los siglos de los siglos.

El domingo antepasado quise ir al Museo de Bellas Artes a ver si abrían el edificio donde está el lomito artístico del museo. Este seguía cerrado. Pero en compensación asistí por casualidad a otra exhibición. La de las inmensas telas de colores que bordeaban las aceras del hotel Alba, el Teresa Carreño y la Plaza de los Museos. Todo full de buses Yutong virgos y escasos de delegados del Foro de Sao Paulo en su interior (¡Tampoco así, podrían estar descansando de la rumba!).

Mucha seguridad y abundancia de buhoneros y mesas con material pop revolucionario. Banderas de todos los calibres, franelas con imágenes del Che, alusivas a Cuba, muchos recuerdos con imágenes en todas partes y en pequeñas estatuillas del antiguo comandante y libros con artillería del pensamiento. En el patio central de la plaza veo una inmensa carpa de relucientes lonas blancas. En su interior, armados de un sonido de última tecnología, marca imperio, unos oradores furibundos tratan de levantar el ánimo de una nutrida audiencia conformada por funcionarios públicos de mediano y alto rango. Los oradores solo reparten culpas y prometen la defensa armada contra toda la infelicidad y las desgracias de la patria, de los sabotajes de los servicios públicos, del robo de nuestro petróleo, de los apátridas que quieren destruir esta dignidad, la injerencia extranjera, de la confabulación de las redes sociales contra la revolución, y un largo etc.

Todo es culpa de los enemigos imaginarios. Las iguanas, los ataques electrónicos, los francotiradores invisibles, el imperio y todos los enemigos imaginarios que se les van ocurriendo. La gente, siempre con alguna prenda de vestir roja, aplaude casi que con los dedos meñiques. Algunos se sientan en los alrededores pacientemente a esperar que lo interminable se termine. Otros caminan discretamente hacia la estación del Metro cercana. La gente que no tiene que ver con el evento camina indiferente. Muchos van al parque Los Caobos a llevar a sus mascotas, a hacer ejercicios o a pasear. Para los transeúntes pareciera que la gigantesca carpa no existiera. Parece que no pasará absolutamente nada. Pero aquí el tiempo es muy voluble. Puede amanecer un solazo y de la nada aparece una tormenta de lluvia torrencial. Es una toda una metáfora de esta calma inquietante. «Nada que no pueda arreglar la promesa de dos cajas de CLAP mensuales», pensará alguien.