Cuando Donald Trump anunció este miércoles una pausa de 90 días en la imposición de nuevos aranceles —excepto contra China— la reacción inmediata fue de alivio en los mercados y desconcierto entre analistas. ¿Había dado marcha atrás? ¿Estaba improvisando? ¿O se trataba, más bien, de una jugada deliberada?
Bajo la superficie de esa pausa se esconde algo más profundo: una estrategia política y simbólica de largo aliento. Trump no solo negocia con tarifas: reescribe el lenguaje del poder global, utilizando las reglas del comercio como una gramática de dominación. Para entenderlo, es necesario ir más allá de la economía y explorar la intersección entre estrategia, discurso y poder.
Un juego repetido con amenazas creíbles
Desde la teoría de juegos, la pausa no es una rendición, sino una maniobra. En lugar de apostar todo en una sola jugada, Trump prolonga el conflicto con una arquitectura de incentivos asimétricos: recompensa a los aliados que acepten negociar y castiga al rival estratégico —China— con tarifas aún más altas.
Este tipo de movimiento —una mezcla de presión y moderación— genera una dinámica conocida como “amenaza creíble”. No es un bluff: el castigo a China (subida de 104% a 125% en los aranceles) es real. La señal es clara: quien coopera, gana; quien desafía, paga. El objetivo no es trancar la partida, sino condicionar cada futura jugada en favor de Estados Unidos.
El guion narrativo del poder
Pero hay una dimensión más profunda. En esta estrategia, Trump se presenta como el actor central que busca restablecer un nuevo orden internacional, mientras que China ocupa el papel del adversario que desafía esa ambición. Los aranceles funcionan como instrumentos para avanzar en ese objetivo y los mercados globales, junto con los países aliados, aparecen como los principales receptores de los beneficios, siempre que decidan alinearse con la lógica impuesta desde Washington.
Las pausas no son vacíos: son actos narrativos cargados de sentido. En el relato que construye la Casa Blanca, el presidente impone el ritmo de la historia. Decide cuándo subir el volumen y cuándo bajarlo. Decide quién entra en escena y quién queda marginado. La Casa Blanca ya no se adapta al orden global: lo reescribe desde el centro.
Esta narrativa se estructura en oposiciones simbólicas: orden vs caos, centro vs periferia, premio vs castigo, racionalidad vs inestabilidad. Trump aparece como un gestor del equilibrio; China, como el factor desestabilizador. Así, el relato político transforma la acción económica en un discurso de hegemonía.
El lenguaje como campo de batalla
Esta nueva política comercial también puede entenderse como un acto comunicativo con múltiples niveles de interpretación. Existe una diferencia entre lo que se expresa abiertamente —el mensaje superficial— y lo que se comunica de forma implícita —el sentido profundo—. En el caso de la pausa arancelaria, el mensaje literal sugiere una intención de “calmar las aguas”, pero el verdadero contenido es otro: Estados Unidos reafirma su autoridad para pausar, sancionar, recompensar y marcar los tiempos del sistema internacional.
La política comercial de Trump es, en esencia, una forma de ingeniería semiótica. A través de un gesto económico, comunica poder. A través de una pausa, proyecta dominio. A través de la ambigüedad, impone incertidumbre al adversario.
Y lo hace no solo con China en mente, sino con todos los países que observan, calculan y se reubican ante cada nueva jugada. Es una coreografía del poder: Trump crea un espacio donde cada país negocia por separado, debilitando alianzas multilaterales y reforzando su posición central. La política comercial se convierte en una forma de lenguaje disciplinario global.
La disputa por el sentido
En el fondo, la guerra arancelaria con China no es solo una batalla por el comercio, sino por el significado del orden mundial. Es una disputa por quién tiene el derecho de imponer reglas, marcar pausas, definir enemigos y consagrar aliados. Es, como diría Noam Chomsky, una lucha por quién domina la producción del discurso.
En esta lógica, Trump no improvisa: actúa como un narrador autoritario que controla el relato, los símbolos y los giros de la trama. La pausa arancelaria no es un error de cálculo, sino un acto de recentralización semántica. Una forma de decirle al mundo: “Solo yo puedo decidir cuándo esto se detiene”.
¿Un nuevo equilibrio o una ilusión de control?
Sin embargo, este juego es riesgoso. Si el adversario —China— no acepta el rol de antagonista sumiso, y si los aliados no aceptan —por ahora, no es el caso— la narrativa del liderazgo unipersonal, el castillo simbólico puede venirse abajo. La ambigüedad que da poder también puede generar inestabilidad e imprevisibilidad, factores que erosionan la confianza en el sistema.
La sostenibilidad de esta arquitectura de poder depende de que las amenazas sigan siendo creíbles, que las recompensas sean efectivas y que el relato no se desgaste. De lo contrario, el lenguaje de la hegemonía se convierte en ruido.
El mundo como tablero discursivo
En definitiva, la jugada arancelaria de Trump nos recuerda que en la política global no solo se compite con economías, sino con narrativas. El comercio ya no es solo un flujo de bienes: es un sistema de signos. Y quien controle el lenguaje, controlará el tablero.
Trump lo entendió —a su manera— mejor que nadie: en la nueva geopolítica, el poder no solo se impone; se cuenta, se simboliza y se pronuncia.
@antdelacruz_