
Un día cualquiera,
quizás un martes con cielo cerrado,
la gente descubre que no necesita un ejército,
ni un misil,
ni siquiera un castigo dictado desde lejos.
Lo que hace falta
es simplemente no mover la cabeza de arriba abajo,
no firmar el papel,
no alzar la mano en silencio,
no seguir repitiendo la rutina que da cuerda a la maquinaria.
El hambre deja de ser cadena,
la propaganda pierde su venda,
y el miedo, ese perro guardián,
se queda ladrando a la nada.
Imagina —porque siempre empieza con la imaginación—
a ciudadanos en fila, no para mendigar pan,
sino para entregar medicinas.
Imagina un barrio entero apagando la televisión
y encendiendo velas,
como si dijera:
“aquí estamos,
y no necesitamos permiso para existir”.
Cada negativa es una piedra
arrancada del muro de la tiranía.
Cada gesto pequeño se convierte en martillo.
Y de pronto los que creían ser dueños de todo
descubren que el piso bajo sus botas
se está agrietando.
Esto no es una invitación a la furia,
sino a la disciplina:
el arte de resistir sin odio,
el talento de transformar el sufrimiento en vergüenza ajena.
Algunos miran hacia afuera,
esperando ejércitos extranjeros
o presidentes con discursos solemnes.
Pero la historia es obstinada:
la libertad no se regala,
se cultiva con las manos propias,
aun cuando esas manos tiemblen.
En Montgomery, los afrodescendientes se negaron a subir al autobús.
En Gdansk, los obreros del astillero cerraron la puerta al Partido.
Y aquí, en Venezuela,
los ciudadanos pueden decidir
no vivir más como prisioneros de la mentira.
Nadie sabe el día exacto
en que la grieta se convertirá en derrumbe.
Pero sí sabemos esto:
las armas, los bancos, las pantallas
no alcanzan para controlar lo único que permanece intacto,
lo único que nunca ha podido ser confiscado:
la decisión de un pueblo
de no obedecer más.
Y entonces,
lo que parecía imposible
se volverá inevitable.
Antonio de la Cruz
Octubre 3 2025
Chevy Chase, Maryland




































