La otra vez, Samanta Schweblin dijo que había tratado de entender a los “obsesionados con pertenecer a la mayor de las ficciones que tenemos, que es la idea de la normalidad”. Supuso que “necesitamos la normalidad porque estandarizar y automatizar todo hace la vida más fácil” (Clarín, marzo 16, 2025). La anormalidad sostenida es imposible, según parece. En plena guerra, pongamos el caso, vemos gentes celebrando bodas, bautizos, etcétera. Los rituales dan sentido en medio del caos, normalizan. Ese movimiento constante, creyó Paul Clee, es la vida. Un mecanismo de defensa, digamos.
Por alguna misteriosa asociación, pienso en la visita de los astronautas Armstrong, Aldrin y Collins al Palacio de Buckingham, en octubre de 1969. En realidad pienso en la serie The Crown. El príncipe Felipe, que atravesaba un periodo de alta sensibilidad, está lleno de expectativas ante la visita de los astronautas. Suponía, Felipe, que ver lo que ellos vieron, tendría un impacto, quizás, inenarrable. Sin embargo, los astronautas se muestran tan ordinarios como cualquiera, como si viajar a la Luna ya fuera cosa normal. La decepción del Felipe de The Crown es justificada. Quizás se habría sentido más satisfecho de las impresiones de Ron Garan, un ex astronauta de la NASA que, al ver la Tierra desde la Estación Internacional, cambió su percepción de lo que, normalmente, pensamos de la vida. Pero no ha sido el único, es común entre los astronautas este “choque con la realidad”, especie de «gran despertar». Dice Garan que: «Me di cuenta de que todo lo que sostiene la vida en la Tierra depende de una capa frágil, casi como el papel». A su vuelta, Garan se dedicó a predicar la sostenibilidad y la cooperación global: “necesitamos repensar nuestro lugar en el mundo”. En fin, que a los viajeros del Apolo 11 se les hiciera tan normal pisar la Luna, es algo sospechosamente anormal, diría que hasta raro. En cambio, quienes vieron a nuestro planeta desde lejos, han sido impactados y ahora intentan vivir en esa “perspectiva anormal” porque saben que, de no hacerlo, las consecuencias serían terribles.
La anormalidad es una especie de umbral del dolor. Normalizar lo anormal es vivir en la mentira. Y asumir esta mentira como real es entrar al terreno de la simulación de Jean Baudrillard.
Amanda Ruggeri, de la BBC, asegura que la “normalización” puede ser bastante perniciosa: “Piensa en las guerras en Ucrania e Israel-Gaza”. Los eventos traumatizantes al comienzo atraen nuestra atención, afirma, pero el tiempo los saca de los encabezados de la prensa y de las conversaciones de café.
El tiempo es el normalizador más eficiente y cruel.
La biopic de Lee Miller (2023), dirigida por Ellen Kuras y producida y protagonizada por Kate Winslet, aborda su trabajo fotográfico entre 1939 y 1945 como parte del London War Correspondents Corp, e incluye, por supuesto, lo referido a los campos de concentración de Buchenwald y Dachau. Estas imágenes de cadáveres apilados no fueron publicadas, en su momento, por la editora británica de Vogue, Audrey Withers. El alegato fue simple: debemos volver a la normalidad por el bien de los vulnerables. Y, por lo visto, Miller pasó el resto de sus días en la “perspectiva anormal”, acaso, condenada por la guerra.
La normalización colectiva es una forma de amnesia programada para los rating de felicidad, la tranquilidad de los sátrapas, y las despreocupadas vidas en las redes sociales del siglo XXI.
NJO