Antonio de la Cruz: El régimen ya no convence: reza

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“Cuando un régimen recurre a Dios para sostenerse, es porque ha perdido su dominio sobre los hombres”

El pasado 16 de mayo, en el Salón de Honor del Ministerio de Defensa venezolano, el general Vladimir Padrino López —ministro de Defensa de Nicolás Maduro— interrumpió la inercia marcial de su entorno para elevar una plegaria. Lo hizo frente a generales, almirantes y cámaras de televisión. Pidió a sus soldados que creyeran en Dios para no sentirse “más poderosos que otros” por el solo hecho de portar armas y uniforme.

No fue un acto de fe. Fue un acto de poder.

Porque en Venezuela, donde el Estado se ha vaciado de legalidad, donde las elecciones ya no legitiman y donde las instituciones son sombras de sí mismas, los símbolos han reemplazado a las reglas. Y ese rezo —una pieza menor de oratoria— tiene el peso de una confesión: ya no hay disciplina que contenga el desorden. Sólo queda la liturgia del miedo.

El general no rezaba al cielo. Hablaba a los cuarteles. A sus hombres. A los que sostienen lo poco que queda en pie.

En cualquier democracia funcional, una oración militar como esa sería un anacronismo o una rareza. En la Venezuela de Maduro… es una necesidad. El poder necesita un simbolismo que dé soporte a sus actuaciones y la obediencia —cuando ya no puede imponerse por convicción— debe construirse desde la fe. Se trata de una sustitución: donde antes estaba el mandato de la ley, ahora se invoca la voluntad de Dios.

Pero ese Dios, claro, no es el de los Evangelios. Es el Dios del régimen: un Dios que legitima el silencio, justifica el castigo y adorna la obediencia con una pátina de virtud.

La oración del general ocurre en un momento preciso. El gobierno de Estados Unidos ha decidido no renovar la Licencia 41B que permitía a Chevron operar en Venezuela. Con ella se desmorona la narrativa construida por el madurismo sobre una negociación abierta con Washington. El experimento de “compromiso constructivo” de la administración Biden se declara muerto. La “Doctrina Rubio”, como se le llama en Caracas, se impone: presión total, sin concesiones ni diálogos simulados.

Chevron no es solo una empresa: es una ilusión. Su permanencia representa la posibilidad de un puente entre Caracas y el mundo. Su retirada señala el fin del autoengaño. El régimen se queda sin excusas, sin interlocutores, sin máscara. Maduro está solo. Lo sabe. Y por eso se refugia en su último bastión: la Fuerza Armada Nacional Bolivariana.

Lo único que lo sostiene hoy no es el petróleo, ni el comercio, ni el voto: es la cúpula militar. Y esa cúpula, para mantenerse unida, necesita un relato.

Ese relato lo escribe, cada vez más, Vladimir Padrino López. No con tratados ni manifiestos, sino con símbolos, palabras sagradas y enemigos invisibles. Porque todo régimen autoritario que entra en su fase terminal necesita reforzar su coartada. Ya no basta con reprimir. Hace falta una narrativa que explique la represión. Y en Venezuela, esa narrativa es ahora de guerra.

Desde Miraflores se reactiva la maquinaria de la amenaza externa: mercenarios que viajan desde Colombia en aviones sin matrícula; mafias albanesas que entran por Ecuador para sabotear las elecciones regionales del 25 de mayo; diputados que denuncian complots inverosímiles; vuelos cancelados por motivos de seguridad nacional; y, como telón de fondo, el eterno conflicto con Guyana por el Esequibo, que permitiría declarar un estado de excepción.

No hay relato autoritario sin enemigo externo. El madurismo lo sabe. El mito fundacional de Hugo Chávez se cimentó en la figura del “imperio yanqui”. Hoy, sin embargo, la historia ha cambiado: el enemigo ya no es tan creíble, ni tan visible, ni tan unánime. Y por eso hay que inventarlo una y otra vez. El régimen no necesita convencer. Solo necesita resistir. Su legitimidad ya no es política. Es la fe religiosa, 

Las dictaduras sobreviven no porque convenzan, sino porque fabrican una realidad alternativa en la que la mentira se repite hasta volverse costumbre. En Venezuela, esa costumbre tiene nombre: parte de guerra, rueda de prensa, desfile cívico-militar. Y ahora, oración.

Padrino López no es solo un general. Es el sacerdote del régimen. El gran oficiante de una fe sin salvación. Su rezo no busca redención. Busca control. Quiere que sus hombres crean, no en el más allá, sino en el aquí y ahora del poder. Quiere que vean en su fusil no un instrumento de violencia, sino un talismán.

Cuando un régimen recurre a Dios para sostenerse es porque ha perdido su dominio sobre los hombres. El poder ya no se impone por medios seculares, sino por convicciones religiosas. Y como todo acto de fe, no requiere pruebas: sólo obediencia ciega.

La Venezuela de hoy no vive una transición hacia la democracia, sino una liturgia. Una repetición de gestos vacíos, de amenazas rituales, de plegarias estratégicas. Y como en las grandes novelas de dictadores que ha parido América Latina, la historia no termina con una revolución, sino con una confesión.

Padrino López ya la hizo.

@antdelacruz_