“Hay noches que no terminan. Esta, en cambio, marca un nuevo curso de una nación.”
En la madrugada del 6 de mayo de 2025, mientras Caracas fingía dormir bajo el peso de una dictadura fatigada, cuatro personas cruzaban las puertas de la embajada argentina disfrazadas de sus captores. Sin disparar un tiro, escapaban de uno de los símbolos más visibles del encierro político en Venezuela: una residencia diplomática sitiada por más de 400 días.
Lo que ocurrió esa noche no fue solo una fuga cuidadosamente orquestada. Fue una ruptura de narrativa, una grieta en el relato del poder autoritario. Lo que hasta entonces se percibía como impensable —una intervención encubierta, con apoyo internacional, que burla al aparato represivo— se volvió no solo posible, sino inspirador. El miedo, por un instante, dejó de gobernar.
Este tipo de eventos son increíbles en la historia contemporánea. Pero cuando ocurren, tienen el poder de redefinir las reglas del juego político. En este caso, lo hicieron desde el silencio, desde la eficacia, desde el símbolo.
El poder de redefinir lo posible
En política —sobre todo bajo regímenes cerrados— lo más difícil no es cambiar el poder, sino cambiar lo que la sociedad cree posible. Los autoritarismos modernos no solo oprimen mediante la fuerza, sino también mediante la narrativa. Controlan el presente inhibiendo la imaginación del futuro.
Por eso la Operación Guacamaya fue más que una acción táctica. Fue un movimiento que recalibró la brújula emocional de un país. Su impacto fue menos militar que psicológico: en minutos, mostró que el régimen no era invulnerable, que se podía burlar su sistema, que el miedo podía romperse. Fue una intervención no solo en el espacio físico, sino en el mapa mental de los venezolanos.
Del tabú a la estrategia legítima
En teoría política, se ha propuesto un modelo que explica cómo las sociedades definen lo que es «pensable» en cada momento histórico. Aunque el público general no lo conozca, su lógica es intuitiva: hay ideas que alguna vez fueron impensables —como la caída del Muro de Berlín o la legalización del matrimonio igualitario— que, con el tiempo, se vuelven no solo aceptables, sino inevitables.
Este cambio no ocurre de la noche a la mañana. Requiere eventos catalizadores, hechos que rompen la inercia y mueven la frontera de lo concebible. La Operación Guacamaya es exactamente eso para Venezuela: una bisagra narrativa. De pronto, la fuga fue posible. La resistencia fue eficaz. Y la dictadura no es eterna.
El liderazgo detrás del silencio
Nada en esta operación fue improvisado. Desde Washington, Buenos Aires, entre otras, se tejió una red de coordinación quirúrgica. Se replicaron voces de mando del régimen en los radios. Se clonaron uniformes. Se cronometró cada paso. Quien diseñó la operación entendía que no se trataba solo de extraer cuerpos, sino de liberar una símbolo: la idea de que el poder del régimen puede ser vulnerado sin violencia.
El acto más radical de la noche fue el silencio. Todo ocurrió sin una explosión, sin una persecución, sin una caída. Como si se tratara de una escena escrita por Truman Capote, lo esencial estuvo en la tensión contenida, en el rostro de quien finge ser su propia carcelera para cruzar un umbral invisible. Los esbirros abandonaron sus puestos de vigilancia en la Embajada.
La fisura en el sistema
La reacción del régimen fue más reveladora que la operación misma. Nicolás Maduro, en Moscú, quedó en shock. Jorge Rodríguez se descompensó. Diosdado Cabello cambió de residencia. Y en los cuarteles, donde hasta ayer preguntar era traición, comenzaron las dudas: ¿Y si esto es solo el comienzo? ¿Y si entregamos a Maduro?
Por horas, el sistema operativo del autoritarismo falló. Se fracturó. Como una inteligencia artificial expuesta a un input inesperado, el régimen no supo cómo responder a la colaboración interna. Las redes de corrupción comenzaron a moverse. Las lealtades se reconfiguraron. Y lo más peligroso para el poder: el relato oficial —negociación y salvoconductos— volvió a dejar de ser creíble.
Más que una fuga: una transición simbólica
En Venezuela, la transición política no se ha escrito aún. Pero con la Operación Guacamaya, comenzó a ensayarse en la imaginación colectiva. Desde las primarias opositoras de 2023 hasta la victoria electoral de 2024, el país acumuló esperanza. Esta operación transformó esa esperanza en demostración práctica de poder.
Quienes antes eran solo víctimas o símbolos pasivos, se convirtieron en actores capaces de ejecutar una operación de liberación. Y al hacerlo, le dijeron al país: si esto fue posible, otras cosas también lo son.
Cuando el miedo cambia de lado
Los regímenes autoritarios no caen por debilidad militar. Caen cuando pierden el monopolio del miedo. La Operación Guacamaya fue el primer signo visible de que ese monopolio del terror empieza a fracturarse. Fue una fuga, sí. Pero también fue una profecía: si se puede entrar para rescatar, también se puede ingresar para gobernar.
Por ahora, el régimen ha encendido las alarmas. Ya no duerme tranquilo. Ya no controla todos los relatos. Y en los pasillos donde antes se susurraba obediencia, hoy se murmura algo más inquietante: ¿y si ya es tarde para resistir el cambio: el mandato popular del 28J?.
@antdelacruz_
Director Ejecutivo de Inter América Trends