En Noticias de un secuestro (1996), Gabriel García Márquez narra con crudeza y compasión el drama de Diana Turbay, periodista e hija del expresidente colombiano Julio César Turbay Ayala, quien fuera secuestrada el 30 de agosto de 1990 por orden de Pablo Escobar. El Cartel de Medellín orquestó su rapto junto al de otros periodistas y figuras públicas, como parte de su estrategia de presión contra el Estado colombiano para evitar la extradición a Estados Unidos. Turbay, directora de la revista Hoy por Hoy y presentadora del noticiero Criptón, cayó en la trampa de una falsa entrevista con un supuesto vocero del ELN. Fue retenida en condiciones infrahumanas durante más de cinco meses.
El 25 de enero de 1991, Diana Turbay murió en medio de un fallido operativo de rescate dirigido por el comando especial del DAS en una finca rural de Copacabana, Antioquia. Según el relato de García Márquez, basado en testimonios y documentos oficiales, Turbay recibió un disparo en la espalda que le perforó el hígado mientras intentaba huir desarmada.
Aunque fue trasladada con vida a un hospital, murió por hemorragia interna tras una cirugía de emergencia, en parte por la tardanza en su atención. El gobierno de César Gaviria justificó el operativo como un intento legítimo de rescate, pero familiares y periodistas, incluyendo García Márquez, lo vieron como una decisión precipitada y negligente. Su muerte cerró con tragedia un capítulo del secuestro colectivo que el narcotráfico utilizó como arma política en Colombia.
Treinta y cuatro años después, el 14 de abril de 2024, el hijo de Diana Turbay, Miguel Uribe Turbay, senador y precandidato presidencial por el partido Centro Democrático, fue víctima de la misma violencia en un atentado ocurrido ante decenas de personas en un parque de Fontibón, al oeste de Bogotá.
El presunto sicario un menor de 15 años, cuya identidad no ha sido revelada, portaba un arma de fuego tipo pistola Glock 9 milímetros, adquirida con factura de forma legal, según las autoridades colombianas en Arizona, Estados Unidos, en 2020, por lo que se investiga cómo ingresó a Colombia.
La fiscalía indicó que fue capturado en flagrancia y le serán imputados los delitos de tentativa de homicidio y porte ilegal de armas, pero será juzgado como menor con pena máxima de 8 años.
El presidente de Colombia, Gustavo Petro, aseguró poco después del incidente que el atentado contra el senador y precandidato presidencial Miguel Uribe fue llevado a cabo por «la mafia con asiento internacional», lo que le da al incidente toda un aire de “normalización” indefinida al convertirlo en un crimen de Estado, suficiente para que todo quede como está, sin ninguna repercusión.
Nadie se responsabiliza porque es tan generalizado el “asiento internacional de la mafia”. La precandidata presidencial Vicky Dávila y el Centro Democrático ya habían advertido la existencia de un plan de las disidencias de las FARC, al mando de Iván Mordisco, para atentar además contra Dávila, el expresidente Álvaro Uribe y los precandidatos presidenciales María Fernanda Cabal y Abelardo de la Espriella. Pero, ¿quién encargó intelectualmente el delito?
La conexión histórica entre el secuestro de Diana Turbay y el atentado contra su hijo subraya una dolorosa continuidad en Colombia: el poder del narcotráfico sigue determinando la vida política del país, a pesar de décadas de guerra, acuerdos de paz y reformas institucionales.
García Márquez denunció en su libro “Noticia de un secuestro”, que la violencia en Colombia no era simplemente criminal, “sino estructural y política”, un juicio que parece reafirmarse con el ataque sufrido por el senador Miguel Uribe Turbay. La tragedia reciente no fue un hecho aislado y generalizado, “normalizante” como pretende venderlo Petro, sino parte de un ciclo que aún no termina, donde las mismas manos, disfrazadas de legalidad o de insurgencia, siguen operando con impunidad en el corazón del Estado colombiano.
Si Miguel Uribe Turbay no sobrevive al atentado, Colombia entraría en un escenario de herida abierta y sangrante que rebasará la tragedia personal de la misma familia, para convertirse ahora en símbolo de luto dentro de un país que sigue perdiendo su batalla contra la impunidad.
La muerte de Diana Turbay no solo fue un asesinato más en la larga lista de víctimas del narcotráfico, sino que representa un símbolo de cómo el poder de las mafias narcotraficantes sigue infiltrando las instituciones del Estado.
La muerte de su hijo 34 años después a manos del mismo entramado, no solo es un duro golpe al corazón republicano del país, sino también una confirmación de que esa herencia de violencia, aunque con diferentes actores, sigue viva, incrustada en las instituciones y para muestra un botón: el odio del discurso presidencial al perder ante el Senado la consulta popular vinculante para una reforma electoral, su proyecto estrella, en un insalvable revés para su ambiciosa agenda reformista, donde Uribe Turbay fue la principal piedra en el zapato izquierdo.
A pesar de los cientos de videos que registraron los movimientos previos de los implicados, las autoridades aún no han dado con los cómplices del sicariato, ni se han esclarecido los puntos criminalísticos clave del ataque, en una sociedad tan hipervigilada, donde cada gesto y rumor se graba y se comparte porque no existen los secretos sino las complicidades y ya sabemos que la impunidad no es ignorancia sino complicidad.
Si Colombia vuelve a enterrar la verdad, esa sangre derramada por las balas no habrá manchado otro cuerpo sino también los lentes de todas las cámaras en el sitio y la red de ojos que lo vieron y no pudieron impedirlo.
@damasojimenez