“A medida que Estados Unidos y China profundizan su rivalidad geopolítica, la asimetría de sus enfoques estratégicos amenaza con fragmentar el sistema global y obliga a las potencias intermedias a redefinir su papel”.
La confrontación actual entre Estados Unidos y China no es simplemente una guerra comercial, ni una escaramuza diplomática pasajera. Es una lucha estructural y prolongada entre dos actores globales que no solo compiten entre sí, sino que operan bajo lógicas estratégicas fundamentalmente distintas. No se trata de tácticas o disputas aisladas sobre aranceles o tecnología, sino de una profunda asimetría en la percepción del poder, del tiempo, de la legitimidad y de la arquitectura del orden internacional.
Washington juega en un tablero abierto y plural. Su estrategia es fluida, reactiva y a menudo limitada por ciclos electorales y presiones mediáticas. El poder se mide en incrementos trimestrales: crecimiento económico, creación de empleo, rendimiento bursátil y primacía tecnológica. Para Estados Unidos, la dominación se ejerce a través de instituciones, alianzas y reglas de mercado —o mediante la capacidad de reescribir esas reglas cuando ya no les son útiles—.
China, por el contrario, despliega una estrategia de largo plazo sobre un tablero centralizado y civilizacional. Concibe el poder como un proceso continuo, cimentado en agravios históricos, continuidad ideológica y una paciencia estructural. Pekín no depende de validación electoral ni de instituciones abiertas. Su fortaleza no se basa en el crecimiento económico inmediato, sino en la resiliencia estructural, la cohesión social bajo control estatal y la acumulación paulatina de influencia en sectores clave a nivel global.
El contraste no podría ser más marcado. Washington percibe la determinación de Pekín como una amenaza expansiva y desestabilizadora. Desde la perspectiva china, las medidas de contención —aranceles, sanciones tecnológicas y pactos militares— son síntomas de una hegemonía en declive que se aferra a un orden global en retroceso.
Esta disonancia estratégica alimenta un ciclo de percepciones erróneas y respuestas escalonadas, reforzando la convicción en ambos lados de que el conflicto no solo es probable, sino inevitable.
Esta dinámica refleja lo que el historiador griego Tucídides identificó como una trampa estructural: “Cuando una potencia en ascenso amenaza con desplazar a una potencia gobernante, la tensión estructural resultante hace que el choque violento sea la regla, no la excepción”. Lejos de ser una simple analogía histórica, esta trampa sugiere que el riesgo de conflicto entre Pekín y Washington es elevado, especialmente si no se establecen mecanismos de contención creíbles y sostenido.
La trampa de la percepción estratégica
Esto no es una reedición de la Guerra Fría. El enfrentamiento entre Estados Unidos y la Unión Soviética se estructuraba en torno a bloques ideológicos y líneas rojas militarmente disuasivas, sostenidas por la amenaza nuclear. La competencia actual con China es más compleja: combina una interdependencia económica significativa con una acelerada bifurcación tecnológica en sectores críticos como semiconductores, inteligencia artificial y redes 5G. Este desacoplamiento no es solo económico; tiene implicaciones geoestratégicas profundas, con ambos bloques construyendo cadenas de suministro paralelas, infraestructuras digitales autónomas y alianzas militares que reflejan visiones antagónicas del orden global. A diferencia de Japón en los años ochenta, Pekín no busca acomodo dentro del sistema liderado por Occidente. Está diseñando uno alternativo, con sus propias reglas, instituciones y esferas de influencia.
El giro de China del lema «reforma y apertura” (Deng Xiaoping ) hacia «autosuficiencia y trabajo duro” (Xi Jinping) marca un proceso deliberado de desvinculación de la interdependencia económica con Occidente. Esta transformación no es retórica. Incluye fuertes inversiones en capacidad tecnológica interna, minerales estratégicos, cadenas de suministro para la defensa y lealtad política. La diplomacia de Xi hacia aliados tradicionales de Washington —desde Europa hasta el sureste asiático— no busca integrarse, sino fragmentar las coaliciones de contención que la contrarrestan.
Mientras tanto, la imposición y suspensión selectiva de aranceles por parte de la administración Trump forma parte de una narrativa más amplia de «nacionalismo económico» revestido con retórica de reciprocidad. El mensaje al mundo es claro: Estados Unidos ya no seguirá actuando con las reglas de la globalización si estas limitan su capacidad de actuar unilateralmente. Pero esta postura también conlleva riesgos: invita a represalias, malentendidos y una deriva hacia una diplomacia transaccional entre aliados que antes compartían normas comunes.
Potencias intermedias en la encrucijada
En este panorama fragmentado, potencias intermedias como la Unión Europea y los países de América Latina no son espectadores pasivos. Están siendo arrastrados hacia una polarización que no buscaron y que deben navegar sin sacrificar su soberanía.
Para América Latina, el desafío es evitar alineamientos binarios. El valor geopolítico de la región reside en su capacidad para diversificar alianzas sin comprometer su autonomía en energía, infraestructura y gobernanza digital. Caer en la dicotomía Estados Unidos-China reduciría al continente a una zona de influencia —una condición que ha sufrido históricamente y que hoy debe rechazar con claridad—.
Para la Unión Europea, los riesgos son aún mayores. Bruselas debe transformar su retórica declarativa de «autonomía estratégica» en una doctrina concreta. La dependencia de las garantías de seguridad estadounidenses y de las cadenas de suministro chinas ha dejado al continente expuesto a la volatilidad de ambos frentes.
Una estrategia verdaderamente multipolar —que incluya política industrial activa, revisión de inversiones estratégicas y modernización de la defensa— es esencial no solo para la relevancia europea, sino para la estabilidad del orden liberal en su conjunto.
Conclusión: la confrontación que redibuja el orden mundial
El mundo no está simplemente asistiendo a una transferencia de poder entre dos superpotencias; presencia un choque profundo entre visiones irreconciliables de cómo debe organizarse el sistema internacional. Estados Unidos y China no solo compiten: operan bajo lógicas estratégicas, marcos normativos y objetivos finales que no pueden coexistir sin fricción constante. Esa asimetría es lo que hace que esta confrontación sea especialmente propensa a la escalada: no existe un marco común de entendimiento, ni canales previsibles de disuasión, ni mecanismos compartidos para gestionar la tensión.
La próxima década pondrá en tensión no solo la solidez del poder económico, militar y tecnológico de Washington y Pekín, sino también la capacidad del resto del mundo para no ser arrastrado a una espiral de polarización estructural. La rivalidad entre Trump y Xi es más que una pugna bilateral: es un proceso de reconfiguración sistémica que amenaza con fragmentar cadenas de suministro, bloquear instituciones multilaterales y erosionar principios fundamentales del derecho internacional.
En ese contexto, el nuevo orden global no dependerá exclusivamente de quién imponga su fuerza, sino de quién logre reinterpretar las reglas de coexistencia entre modelos civilizatorios divergentes. Las potencias intermedias —desde India hasta Brasil, desde la Unión Europea hasta Indonesia— ya no son solo espectadores o mediadores: se convierten en actores estratégicos cuya arquitectura de alianzas, marcos regulatorios y apuestas tecnológicas moldearán la dirección del siglo XXI.
Si este conflicto se intensifica sin mecanismos de contención podría desembocar en una confrontación abierta y prolongada con consecuencias impredecibles para la humanidad. No se trata solo de comercio, influencia o seguridad: está en juego la forma misma en que las naciones coexistirán —o colapsarán juntas— en una era de interdependencia vulnerable.
@antdelacruz_
Director Ejecutivo de Inter América Trends