David Morán Bohórquez: Cuando el régimen necesita legitimarse, no busca votos, monta un espectáculo

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Cuando el régimen necesita legitimarse, no busca votos: monta un espectáculo. Y llama democracia a lo que no es más que obediencia disfrazada.

La historia del siglo XX y XXI está llena de dictaduras que, lejos de rehuir las elecciones, las organizan con entusiasmo. No como ejercicios de soberanía popular, sino como rituales cuidadosamente diseñados para consolidar el poder, desmovilizar a la oposición y proyectar una imagen de normalidad ante el mundo. Las llaman elecciones, pero no lo son: son escenografías autoritarias.

Lo que distingue a una elección democrática no es solo la existencia de urnas o el conteo de votos, sino la posibilidad real de alternancia, la igualdad de condiciones para competir, la libertad de expresión y la garantía de que el resultado refleje la voluntad popular. Cuando esos elementos están ausentes, el voto deja de ser un derecho y se convierte en una coartada.

Desde Haití hasta Bielorrusia, pasando por Nicaragua y Cuba, los ejemplos abundan. En 1961, François Duvalier se atribuyó más de un millón trescientos mil votos… sin ninguno en contra. En 2020, Alexandr Lukashenko se proclamó vencedor tras unas elecciones abiertamente fraudulentas, desatando protestas masivas y nuevas sanciones internacionales. En 2021, Daniel Ortega encarceló a todos los principales aspirantes opositores antes de “ganar” con más del 75% de los votos. En 2023, el régimen cubano celebró elecciones sin pluralismo, con una sola lista aprobada por el Partido Comunista. Todas estas jornadas tuvieron algo en común: no ofrecían al pueblo una opción, sino una confirmación forzada del poder establecido.

¿Por qué lo hacen? Porque simular democracia es más rentable que confesar la dictadura. Las elecciones permiten a los regímenes autoritarios exhibir cifras de participación como si fuesen muestras de respaldo, contener la presión internacional, dividir a sus críticos y, sobre todo, neutralizar la fuerza simbólica del voto libre.

Quien se opone a estos simulacros es tildado de antidemocrático. Así, logran lo impensable: convertir la defensa del voto en una supuesta renuncia al voto.

George Orwell lo anticipó con una claridad profética en 1984: el lenguaje, cuando es manipulado por el poder, no busca comunicar sino dominar. Si en la novela “la guerra es la paz” y “la libertad es la esclavitud”, en las dictaduras modernas “votar es obedecer” y “elegir es ratificar lo inevitable”. La mentira institucionalizada no solo falsea la realidad, sino que pretende modelar la conciencia colectiva. Por eso estas elecciones no son solo una farsa: son un mecanismo de control.

Votar en una elección sin garantías, con candidatos inhabilitados o presos, con árbitros sometidos y reglas hechas a la medida del régimen, no es ejercer un derecho: es prestarse al juego del opresor. Es matar el valor del voto.

Votar por votar no es resistencia: es resignación. Y abstenerse en estas condiciones no es pasividad, sino desobediencia cívica. Es un acto de denuncia que deja claro que el problema no es la apatía del ciudadano, sino la perversión del sistema.

Por eso, cuando nos enfrentamos a elecciones simuladas, la pregunta no es si debemos votar, sino si esa elección merece nuestro voto. Y en dictadura, la respuesta más democrática es no prestarse a la farsa.

David Morán Bohórquez