“El colapso venezolano no es un accidente, sino la consecuencia previsible de una serie de maniobras políticas y económicas que benefician a unos pocos y condenan a la mayoría”.
La tragedia de Venezuela no es producto del azar ni de una cadena de errores. Es el resultado de decisiones fríamente calculadas por quienes ocupan el poder. Decisiones que no se toman para solucionar problemas, sino para perpetuar un orden en el que la verdad es negociable, el dinero se devalúa por decreto y la población es reducida a una estadística manipulable. Lo que ocurre no es una crisis: es un mecanismo de extracción encubierto bajo la apariencia de normalidad institucional. Un teatro cruel donde la racionalidad sirve al saqueo.
El pulso entre el régimen y la inflación
El régimen venezolano no enfrenta la inflación con políticas sensatas, sino con gestos simbólicos. Intenta anclar el bolívar al dólar sin tener reservas suficientes, reprime el mercado cambiario con amenazas y controles, sube la gasolina para maquillar ingresos fiscales y se arrodilla ante Pekín en busca de auxilio. Del otro lado, la economía real responde con lógica implacable: los precios se ajustan al dólar paralelo, los ciudadanos abandonan el bolívar y refugian su escaso poder adquisitivo donde pueden.
Este desequilibrio se alimenta a sí mismo. Si los ciudadanos creen que viene otra oleada inflacionaria, actúan como si ya estuviera aquí. Y al hacerlo, la provocan. Es una coreografía infernal: cuanto más se intenta controlar, más se acelera la caída.
La gasolina como medida de fuerza social
Cuando el régimen sube el precio de la gasolina, promete al mismo tiempo subsidios para el transporte público. Busca evitar la reacción violenta de la población más pobre, aquella que ya no se moviliza por voluntad política sino por necesidad física. El recuerdo del Caracazo de 1989 sigue presente: cuando el transporte colapsa, el estallido es inmediato.
Esta vez el intento es distinto: castigar al que tiene carro, mientras se protege simbólicamente al que no. Pero si el subsidio es insuficiente, o si el transporte se deteriora aún más, la medida deja de ser un acto técnico y se convierte en una declaración de guerra social.
China no rescata, impone condiciones
Con la salida de empresas petroleras con licencia del Tesoro de Estados Unidos como Chevron, China tiene la mesa servida para consolidar su influencia. Pero no regala nada. Exige condiciones claras: precios rentables, gestión directa, control sobre las refinerías. Venezuela, en su desesperación, entrega lo que le queda disfrazando los acuerdos bajo retóricas patrióticas.
Este vínculo asimétrico no representa un desarrollo soberano, sino una forma de supervivencia bajo tutela extranjera. China logra tener acceso a las reservas de petróleo; Venezuela gana tiempo, pero no autonomía.
La narrativa oficial como instrumento de control
Maduro insiste en negar la inflación mientras emplea a técnicos y economistas afines para ofrecer declaraciones tranquilizadoras. El objetivo no es convencer a todos, sino sembrar la duda suficiente para que parte de la población no reaccione.
Cuando esta estrategia funciona, el régimen gana tiempo. Pero si las palabras se perciben como vacías o manipuladas, el pueblo se adelanta ante la subida de precios, exige más salarios, se organiza. En ese momento, la narrativa cabellomadurista se convierte en un lastre que acelera el colapso.
Presupuestos irreales como instrumento de propaganda
El presupuesto de 2025 asigna apenas 10 dólares al año (0,84 mensual) por empleado público. La cifra no resiste análisis alguno. Es un mensaje cifrado: el régimen no busca funcionalidad, sino confusión. La población y los observadores internacionales deben decidir si esa cifra refleja la realidad o es parte de una maniobra para ocultar el vacío.
Si se detecta el engaño, la confianza se evapora y la protesta se vuelve inevitable. Si, en cambio, una parte significativa cree en la narrativa (por miedo o por desinformación), el poder obtiene lo que más necesita: inercia.
La corrupción como arquitectura del poder
Maduro actúa como un administrador infiel que usa los recursos del Estado para enriquecer a sus aliados. No hay rendición de cuentas desde 2010. Los mecanismos de control están desmontados: Contraloría, Asamblea, prensa libre. La relación entre la población y el Estado está rota. La burocracia funciona como una maquinaria de extracción al servicio de una minoría.
La deuda como ficción sin respaldo
El régimen afirma que parte del presupuesto será financiado con deuda, pero el país está insolvente desde 2018. Nadie presta dinero a un deudor que no tiene intención de pagar. La poca financiación externa que llega lo hace bajo condiciones abusivas, aceptadas solo porque no hay otra salida. Esta relación está marcada por la desconfianza absoluta: los acreedores exigen colaterales, el régimen miente sobre su capacidad y el país se hunde en un pozo sin fondo.
La lucha interna por el botín
Dentro del cabellomadurismo, distintas facciones se disputan el control de los fondos. Pdvsa, la Vicepresidencia, grupos militares y operadores financieros compiten por el control de las últimas rentas. Los recursos no se asignan según necesidades colectivas, sino según pactos de conveniencia. No hay política pública, hay botín en disputa.
La población ya no participa, sobrevive
Con salarios simbólicos, sin prestaciones, sin protección social, el ciudadano ha dejado de ser un actor dentro del sistema. Ya no puede influir ni protegerse. Las únicas alternativas viables son migrar, adaptarse a la economía informal o simplemente resistir. El sistema criminal ha expulsado a los ciudadanos de toda forma de participación.
Epílogo: una economía diseñada para la dominación
Venezuela no funciona como una economía en crisis, sino como un sistema calculadamente disfuncional. Las decisiones no se toman para corregir, sino para confundir; no para gobernar, sino para controlar. No hay transparencia, no hay incentivo al trabajo, no hay respeto al ahorro ni a la ley.
Lo que está en marcha es un proyecto de dominación disfrazado de gobernanza. La única salida real no vendrá de un ajuste técnico, sino de un cambio profundo: una ruptura con el orden establecido, la restitución de la verdad económica y el regreso del ciudadano al centro de la vida pública. Hasta entonces, cada decisión oficial seguirá siendo parte de una maquinaria de desgaste, en la que el futuro se sacrifica en nombre de una estabilidad que no existe.
@antdelacruz_