Las dictaduras no siempre se derrumban con un estruendo. A veces son como un enfermo terminal al que le cortan el oxígeno para acabar con la agonía. Y en Venezuela, ese oxígeno, esa última válvula por donde entraban los dólares que han alimentado al régimen de Nicolás Maduro, se cerró el pasado 27 de mayo cuando la administración Trump decidió —con el miedo de los burócratas, la pugna entre lobistas y congresistas, y el cálculo de los estrategas— no renovar la Licencia 41B.
No fue una revolución. No hubo tanques en la calle, ni discursos incendiarios. Solo una decisión administrativa, una omisión, si se quiere, que cambia el curso de las cosas. La licencia permitía que compañías como Chevron, otras europeas y la refinería india Reliance Industries siguieran importando petróleo venezolano, bajo una ficción conveniente: que el comercio era inocente, que los barriles de crudo no financiaban el terror, sino la posibilidad de un cambio negociado.
Pero el petróleo, todos lo saben en Venezuela, no es solo una mercancía. Es el alma —o el demonio— de la política. Desde los tiempos de Gómez y Pérez Jiménez hasta Chávez y Maduro, el petróleo ha sido poder, clientelismo, represión, riqueza y ruina. Por eso, cuando Washington decidió no renovar las licencias, lo que realmente hizo fue retirar el último soporte de un régimen que sobrevive no por convicción, sino por inercia y miedo.
Las cifras, como siempre, son más elocuentes que los comunicados. Las importaciones de crudo cayeron en picada. Se perderá un ingreso de 700 millones de dólares mensuales. Y con ellos, se debilita la maquinaria que compra lealtades, paga matones con uniformes y mantiene en pie una red de corrupción y vigilancia que haría palidecer a la Stasi.
Hay quienes dirán que es inútil. Que Maduro sigue allí, que la dictadura no cayó, que la gente sigue emigrando, que después de la farsa del 25M distribuyeron a conveniencia curules y gobernaciones, y que los presos políticos siguen tras las rejas. Tal vez. Pero eso es no entender cómo se oxidan las tiranías. No caen de un golpe, sino de a poco. Y lo que pasó con la Licencia 41B es más que una medida económica: es un acto moral. Un recordatorio de que a veces el bien no se impone, simplemente deja de financiar el mal.
En su lógica burocrática, la administración Trump actuó como un personaje de novela: contradictorio, impulsivo, pero a veces, por error o convicción, capaz de tomar decisiones justas. No lo hizo por altruismo. Lo hizo porque comprende que sostener esa válvula es prolongar el sufrimiento. Y porque incluso en la diplomacia, como en la literatura, hay momentos en que no hacer algo es más elocuente que intervenir.
Mientras tanto, en Caracas, los jerarcas del régimen lo saben. Lo intuyen en sus nervios. Cada día en el poder cuesta más. Cada día es más caro pagar el miedo. Y quizás, solo quizás, el principio del fin no sea una explosión, sino este silencio. El de una válvula cerrada que con la desobediencia civil el pasado domingo 25 redibuja el tablero de una Venezuela libre y democrática.
@antdelacruz_