Marcelo Morán: Conversando con la señora Isabel

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El día que la visité en marzo de 2023 llegué por el fondo de su propiedad: un terreno amplio de más de cinco hectárea en el que florecían plantas de cebolla en rama y yuca con canales armoniosos y rebosantes de agua.  Me acompañaba en esa ocasión mi sobrino Alberto Valderrama Atencio, quien se ofreció de llevarme después que le dispensé también una visita a su abuela Gledys Carrillo.

Una vez en el corredor de la casa, me senté seguro, como en mis viejos tiempos. Había cambiado mucho desde aquella construcción de tres habitaciones que conocí en 1971 en cuyo pórtico pinté mi primer mural: el escudo de Acción Democrática, que elaboré por requerimientos del dueño de la casa, don Jesús Luis Ordóñez, quien era para ese momento dirigente y fundador del partido blanco en Las Parcelas de Mara.

Sus hijos, Otto, Hidalgo y Jhonny, quienes eran mis compañeros de estudios en el recién fundado liceo Creación El Mojan, habían hecho correr el rumor de que yo era pintor, porque a cada instante me veían bocetando a cuanto personaje pasaba delante de mí para dedicarle una caricatura.

Ese día no solo me gané un almuerzo y un apretón de manos de parte del dueño de la casa, sino una bella y fraterna amistad que se ha mantenido intacta por más de cincuenta años.

Una de las hijas de la señora Isabel, llamada Marta, que estaba planchando, se asomó de repente y quedó sorprendida al verme sentado.

—¿Mijito, por dónde llegaste?

—Por el fondo. Vengo de visitar  a Gledys —le respondí.

—Ah, con razón —respondió risueña.

—Quiero saludar a la señora Isabel. ¿Cómo está?

—Mamá está en el patio. ¿Acaso no la viste?

—No — le dije, al tiempo que Alberto corría para ir tras su tía abuela.

Al cabo de cinco minutos regresó el muchacho acompañado de la señora Elizabeth Áñez de Ordóñez, conocida por todos como Isabel. Traía una pala sobre sus hombros después de limpiar algunas malezas brotadas alrededor  del patio, como si el peso de los ochenta y ocho años que acababa de cumplir no hiciese ninguna mella sobre su cuerpo delgado y menudo. Casi nada había cambiado en su fisonomía desde la última vez que la vi en julio de 2016, cuando asistió al sepelio de mi hermano menor Pedro. Solo sus cabellos lucían más algodonados.

 Había nacido el 8 de enero de 1935 en el sector Matacán, jurisdicción hoy de la parroquia Luis de Vicente del municipio Mara del estado Zulia, y se casó con Jesús Luis Ordóñez  a finales de 1949 en la misma comunidad.

—Qué bueno que te hayas acordado de mí — me dijo después de darnos un abrazo—. Estás más viejo —agregó.

 —Claro, voy a cumplir este año sesenta y seis años —le dije.

Después de explicarle el objeto de mi visita, ella en seguida respondió solícita:

—Como no. Pero nos tomamos un cafecito.

Desde allí ordenó a Marta preparar el pedido y esperé que ella se acomodara en su sillón a fin de comenzar a atizar los recuerdos que traería de aquellos lejanos días que ya se remontaban a más de setenta años.

—Llegamos una mañana de 1952 en medio de un tremendo solazo. Traía a Luis Alberto en mis brazos, que estaba por cumplir dos añitos, mientras Jesús Luis se ocupaba de descargar del camión de su cuñado José Domingo Ojeda, los materiales que se iban a necesitar para construir nuestro rancho. También nos acompañaba mi suegra, Rosalía Ordóñez, de quien fuera la idea de independizarnos. Porque primero vivíamos en la finca Las Garzas Blancas, propiedad del viejo Ramiro Villalobos, padre de Jesús Luis, que quedaba por Matacán, cerca de Carrasquero. Pero cuando oímos el rumor de que en Campo Mara la compañía Shell estaba necesitando trabajadores para abrir trochas y cargar tubos y cuantas cosas hacían falta, nos fuimos a El Cucharal, a la finca de Carmen Virginia, mi cuñada, para estar más cerca. Era una finca muy próspera. Tenía un pozo de agua, ganado y muchas siembras y por cuyo frente ya veíamos desfilar los carros de la compañía repletos de trabajadores con cascos de aluminio y ropas manchadas de petróleo. 

La señora Isabel hizo una pausa para ir por el café. Mientras lo preparaba, desde la cocina, mantuvo el hilo de su relato.

—Allí no duramos mucho tiempo, porque empezamos a tener problemas por peleas de muchachos. Cuando no era Luis Alberto el que le pegaba a Eufemia, la hija menor de Carmen Virginia, era mi hijo el que la hacía llorar, que por cierto, tenían casi la misma edad. Fue entonces cuando Rosalía aconsejó que mejor nos independizáramos y fuéramos a vivir al propio lugar en el que sacaban el petróleo para que Jesús Luis tuviera más opción de hallar un buen trabajo.

Mientras Jesús Luis trabajaba en la finca de su hermana como bracero, un día, Rosalía Ordóñez se le ocurrió convidar  a su nuera de 17 años años para ir de compras a Maracaibo y adquirir los materiales necesarios para levantar en ese momento un rancho: láminas de zinc y esteras. Además del rumor que se desataba  por la explotación petrolera en Campo Mara, la noticia que creaba más expectativa en Venezuela eran las elecciones convocadas por Marcos Pérez Jiménez para el 30 de noviembre de ese año. Comicios que a la postre él se robó a pesar de haber perdido por amplio margen frente a Jóvito Villalba, quien era el candidato de la oposición.  Para ese tiempo Jesús Luis Ordóñez ya era miembro del partido Acción Democrática, pero no pudo votar en Carrasquero, donde estaba inscrito, porque el partido estaba inhabilitado y sus líderes perseguidos y desterrados. 

—Antes de que eso pasara nos mudamos al fin a ese lugar adonde ya había algunos ranchos hechos de cartón y de zinc, muy cerca del pozo petrolero. Todo eso era una montaña, sin embargo, no impedía que llegara gente de todas partes. La mayoría era gocha. No les importaba dormir en el suelo, debajo de las matas, a pesar de que había muchas culebras. En ese tiempo también llegó Gabriel Molina, que después sería nuestro compadre. Él se acompañaba de su hermana menor Adela, y su padre, el señor Apolinar. Ellos venían de Casigua El Cubo, donde él trabajaba cuando sufrió un terrible accidente en una pierna. Una vez recuperado fue transferido por la Shell a Campo Mara y, al llegar aquí, renunció.  Después montó un negocio de víveres junto con su padre y les fue muy bien.

Allí llegaban los capataces de la compañía con un escándalo a recoger la gente que iban a necesitar cuando se presentaba una emergencia. Traían comida, leche en pote para los muchachos, ropa y filtros de aluminio con agua y hielo. Jesús Luis trabajó un tiempo abriendo trochas en otras partes y le pagaban bien. Pero él tenía una preocupación. Nunca le gustó vivir revuelto con tanta gente. Él quería independizarse. Tener su propia tierra en la que pudiera sembrar, criar animales y donde debía crecer sano Luis Alberto. Por esa razón nos habíamos venido de El Cucharal —recordó la señora Isabel después de suspirar hondo y recostarse sobre su sillón.

Los primeros aguaceros de octubre de 1952 se volvieron catastróficos. Las moradas de los colonos establecidos de manera anárquica alrededor del pozo DM-26 de la transnacional Shell no estaban en condiciones de soportar torrenciales de esa intensidad: sucumbieron, y una de ellas, fue la de Jesús Luis Ordóñez. Tuvieron que guarecerse debajo de unos árboles

—Aquello fue un chubasco muy feo. El ranchito de estera y de zinc no aguantó, y se vino abajo. Algunos corotos salieron volando. Esa pérdida me dolió bastante.

Mientras nuestros vecinos trataban de levantar de nuevo con mucho trabajo sus horcones, sus techos, Jesús Luis recogía los restos de los materiales que se podían rescatar, que por cierto eran muy pocos. Cuando terminó de amontonarlos, me dijo con una seguridad muy grande: “Isabel, agarra el muchacho que nos largamos  de esta vaina”, y nos fuimos ese día.

Jesús Luis había visto con atención un terreno grande, también enmontado, que tenía la mejor ubicación, pues era allí donde la carretera que conduce a El Moján y la que lleva al pozo M-26 forma una perfecta T. Otro detalle que consideró, era que por un borde del terreno pasaba la tubería de agua que alimentaba las estaciones de flujos de la Shell y tenía muy buena presión, según le habían comentado. Ese era el sitio que siempre había soñado para vivir. De modo que, pidiéndole dirección y solo permiso a Dios, comenzó a clavar el primer horcón en esa tierra ajena, como si fuera el asta sobre el que iba a ondear a partir de ese instante la bandera de su familia, que tendría catorce miembros, y con el cual se fijaría también los cimientos para la creación de un futuro conglomerado.

—Después de un año de asentarnos allí, en 1953, tuvimos muy buenas cosechas de maíz, yuca, ajíes, frijoles, auyama, patilla y melón. Todo lo que se sembraba en esta tierra se daba. Ese año nació Coromoto, la segunda después de Luis Alberto. Ya en ese tiempo Jesús Luis había recibido un permiso de la Shell para que pudiéramos vivir allí tranquilos. Antes, a cada rato, le traían citas de la Guardia Nacional por talar y quemar sin autorización. Pero él fue más bravo que ellos, porque se cansaron, y al final terminaron dándole el consentimiento. Ese mismo año se mudó un poco más allá de donde ustedes vivían mi prima Yolanda Castillo, la hija de tía Rosa Vílchez. Su esposo, Guillermo Fuenmayor, era contratista de la compañía y vivían muy bien. Otra casa que se levantó en el mismo tiempo, fue la del señor Onésimo López, quien era trabajador de la Shell y había llegado desde Coro. Era la más grande y bonita que se había hecho. La construyeron de bloque y estaba pintada de blanco y verde. Porque la mayoría de las casas que levantaban aquí eran de barro y la frisaban después con cal y cemento.

Los migrantes de otros estados y de distintas partes del Zulia habían llegado al principio a esa tierra sin nombre a cuenta gotas, pero a partir de 1955 se produjo una avalancha.

—Ese año llegó mucha gente —siguió narrando la señora Isabel— entre los que hoy puedo recordar estaban: Amílcar Suárez con su familia, María Jesús Castillo junto con su hermana Flor. María y Teresa Morán. Mis tías Ersilia y Rosa Vílchez, mi madre Genibra y mi hermana Rosa, el señor Salvador Briceño acompañado de su esposa Teodora y sus hijos.

Para evitar un hacinamiento en esa comunidad que se había formado a la buena de Dios sin criterio de urbanismo, Jesús Luis Ordóñez se vio obligado a gestionar ante la gerencia de la Shell y al comando de la Guardia Nacional, adonde ya era conocido, los permisos para abrir dos callejones en los que pudieran construir sus hogares los migrantes rezagados. Esa solicitud tuvo respuesta la tarde del 11 de octubre de 1956.

Al día siguiente, el 12 de octubre, muy temprano, con la participación de voluntarios, comenzaron los trabajos de tala a fin de darle forma a los callejones que se conocieron después como de Ricardo Hernández y de Nerio González en honor de sus primeros habitantes.

No obstante, después de supervisar los trabajos en ambos callejones, Jesús Luis Ordóñez se reunió a la entrada de la comunidad con Gabriel Molina y su cuñado Dimas Carrillo para sembrar un matapalo que testimoniaría la fundación de aquella comunidad conformada apenas por dieciocho parcelas que tenían una dimensión de 30×15 metros. 

El único nombre que se les ocurrió fue Las Parcelas, que ya estaba en boca de la mayoría de los nuevos pobladores. Ese día nadie tenía a mano una cámara fotográfica para registrar con imágenes aquel acontecimiento. Pero lo hicieron con un brindis. Jesús Luis destapó una botella de ron y les sirvió en una copita de tapara a Gabriel y a Dimas que brindaron por el futuro del nuevo pueblo. Buenos deseos que se repitieron hasta que la botella quedó vacía.

Ocho años después, en 1964, cuando empecé a estudiar la primaria, conocí aquel matapalo fundacional. Era ya un coloso que superaba los quince metros de altura y tenía un radio de frondosidad  cercano a los siete metros. Era un toldo natural.

 Dos años más tarde cayó la dictadura de Marcos Pérez Jiménez y la recién fundada comunidad reclamaba una escuela porque la mitad de los pobladores estaba conformada por niños menores de diez años.

Jesús Luis Ordóñez ya había empezado a tener contactos con sus viejos compañeros de partido que regresaban esperanzados desde la clandestinidad para poner en práctica las estrategias que iban a asegurar el triunfo del candidato adeco en las elecciones presidenciales de 1958. Y así ocurrió. Rómulo Betancourt fue elegido para el período presidencial 1959-1963 y designó como gobernador del estado Zulia al doctor Eloy Párraga Villamarín, que meses más tarde recibió de manos de Jesús Luis Ordóñez la propuesta para la construcción de la escuela en Las Parcelas de Campo Mara. Proyecto que fue firmado y aprobado el mismo día. Esa semana llegó un comisionado de la Secretaría de Educación del Ejecutivo Regional a fin de evaluar el terreno en el que se iba a construir la escuela y cuya mitad había sido donada por Jesús Luis y la otra parte por el señor Sixto Colmenares. Con el comisionado había llegado también la que iba a ser maestra y coordinadora del núcleo, doña María Luisa Correa de Morán.

—Después de esa visita, la maestra Luisa venía todos los días desde Maracaibo en los buses de Campo Mara, que ya estaba trabajando desde 1956. Ella estaba pendiente del terreno y nos reunía a  los que íbamos a ser representantes para empezar a cortar y a tumbar el monte. Nos entregamos con tanto empeño que mucho antes de que se cumpliera el mes, todo estaba limpio y planito.

La escuela fue inaugurada el 22 de noviembre de 1959 por las autoridades del ejecutivo del estado Zulia, y de esa manera, un nuevo templo de las luces se ponía en pie y ayudaba a erradicar las últimas sombras de aquella Venezuela decimonónica que se resistía a desaparecer

—En este colegió —señaló la señora Isabel con una mano— estudiaron mis hijos mayores. Los otros, estudiaron después en Las Palmas.

Eso fue todo. En el tiempo que duró aquí la compañía Shell, no hizo nada por Las Parcelas. Solo las carreteras, porque podían llegar seguros a los pozos. Lo único bueno que puedo considerar es que se le permitía a la gente asistir al dispensario donde atendía un médico muy bueno llamado Simeón García. Otro era el doctor Ennio Duarte, que después se mudó  a La Sierrita. En ese tiempo la gente se enfermaba muy poco.

 Bueno, esta es la historia que logré recordar. Espero que hayas quedado satisfecho. De ahí en adelante la conoces muy bien.

De esta manera concluyó la conversación que sostuve el 20 de marzo de 2023 con la fundadora de Las Parcelas de Mara, doña Elizabeth Áñez de Ordóñez, que en la actualidad cuenta con once hijos de los catorce que tuvo al principio. Entre ellos hay tres docentes, una socióloga, dos trabajadores petroleros y el resto son comerciantes. También tiene cuarenta y cinco nietos, cuarenta y siete bisnietos y dos tataranietos.

Antes de retirarme de aquella morada en la que pasé los mejores años de mi bachillerato, la señora Isabel me obsequió un melón del tamaño de una bola de básquet, quizás pesaba más de cuatro kilos, fruto de la tierra generosa que forjó hace setenta y un años y fijara las bases para consolidar un hermoso sueño llamado Parroquia Las Parcelas.

@marcelomoran

Foto: Enrique Valderrama Ordóñez