“Ministro que firme el decreto convocando a la consulta popular lo demandaré por prevaricato; primero la Constitución, primero el pueblo colombiano”. Miguel Uribe Turbay
En Colombia, las víctimas de la violencia no descansan bajo tierra. Sus espíritus vagan por los cafetales del Huila, por los escombros de Medellín y por los pasillos sombríos del Capitolio Nacional. En las noches de neblina, sus nombres regresan como rezos invertidos: Gaitán, Galán, Jaramillo, Pizarro… Ahora, a esa letanía se suma uno que el país se niega a dejar morir: Miguel Uribe Turbay. Su cuerpo aún lucha por la vida, pero su figura ya ha sido inscrita en la narrativa trágica de una nación que confunde la disidencia con el delito y la palabra con el plomo.
Colombia no vive una novedad. La violencia política es una herencia rancia, fermentada por una prensa de trincheras que desde el siglo XIX sustituyó el argumento por el anatema entre centralistas y federalistas. En la era de «La Violencia» entre liberales y conservadores, los editoriales eran cartillas de guerra, y los columnistas, amanuenses del odio. Hoy, los nombres cambiaron: ya no es Laureano contra López —el conservadurismo autoritario y el liberalismo reformista—, sino uribismo contra petrismo, derecha contra izquierda, orden contra justicia social. Y la palabra escrita cedió su corona a los trinos o posts en la red social X.
El presidente Gustavo Petro, quien prometió ser el conductor de un cambio pacífico, ha asumido un papel distinto: el de orador de la cólera. Llama «esclavistas», «nazis» o simplemente «HP» a sus contradictores. Su alocución más reciente, difusa y errática, no aclaró nada sobre el atentado contra Uribe Turbay, pero sí confirmó algo esencial: el mandatario ha cruzado la frontera entre el liderazgo y la agitación. Ha convertido la Casa de Nariño en una tribuna, no para gobernar sino para polarizar.
El joven senador Miguel Uribe Turbay, por su parte, se había convertido en uno de los principales críticos del intento del gobierno de imponer una consulta popular sobre reformas laborales. Lo denunció como una maniobra para evadir al Congreso, movilizar estructuras clientelares y preparar el terreno para las presidenciales de 2026. Y cuando el Senado bloqueó la propuesta, la retórica del gobierno se agrió: se acusó de traición a los legisladores, y el ministro del Interior, Armando Benedetti, no dudó en calificar el rechazo como un «sabotaje». En su voz resonaba el eco de otra época, cuando las diferencias se resolvían con sangre.
La violencia no tardó en materializarse. En un acto público, un joven de 15 años se acercó a Uribe Turbay y le disparó a quemarropa en la cabeza. La pistola era una Glock comprada en Arizona, Estados Unidos, y de dotación oficial de la Unidad Nacional de Protección. La escena recordó el magnicidio de Galán en 1989, cuando su esquema de seguridad fue alterado y la plaza principal de Soacha se transformó en un cadalso. El paralelo es escalofriante. Cuatro de los seis escoltas del joven senador del Centro Democrático estaban ausentes. Los dos presentes no eran suficientes para protegerlo. El atacante fue capturado, pero el celular con pruebas ha desaparecido misteriosamente. Como si el país no solo repitiera su historia, sino que la perfeccionara en su cinismo.
Las reacciones institucionales han sido disonantes. Petro condenó el hecho, pero inmediatamente volvió al lenguaje del señalamiento. Afirmó haber sido amenazado y colocó al mismo nivel la denuncia de un nuevo atentado contra el expresidente Álvaro Uribe Vélez —según información de inteligencia internacional— con las presuntas amenazas dirigidas a su propia familia. El efecto es una confusión calculada: una amalgama emocional donde todos son víctimas, todos son culpables y nadie es responsable. Mientras tanto, el Departamento de Estado de Estados Unidos alertó que el atentado constituye una amenaza directa a la democracia, agravada por la retórica violenta de la izquierda en el poder.
El plan de Paz Total, que prometía reconciliación, ha terminado normalizando a bandas criminales. Hoy, según la Defensoría del Pueblo, 70% del territorio colombiano tiene presencia de grupos armados ilegales. En esas zonas, la política no entra si no es con permiso. Las Fuerzas Armadas han sido confinadas a los cuarteles, los candidatos opositores a los escondites y la democracia a los comunicados.
La consulta popular para revivir su reforma laboral, impulsada por decreto luego de su derrota en el Senado, ha desatado una tormenta política y jurídica. La Corte Constitucional aún no ha fijado posición, pero el gesto ya ha sido interpretado como una ruptura de la separación de poderes. Petro ha exigido a sus ministros que firmen el decreto o serán destituidos. El Congreso, la Registraduría y el Consejo Nacional Electoral han sido presionados o desacreditados. La independencia de poderes, base de cualquier república democrática, es reemplazada por la lealtad a Petro.
Frente a este panorama, figuras como Ingrid Betancourt, el expresidente Andrés Pastrana, la precandidata Vicky Dávila y senadores de diversas vertientes han pedido que el Congreso active los mecanismos constitucionales para evaluar la continuidad del presidente en su cargo. Lo acusan de fraude electoral, de indignidad, de alentar un clima de odio y de minar las garantías para las elecciones de 2026. No hablan de golpes ni de rupturas, sino del último recurso institucional para salvar la democracia.
En el fondo, este episodio ha motivado el planteamiento de una pregunta más profunda: ¿están dispuestos los colombianos a seguir normalizando la violencia política, “Guerra o Muerte”? ¿A tolerar que cada ciclo electoral implique sangre, entierros y eufemismos? En 1948, el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán desencadenó el Bogotazo —un punto de inflexión en la historia de esa nación y un catalizador para el período conocido como La Violencia—. En los ochenta, el de Galán consolidó el ascenso del narcoterrorismo. ¿Qué implicará el atentado a Miguel Uribe?
¿Sobrevivirá el joven político? Aún no se sabe, a estas horas su estado sigue siendo crítico. Pero su figura ha dejado de ser la de un senador. Se ha convertido en un espejo de lo que Colombia fue y que puede volver a ser si no se corrige el rumbo. El mensaje de Uribe Turbay antes del ataque fue claro: «No queremos regresar a la Colombia violenta». Un deseo, pronunciado con voz serena, que fue respondido con balazos.
En las plazas de Cali y Medellín, los ciudadanos comenzaron a vestirse de blanco. En Bucaramanga se colgaron banderas al revés. En redes sociales, miles han compartido su oración por el senador del Centro Democrático. Y en el Congreso, incluso los adversarios ideológicos guardaron silencio por él. Esa unidad, frágil y espontánea, es tal vez la única luz en este páramo simbólico que es hoy la política colombiana.
Gabriel García Márquez escribió que en Macondo todo había empezado con la peste del insomnio, que generó una pérdida de memoria. Quizás en Colombia todo empieza cuando recordamos demasiado tarde. Esta vez, la advertencia está dada. Si la narrativa polarizante no se desactiva, si los responsables políticos no asumen su papel, si no se respeta la Constitución ni la independencia de poderes ante una decisión del Legislativo, lo que se viene no es un nuevo ciclo electoral, sino una tragedia anunciada.
Y esta vez no digamos que no lo sabíamos.
Epílogo
Conocí a Miguel Uribe Turbay a principios de este año, en enero, durante una conferencia de Javier Milei en el Instituto Milken, aquí en la ciudad de Washington, D.C. Fue un encuentro fugaz, pero cargado de calidez. Miguel había viajado a Washington antes de iniciar formalmente su carrera hacia la candidatura presidencial en Colombia. Conversamos brevemente sobre su visión de país, su lucha contra el populismo y la corrupción, y el desafío de construir una alternativa sólida desde el Centro Democrático.
Recuerdo que le expresé que, en ese momento, pensaba que Vicky Dávila podría representar mejor esa opción. Miguel, con serenidad, no se incomodó. Me escuchó, sonrió y dijo: «Primero, debemos pasar por la primaria. Si gano, hablaré con Vicky; si ella lidera, no tendría problema en ser su fórmula. Lo importante es Colombia, no el ego personal». Esa respuesta no solo reveló una madurez política inusual, sino una verdadera vocación de servicio. Su compromiso es con un país libre, democrático, alejado de las prácticas autoritarias y de la retórica incendiaria que ha vuelto a manchar de miedo las plazas públicas de ese hermoso país.
Miguel no representa solo una candidatura. Representa la posibilidad de recuperar el respeto a la diferencia, la fuerza del diálogo y la defensa firme —pero serena— de una Colombia donde se pueda disentir sin pagar por ello con la vida. Eso fue lo que sentí aquel día en Washington. Y eso es lo que nadie debe olvidar.
@antdelacruz_