Eran las doce menos cuarto de la noche de Washington cuando Cedric Richmond, el copresidente de la campaña de Kamala Harris, caminó al estrado del jardín central de la Universidad de Howard, en Washington, y dijo: «Todavía tenemos votos por contar; todavía tenemos estados en los que no ha sido declarado el vencedor. Seguiremos durante toda la noche para asegurar que cada voto sea escrutado, que cada voz se pronuncie, así que no oiréis a la vicepresidenta hablar esta noche, sino mañana. Mañana estará aquí de nuevo, no solo para dirigirse a la familia de Howard University y a quienes la apoyaron, sino para dirigirse a la nación. Así que gracias. Creemos en vosotros. Que Dios os bendiga y os guarde. ¡Adelante Universidad de Howard y adelante Harris!»
Richmond se dio la vuelta y caminó, muy derecho, por la pasarela que conectaba el estrado con las bambalinas de la fiesta, y que había sido construida para que Kamala Harris, acompañada de su marido Doug Emhoff, realizara su paseo triunfal para convertirse en la primera mujer en alcanzar la presidencia de Estados Unidos. La música que sonaba en el campus volvió, pero solo brevemente. En menos de dos minutos, había cesado. La fiesta había acabado antes de empezar. El campus de la universidad creada por los negros de Washington en 1908 porque no los admitían en las de los blancos y en el que ella se graduó en 1986, se quedó vacío. Kamala Harris había perdido las elecciones frente a Donald Trump.
Para el Partido Demócrata, fue una vuelta al pasado. El 8 de noviembre de 2016, había sucedido lo mismo. En aquella ocasión, quien tomó la palabra fue John Podesta, el jefe de campaña de Hillary Clinton. «¡Gracias! Gracias por haber estado aquí toda la noche. Ha sido una noche larga y una campaña larga. Pero podemos esperar un poco más ¿verdad? Están contando los votos, y cada voto debe contar. Hay varios estados que todavía no tienen ganador, así que esta noche no vamos a decir nada. Escuchadme… todos deberíamos irnos a casa y dormir un poco… mañana tendremos más cosas que decir. También quiero decir a vosotros y a todas las personas del país que apoyan a Hillary que vuestras voces y vuestro entusiasmo significan tanto para ella y para Tim [Caine, el candidato a vicepresidente demócrata] y para todos nosotros… ¡Estamos orgullosos de vosotros!»
Ocho años, dos mujeres y el mismo mensaje. Solo con dos diferencias. La primera, irrelevante. La segunda, de dimensiones históricas. Primero, la anécdota: Podesta trató de animar a la gente, mientras que Richmond tuvo una dignidad casi lúgubre. Después, lo verdaderamente serio: Kamala Harris no solo había perdido las elecciones. También había sacado, casi con total seguridad, menos votos que Donald Trump.
Menos votos que Trump
Eso es un cataclismo. Desde 1992, solo un republicano – George W. Bush, en 2004 – había sacado más votos que los demócratas. Si en ese periodo había habido dos presidentes republicanos – el propio Bush ‘junior’ y Trump en 2016 – era por el anacronismo del Colegio Electoral, una creación de finales del siglo XVIII cuando la Ilustración no acababa de aceptar del todo las «pasiones» del populacho. Estados Unidos estaba dejando de ser un país blanco para convertirse en un mosaico de minorías. Así había llegado – con el Partido Demócrata – el primer presidente negro, Barack Obama. Y así llegaría la primera mujer presidenta, y la primera mujer presidenta que no fuera blanca: Kamala Harris. La Historia estaba del lado de la diversidad. Y la reacción simbolizada por Donald Trump no era más que un caso de resistencia numantina al devenir de los tiempos. George W. Bush había sido presidente en 2000 con un cuarto de millón menos que Al Gore; Donald Trump lo había sido en 2016 con tres millones de votos menos que Hillary Clinton. Todos los modelos de todas las encuestas daban por hecho que, aunque Kamala Harris perdiera la presidencia, iba a sacar más votos que su rival.
El golpe, así, para el Partido Demócrata y lo que éste simboliza, es enorme. Harris no solo perdió entre los blancos, lo que es una constante de los demócratas desde hace siete décadas. También vio cómo se reducía su respaldo entre las minorías. Harris, una persona mestiza india y caribeña que estudió en Howard, una universidad mediocre, con un candidato a vicepresidente, Tim Walz, que se graduó en la Universidad pública Chadron, en Nebraska, no habían sido capaces de articular un mensaje ni para las minorías ni para gran parte de la clase trabajadora, y habían perdido frente a dos populistas que, ellos sí, venían de universidades de la Ivy League, las más exclusivas del mundo: Donald Trump, de la de Pensilvania, y JD Vance, de la de Harvard.
El campus vacío de Howard era en la madrugada de Washington el cementerio de los planes, no solo del Partido Demócrata, sino también, de gran parte de los sectores más educados de Occidente. Harris había tenido mucho más dinero que Trump; había gozado de un partido mucho más unido que Trump; no había insultado a nadie, ni amenazado con fusilar a nadie, ni con meter en la cárcel a nadie, ni con suspender la Constitución o ser «dictadura por un día» como Trump. Y había perdido en toda línea ante un mensaje populista de un político condenado por 34 delitos penales más un caso civil de abusos sexuales. Fue algo más que una derrota electoral; fue la derrota de un modelo político y un signo de un cambio social y político en EEUU y, acaso, en el mundo.
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