En regímenes autoritarios, hay momentos en los que las apariencias dejan de importar. Se abandonan las fachadas. Se despojan los disfraces. Lo que antes se sostenía con elecciones amañadas, diálogos simulados o diplomacias encriptadas, se derrumba por su propio peso. Es entonces cuando el poder recurre a su último instrumento: el miedo desnudo.
Eso es lo que acaba de ocurrir en Venezuela con la detención de Juan Pablo Guanipa.
Guanipa no es solo un dirigente opositor. Es un símbolo viviente de la resistencia democrática. Fue uno de los primeros en rechazar públicamente el fraude constituyente de 2017, en denunciar la manipulación electoral del régimen de Nicolás Maduro y, más recientemente, en alinearse con María Corina Machado, la líder que encarna hoy la voluntad popular expresada en las elecciones del 28 de julio de 2024. Elecciones que el régimen simplemente ignoró.
El arresto de Guanipa, ejecutado a dos días de unas elecciones regionales sin legitimidad ni competencia real, marca un punto de inflexión. Porque no se trata de una detención judicial, sino de una confesión política. El régimen está diciendo, sin ambigüedades: “Ya no necesitamos convencer a nadie; solo necesitamos resistir”.
Este tipo de actos no son nuevos. Lo vimos en Polonia en los años ochenta, cuando el régimen comunista reprimía a los líderes de Solidaridad mientras organizaba elecciones vacías. Lo vimos en Bielorrusia tras las protestas de 2020. Lo vemos hoy en Rusia, donde la oposición ha sido eliminada con veneno o prisión. Venezuela, cada vez más, se instala en ese mismo patrón: un régimen que ya no compite por el poder, sino que lo administra como un bien confiscado.
Pero esta detención no ocurre en el vacío. Coincide con tres eventos clave que configuran una nueva fase del juego:
Primero, el llamado a la abstención promovido por María Corina Machado. No es una rendición, sino un acto de resistencia simbólica: negar al régimen la legitimidad que tanto necesita en medio de su vacío internacional.
Segundo, el colapso del experimento Chevron. La decisión de la administración Trump de no renovar la Licencia 41B marca el fin del llamado “compromiso constructivo”. Ya no hay exportaciones legales de crudo. Ya no hay diplomacia energética. Solo queda aislamiento y una economía informal sostenida por mafias y opacidad.
Tercero, la entrega a Estados Unidos de Joseph St. Clair. Su llegada a suelo estadounidense —gestionada por Ric Grenell— representa un golpe quirúrgico a las estructuras de financiamiento ilícito del régimen. Y envía un mensaje claro: el cerco se cierra.
La detención de Guanipa puede verse como una reacción desesperada a estos eventos. Un intento por enviar una señal de fuerza interna cuando todas las variables externas apuntan al colapso. Pero lo que revela, en realidad, es que el poder ya no tiene más que ofrecer. Ni futuro, ni negociación, ni siquiera estabilidad.
En este punto, el régimen actúa como esas aristocracias terminales descritas por los historiadores: rodeado de generales fieles por interés, celebrando elecciones para mantener la ficción de la legalidad, y persiguiendo a sus críticos con una combinación de liturgia y violencia. Pero como ocurre con todo régimen agotado, llega el momento en que los rituales pierden efecto y el miedo deja de ser suficiente.
La comunidad internacional observa, como siempre, con una mezcla de impotencia y cálculo. Pero la verdadera pregunta no es qué hará la CPI o el Departamento de Estado. La pregunta es qué hará el pueblo venezolano, cuya voluntad fue clara y firme el 28 de julio de 2024, pero cuya expresión sigue secuestrada por un poder que ya no gobierna: solo resiste.
La periodista e historiadora estadounidense Anne Applebaum ha escrito sobre las “zonas grises” donde el autoritarismo se disfraza de democracia, donde el control se ejerce no a través del consenso, sino de la resignación. Venezuela ya ha cruzado esa línea. Lo que vemos ahora no es un gobierno. Es una estructura defensiva en retirada, aferrada al poder como un náufrago a una tabla podrida.
Guanipa es solo el último en ser capturado. Pero lo que realmente está atrapado es el propio régimen, encerrado en su laberinto de contradicciones, cada vez más aislado, cada vez más vulnerable.
Y como enseña la historia: cuando un poder necesita encarcelar a sus oponentes para ganar una elección, es porque ya ha perdido la guerra más importante, la de la legitimidad.
El arte de perder las apariencias
@antdelacruz_