Ibsen Martínez: La pregunta de Caparrós

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Un reciente artículo de Martín Caparrós en torno a Venezuela, publicado en The New York Times, interroga todas las sabidurías convencionales que sobre mi país han circulado durante veinte años. Las de la izquierda que Teodoro Petkoff llamó borbónica, las de la derecha que se piensa liberal cuando repite aún los ya rancios tópicos del consenso de Washington y casi todas las que caben entre ambos extremos.

El artículo de Caparrós ha obrado en muchos venezolanos, entre quienes me cuento, el efecto que proverbialmente se atribuye a una buena obra de teatro: dejarte pensando largo tiempo aun después de haber salido de la sala, invitarte a suspender tus certezas, considerar que tal vez sean solo mudables hipótesis.


Por lo que a mí respecta, leer la pieza de Caparrós me hizo dejar a un lado la bagatela semanal que había estado marinando sobre la gira mundial de Juan Guaidó.

Ha sido una gira por muchos considerada exitosa, a pesar de haber sido Guaidó anticlimáticamente desairado por Trump en el último tramo. Me disgusta de Guaidó su esmerado empeño en lucir como el perfecto achichincle de Donald Trump, su impostada manera de remangarse la camisa al hablar en público, manido recurso de publicidad electoral gringa que solo resulta en hacer del presidente interino un remedo criollo de Bob Kennedy hablando en algún auditorio cívico californiano.

Pero que algunos de los más característicos colaboradores de Guaidó, al hablar del futuro, suenen invariablemente como agentes de un fondo de cobertura de Wall Street es lo que con más fuerza me amosca ante la actual oposición venezolana.

Fue justo al llegar a este punto cuando leí la joya de Caparrós y decidí dejar de ese tamaño mis suspicacias y desechar el borrador de la columna. ¡Qué caray!, también en muy cierto que, con todas sus gaffes, y para decirlo en parla beisbolera, Guaidó ha defendido tenazmente su turno al bate. El juego no se acaba hasta que se termina y la posición más ruin es la del mánager (en futbolés: “director técnico”) sentado en una silla preferencial de la gradería.

La pregunta de Caparrós – “¿De qué hablamos cuando hablamos de Venezuela?”− es, sin duda la pregunta adecuada, la pregunta pertinente hoy día, y tratar de responderla con honestidad intelectual ante uno mismo, se ha hecho ya muy apremiante.

Hace veinte años, apenas comenzada la era chavista, Venezuela fue sacada del estante en que indefectiblemente solía hallársele: uno de los petroestados más antiguos del planeta, una democracia representativa y una élite corrupta, reinados de belleza, telenovelas y fulgurantes beisbolistas. Con el ascenso de Chávez, pasó al estante destinado a “interesantes, promisorios experimentos colectivistas y redistributivos latinoamericanos”.

En cuanto a lo que el propio Chávez comenzó a significar, ¡y aún significa!, para la intelligentsia “progre” global, es sugestiva la unanimidad con que hoy todo análisis sobre Venezuela comienza por hacer distinción moral entre el carismático y bienintencionado paladín antiimperialista Hugo Chávez, prematuramente desaparecido, y el cernícalo chambón que es Nicolás Maduro, el hombre que degradó hasta la barbarie el sueño de su mentor.

Un día de 2002, en la efervescencia que precedió al fallido golpe militar contra Chávez, fue a verme en Caracas un joven inglés, estudiante de doctorado en asuntos latinoamericanos en el Saint Anthony’s College de Oxford. Me contó que amigos suyos en el gobierno le habían prometido colarlo en un encuentro cercano de tercer tipo con Chávez. Estaba muy entusiasmado con todo lo que veía alrededor, ¡hasta lo habían llevado a ver médicos cubanos en un barrio!

Volvimos a vernos días más tarde y le pregunté qué tal te fue con Chávez. Me habló del caudillo llanero como Graham Greene habría hablado de Omar Torrijos. Temía, claro, la reacción gringa; temía una nueva Bahía de Cochinos

─¿Dónde cree que irá a parar todo esto?− preguntó.

Sabiéndolo tercermundista, quise ser tremendo y le dije que, en el peor de los casos, todo terminaría en una novela de V.S.Naipaul, de esas ambientadas en un socarrón país ficticio del Caribe anglófono después de una revolución de mentirijillas. En realidad, así lo creía yo. Pero me equivocaba de medio a medio.

Hasta donde se alcanza a ver, la revolución bolivariana, liderada por Maduro, se ha propuesto instaurar tanto capitalismo salvaje como sea posible y tanto Estado forajido como sea necesario. Y, dolorosamente, no a todos los venezolanos repugna esa perspectiva. De eso hablo cuando hablo de Venezuela.