Ambas partes están en una fase de prueba, evaluando hasta dónde están dispuestas a llegar en defensa de sus intereses.

Una suspensión de 90 días a los aranceles puede interpretarse como una medida pragmática (Foto archivo)
En 2024, el intercambio comercial entre Estados Unidos y China alcanzó aproximadamente 582.400 millones de dólares. De ese total, 143.500 millones correspondieron a exportaciones estadounidenses hacia China, mientras que las importaciones chinas a EE. UU. sumaron 438.900 millones, dejando un déficit comercial para EE. UU. cercano a los 300.000 millones, un aumento del 6 % respecto al año anterior.
Este desequilibrio comercial se da en un contexto de creciente tensión entre ambas potencias. Y ese volumen podría reducirse drásticamente en 2025 si se intensifica la actual guerra comercial. Algunos analistas estiman que el comercio bilateral podría caer hasta en un 80 %, lo que significaría una pérdida de más de 460.000 millones de dólares en intercambios. Sectores clave como la agricultura, la energía y la tecnología serían los más golpeados, con efectos colaterales en el empleo y la estabilidad económica global.
En este escenario, la administración Trump impuso aranceles de hasta 145 % a determinados productos chinos, lo que generó represalias inmediatas de Beijing, con tarifas que oscilan entre el 84 % y el 125 % sobre bienes estadounidenses. Así, la guerra comercial se recalienta peligrosamente, afectando no solo las relaciones bilaterales, sino también el equilibrio global.
Sin embargo, este jueves Trump anunció una suspensión temporal de 90 días a los nuevos aranceles, bajo una propuesta de “acuerdos bilaterales de beneficio mutuo”, con los países dispuestos a negociar bajo este nuevo paradigma. Esta jugada no solo busca un ajuste en la balanza comercial, sino que apunta a redefinir el orden económico global, donde EE. UU. aspire a tener un mayor control sobre los acuerdos y estructuras multilaterales.

Este enfoque, que algunos definen como “soberanista”, propone que cada país negocie en función de su poder económico real, dejando atrás instituciones como la OMC, consideradas por Trump como obsoletas y favorables a China. Además, Washington acusa a Beijing de prácticas desleales, como robo de propiedad intelectual, abuso de patentes y falta de respeto al “Estado de Derecho Comercial”. Según esta visión, China actúa como una industria comunista dentro de un mercado capitalista, apropiándose de lo que considera útil, sin ofrecer garantías jurídicas.
Desde Beijing, la respuesta ha sido firme: China no cederá en temas fundamentales como soberanía, seguridad e intereses estratégicos. El régimen chino sostiene que resistirá la presión estadounidense y denuncia el proteccionismo como una amenaza a la estabilidad global, acusando a EE. UU. de violar la “multilateralidad” que antes defendía.
En este juego de narrativas, los medios occidentales afines a Beijing suelen centrarse en la actitud altiva de Trump, al tiempo que ignoran la agresividad estructural del modelo chino, que —según sus críticos— viola sistemáticamente normas internacionales mientras exige respeto en foros globales. El verdadero objetivo de esa narrativa, acusan algunos, no sería la estabilidad mundial, sino silenciar a Trump y dejar a China operar sin frenos en áreas clave como tecnología, propiedad intelectual e industria.

A pesar de las tensiones, hay un consenso: esta guerra comercial tiene el potencial de disparar los precios globales, frenar la estabilidad y dañar seriamente la economía mundial. Y mientras EE. UU. endurece sus medidas, las exportaciones chinas podrían resentirse, sobre todo en sectores tecnológicos, golpeando su ya ralentizado crecimiento interno. No obstante, China mantiene su peso como potencia manufacturera y continúa diversificando sus relaciones comerciales para amortiguar el impacto de las sanciones.
Si decide tomar represalias —como reducir las compras agrícolas o tecnológicas a EE. UU.—, podría dañar a sectores rurales y manufactureros norteamericanos, e incluso empujar a la economía estadounidense hacia una desaceleración o recesión.
Mientras tanto, el gobierno chino, en voz de Xi Jinping, ha advertido:
“No los necesitamos. Nunca los necesitamos. Beijing no mendiga, y definitivamente no pestañea.”
La pausa arancelaria de Trump ha sido leída por algunos como una señal de debilidad, y por otros como una jugada táctica para calmar los mercados y preparar nuevas ofensivas más quirúrgicas. De hecho, los mercados reaccionaron con alivio, y se observó una subida notable en las bolsas globales, tras la tensión de la semana anterior.
En paralelo, China intensifica su liderazgo en los BRICS, buscando reestructurar las reglas del comercio global, reducir su dependencia de Occidente y avanzar hacia un sistema económico multipolar.
Prepárense porque la Guerra Comercial 2.0 N.O.E. entre EE UU. y China será un largo seriado distópico e intensamente pre-apocalíptico vía redes, con sobredosis de narrativas, fakes, memes, realidad alterada y veraces sensaciones de crisis reales como la escasez de productos, inflación y desempleo.
@damasojimenez